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hambre

Al terminar la Guerra Civil española, la alegría del pueblo fue grande, pero las cosas iban a seguir muy mal largo tiempo, hambre miedo y esclavitud.

Se pasaba hambre por falta de comestibles que no había ni dónde comprar y los pocos que había eran de muy mala calidad. Toda la nación diezmada, sin industrias, muchos edificios derribados, los puentes destruidos y muy pocas carreteras en condiciones. Las familias destrozadas por la pérdida de sus seres queridos. Madres viudas, hijos huérfanos de padre y madre y en muchos casos sin hermanos. Otros con amputaciones de todas clases, sin manos y sin piernas. Fue desolador, no se puede describir ni con palabras lo mucho que sufrió el pueblo español y, por si esto fuera poco, un número muy elevado de los que perdieron la guerra, perseguidos por los que la ganaron, tuvieron que esconderse en los montes y otros se fueron huyendo de las represalias al extranjero.

Como no me gusta la política ni la entiendo ya que mis padres me enseñaron que “la política es para los políticos que viven de ella”, lo nuestro siempre fue el trabajo, que es de lo que vivimos. Sólo pretendo explicar un poco lo mal que lo pasamos todos en general, vivíamos atemorizados.

Decían algunas de las personas mayores, que para mucha gente fue tan mala la posguerra como la misma guerra por las persecuciones y atropellos que sufrieron.

 

Para poder ordeñar las cabras, el pastor nos pedía tabaco. Ese fue el contrato verbal que teníamos con él: nos dejaría catar las cabras cuando le lleváramos tabaco, el día que no lo lleváramos no había leche. Nos decía, “Sí no traes tabaco, no hay leche”.

Algún día que no podíamos conseguirlo, se sentía generoso y nos levantaba el castigo, nos dejaba catar la mitad de las cabras para no perder los clientes y que volviéramos.

La escasez de tabaco era como la del resto de las cosas. Lo daban con la "cartilla" suscrita en un sólo estanco y con el nombre y apellidos del individuo. No lo daban en otro estanco a ningún precio.

A pesar de existir ya el estraperlo, el tabaco estaba controlado al máximo,  además de racionado para el cabeza de familia o mayor de edad, que en aquel tiempo era a los 21 años, el resto no tenía derecho a ello, ni mujeres ni los menores. Era muy caro y sólo lo daban una o dos veces al mes, pero siempre en el mismo estanco y muy poca cantidad. Este tabaco era una picadura envasada en un paquete pequeño de papel que se llamó “cajetilla” y otra mayor con doble tamaño, llamado “paquetón”. Como en nuestra casa había tres cupones, nosotros procurábamos sacarles un poco de cada paquete para mezclarlo con “fueya de ablanal” (hojas de avellano), o de patata seca y llevarlo al pastor para poder catar estos animalitos que tanto nos valían.

La necesidad nos obligó a meternos a falsificadores de tabaco, en plena juventud ya había que ganarse la vida. Bien claro está que la necesidad, hasta en los niños agudiza la inteligencia.

Cuando no teníamos tabaco, decidíamos llevarle vino, ya que en aquel tiempo se podía tener para los trabajadores un “pellellín” (pellejo) de vino en casa, y cuando podíamos, lo llevábamos al pastor, que también lo consideraba un manjar y nos dejaba catar.

El primer día le llevamos sólo vino para ver si le gustaba. Nos fijamos con detalle cuando lo tomaba y, al verle con tanta afición, pensamos que para lo sucesivo con un poco de agua le gustaría también. Así que preparamos una medida para calcular el agua para bautizar el vino sin que perdiera el sabor y así gastar menos vino. Nuestra conciencia nos decía que un poco de agua era necesaria para el cuerpo y a él no le haría ningún daño.

 

En épocas de mal tiempo, cuando no se podía trabajar en el campo, nos dedicábamos a cuidar el ganado en los pastos de montaña, segar y recoger el "estru". Era en este tiempo cuando aprovechábamos para entrenar al salto hípico. Cogíamos los caballos salvajes que pastaban en el monte y los entrenábamos para saltar árgomas y malezas a la vez que nos entrenábamos para ser buenos jinetes. Desde siempre fue una bonita afición de los que vivimos en las montañas, el saber montar bien. Montábamos los caballos a pelo, no teníamos ni cabezal ni bocado, les poníamos una doble cuerda en la boca para poder dirigirles. La mayoría de los caballos eran muy bravos y salvajes y por eso teníamos algunas caídas. En una de ellas tuve la mala suerte de caer rodando monte abajo de tan mala postura que el codo de mi brazo derecho se puso del revés. El brazo doblaba para atrás en vez de para adelante y tenía unos dolores tan fuertes que me dejaron en el suelo hasta que éstos fueron aflojando un poco.

Por lo difícil que era el coger los caballos, aquel día no conseguimos coger más que uno para montar y, como sólo éramos mi hermano Constante y yo, decidimos montarle los dos a la vez. Emprendimos la marcha, nos desplazábamos a ordeñar las cabras. El territorio que teníamos que atravesar para llegar a donde estaba el rebaño era al norte del Pico Palacio, al otro lado de la montaña y en la falda de este. Montes muy pendientes y escabrosos y como el dominio no se puede ejercer montando dos personas a la vez, ya que los cuerpos se balancean indistintamente, no existía equilibrio posible, por eso sobrevino la caída. De haber podido coger otro caballo no habría sucedido nada, pues lo mismo mi hermano que yo éramos ya veteranos jinetes a pesar de ser tan jóvenes. Una vez en el suelo y fuera de combate tuvimos que esperar a que cesaran mis fuertes dolores y le dije a mi hermano:

– Quítame el cinto y cuélgamelo del cuello para sujetarme el brazo y poder continuar el camino a ordeñas las cabras. Era más fuerte el hambre que los mismos dolores de mi brazo al revés.

Esto era muy importante, nos alimentábamos de beber leche y conseguíamos unos cuantos botes que teníamos de hojalata bien lavados y preparados para llevarlos a una cabaña. Los cubríamos con una piedra lavada para evitar el polvo y las arañas. Era el repuesto que teníamos para otros días que no pudiéramos ir a ordeñar las cabras, porque se iban a pastizales lejanos, o por otros motivos. Estos botes los guardábamos en la “sotrabia” es el hueco que hay entre una pared y el techo de una cuadra o cabaña. Nosotros no disponíamos de ésta para poder ni siquiera resguardarnos de la lluvia. Estos botes de leche nos libraron de pasar mucha hambre, ya que era leche natural y de una calidad excelente. Esta leche depositada al fresco de las noches y en las montañas, cuando pasaban unos cuantos días tenía una nata por arriba que sabia a gloria, además de ser muy alimenticia. La nata era con la que hacían una mantequilla exquisita que con un poco de azúcar, si la había, y entre dos pedazos de pan era considerada un buen manjar.

El rebaño de ovejas y cabras lo cuidaba un hijo del dueño. Eran de un pueblo del concejo de Laviana. Este rebaño pastaba por diversos parajes de la zona: la Juécara, les Teyeres, la campa el Españeo, campa La Taza, los montes de encima del Meruxalín, los del Llabayu, en la campa Les Yanes, el famoso Pico Palacio y otros más. Muchas veces teníamos que hacer largos recorridos por diversos montes y pasar a otros valles para dar con el rebaño, pero nos resultaba rentable. Aquel día después del porrazo, con mi brazo colgado del cuello, decidimos continuar hacia el rebaño y conseguimos ordeñar las cabras y traer el repuesto de botes para la cabaña.

Usábamos los botes de las conservas, se les ponía un asa con remache para poder cogerlos. En aquel tiempo se aprovechaban las potas viejas y los calderos, cuando se rompía el fondo de alguna se les ponía otra base de hojalata o de zinc. Por los pueblos iban unos caldereros, que eran gallegos haciendo estos trabajos. También arreglaban los paraguas. Yo de bien pequeño comencé a fijarme como lo hacían y cuando aun tenía pocos años, también colocaba estos fondos, arreglaba potas, calderos, jarras y paraguas. Además de poner asas a los botes. Toda la vida se me dieron bien estas cosas. De esa forma creo que nació mi popularidad entre mi familia, decían: “hace lo que ve”. Escalaba paredes, subía árboles de cualquier altura a coger nidos de pega o glayo, y de cuervo. Cuando el árbol era muy difícil, colocaba el cinto en los pies para poder subir a vigas completamente lisas, por afición y deporte. Mi hermano Constante y yo nos poníamos a ver cual “esguilaba” más (esguilar, en bable, es trepar por un árbol, por un sitio malo o difícil agarrándose con las manos y con los pies).

Cierto es que los que nacimos y nos criamos en las montañas no sabíamos muchas matemáticas, pero sí sabíamos muchas cosas que la propia naturaleza nos enseña y que son muy importantes para la supervivencia del hombre, permitiéndonos crecer fuertes y sanos y desarrollando habilidades que eran importantes para subsistir en el medio en que nos movíamos.

En mi juventud éramos muy malos estudiantes, pero muy buenos trabajadores. A la escuela no íbamos más que el día que llovía. Tampoco le dábamos demasiada importancia, lo primero era trabajar y muchas veces  con prisa para poder marcharnos a las frutas por los valles, regueros y montañas, porque nos aliviaba el hambre que pasábamos.

Nos juntábamos varios niños. Íbamos a donde hubiera fruta: cerezas, manzanas, piescos, castañas, “ablanas”, lo que pudiéramos pillar para poder comer. Algunas veces hasta nos desplazábamos a zonas muy lejanas lloviendo o como fuera. Conocíamos donde se daban las primeras frutas de cada época. Caminábamos a velocidad, muchas veces con peligro porque subíamos a las copas de los árboles a coger las frutas y las cañas se rompían con nosotros colgados de ellas, desde alturas muy elevadas.

Aunque sufríamos algunos accidentes no cesábamos en nuestras marchas que en cada época del año era a diferentes lugares, según las frutas que hubiera en cada temporada. Algunas veces pillábamos fuertes mojaduras por lo mucho que llovía. Nuestras actuaciones eran parecidas a las de los monos, saltando de caña en caña sin reconocer el peligro. El hambre era más fuerte que nuestra prudencia, éramos duros y atrevidos, por eso desconocíamos el riesgo.

Tuve varias caídas, tres de éstas tan peligrosas que no sé cómo me salvé. Una de ellas fue muy cerca de casa. Subí a coger unas cerezas que estaban en el “picalín” del árbol, con una altura de unos diez metros. Yo, cansado de mirarlas y con tanta “fame”, decidí subir por ellas. Apenas las había probado, cuando siento que la caña sobre la que estaba encaramado se rompió. Me agarré a esta caña con todas mis fuerzas porque iba ser mi paracaídas. De no ser por ésta mi destino sería  estrellarme contra el suelo o contra la pared de piedra, pero ésta caña al bajar no cabía y se enganchó entre otras ramas más fuertes y yo permanecí colgado hasta que paró y me pude sujetar a las  ramas fuertes y luego bajar al suelo, a comer las cerezas que la caña rota había tirado al suelo. Cuando mis dos hermanos mayores, Daniel y Mino, llegaron y vieron lo sucedido pusieron las manos en la cabeza y después de la gran riña me dijeron que me había salvado de milagro. Y con las mismas se pusieron a comer conmigo las cerezas que tenía la caña que me salvó y que bien nos vinieron a los tres, pues gracias  a unas cerezas por aquí, unas manzanas por otro lado, el hambre se iba resolviendo. De no ser por esta caña habría impactado contra las piedras del camino o de la pared seguro que me quedaría como una torta, sin remedio y no podría escribir esta historia de hace 70 años.

El medio en el que nos criamos era de por sí ya un poco suicida, no teníamos miedo a los peligros ni a las distancias a las que muchas veces nos exponíamos.

El invierno era para nosotros muy penoso, aquellos intensos fríos y sin calefacción, con poca leña para el fuego, grandes lluvias, nevadas y heladas, nos privaban de los frutos que en primavera y verano teníamos. En el otoño, solo había castañas y pocas, porque todo el mundo las recogía como una de las cosechas importantes. Eran un gran alimento para el pueblo en general, y muy apreciadas. Estas nos libraban del hambre un tiempo limitado aunque no se podía comer más que la ración de cada uno, había que controlar el gasto para que duraran más tiempo. En cambio en la época de las manzanas o piescos, procurábamos tener reservas, hacíamos “maureras” entre la hierba, en las tenadas de las cuadras. Algunas veces pasábamos junto una cuadra y olíamos sobretodo las manzanas que, al madurar, se huelen a gran distancia y por esa razón algunas nos las robaban. Los había que empleaban su olfato para descubrirlas y cuando menos lo pensabas, sólo te encontrabas el sitio vacío. 

 

 

En el año 1948, cayó la “nevaona” fue famosa en todo el territorio por ser la mayor de las nevadas que conocían los nacidos. Así comentaban los antiguos. En mi pueblo de La Bobia, donde menos había era de un metro, en algunas partes había bastante más del metro. La casa de mis padres está situada al oeste del pueblo en medio de una gran vega muy vistosa y soleyera, a una distancia de unos trescientos metros de la casa de mis abuelos. Al amanecer con tal nevada, lo primero que hicimos fue quitar nieve para hacer camino hasta la cuadra para cebar el ganado y ordeñarlo. Para luego seguir quitando nieve hasta la fuente, que estaba a unos seiscientos metros de distancia aproximadamente. Para seguir después hasta la casa de mis abuelos que se encontraban solos. Aunque la cuadra estaba pegada a la casa y una vaca que tenían la podían cebar, estaban aislados y sin agua. Todos los días había que traerla desde la fuente. La transportábamos mi hermano Constante y yo, con varios calderos colgados de una pieza de madera que poníamos al hombro, tirando uno por cada extremo. De esta forma abastecíamos las dos casas del agua necesaria para el consumo y lavarse todos. Los que más gastaban eran los mineros que llegaban negros y llenos del polvo  del carbón. Tenían que bañarse en un barcal , en el cobertizo, el que lo tuviera, el resto a aire libre, lloviendo o con sol, para evitar mojar toda la casa.

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Aquel día de tanta nieve también trabajamos todos hasta que llegó la noche, momento en que  llegamos mi hermano Constante y yo a casa de nuestros abuelos. Fue un largo trayecto y de duro trabajo, pero después de paliar varias toneladas de nieve fuimos recibidos por los abuelos. Se pusieron muy contentos y nos dieron una buena merienda. Comimos un pedazo de tortilla de patata, un pedazo de tocino de lo blanco, una torta de las que mi abuela preparaba y unos traguitos de vino que mi abuelo nos dio; pues en nuestra casa no había nada de todo aquello y nos sabía a gloria. El tocino, a pesar de ser de lo blanco, lo comíamos con las mismas ganas que si fuera un manjar. No conocíamos el jamón ni el tocino entrevenado hasta que más tarde mejoraron las economías familiares y ya se podía criar un cerdo en la casa

Al terminar de merendar y sabiendo que mi abuelo tenía poca leña para el fuego, le pregunté si sabía dónde había algo de madera al que pudiéramos ir con tanta nieve. Dijo:

-Sí que hay una castañalona junto a la chimenea en mina de la Julia en los Collainos, pero allí no podéis llegar con tanta nieve, aparte de que puede ser peligroso para ti y para tu hermano. Este paraje está situado al sur de nuestro pueblo, y al otro lado de la montaña dando vista a Santa Bárbara. La distancia es de unos 1500 metros, pero el camino es muy malo, estrecho, entre dos paredes, con muchas pozas en su suelo y con mucho barro. Así como las subidas y bajadas, que también son muy pendientes, además de esta terrible nevada.

-Ya es difícil arrastrar la madera en tiempo seco por esos lugares tan malos, con tanta nieve no lo conseguiréis dijo mi abuelo. Seguíamos analizando las posibilidades pero él decía que no podía ser.

-La pared del camino no se ve porque todo está tapado y podéis saliros de éste y perderos por debajo de la nieve en ese abismo con tanta pendiente y de largo recorrido. Si por desgracia os deslizáis por debajo sería imposible el encontrar una persona, hasta que no se marche la nevada por lo accidentado del terreno y la inmensa longitud de la montaña.

Después de estudiar los posibles peligros, le dije al abuelo:

-Vamos a ir a buscar esa madera, lo más importante es saber los peligros que nos acechan, y como los sabemos, procuraremos evitarlos. Por ejemplo para no perdernos en el abismo, vamos a ir atados con una soga por la cintura, una para mi hermano, y otra para mí. Esta soga la ataremos a la castañal y si resbalamos quedaremos atados ella. Procuraremos sondear para saber dónde están las paredes para poder guiarnos, y circular por el camino. Sobre todo en los lugares que bien conocemos como más peligrosos. Llevaremos dos palas para quitar la nieve que nos moleste al caminar. Llevará muchas horas pero conseguiremos traerla, no lo dudes, yo no tengo ningún miedo. Tranquilo que no  pasa nada abuelo.

-Sí, pero para bajarla desde la Julia al camino es monte raso, si uno se desliza no aparece ni en quince días. Ese lugar es lo más peligroso, dijo el abuelo. Si por desgracia se marcha uno por debajo de esa cantidad de nieve, puede bajar hasta el final de la montaña y tiene más de un kilometro, es imposible.

-En efecto le dije, claro que lo es, por eso llevaremos las sogas, allí bajaremos atados a los arbustos que alguno hay a medida que vayamos avanzando con ella hasta llegar al camino. De esa forma evitaremos echar a rodar. Será lo mejor para bajarla. Y si uno se marcha no se aleja más que la longitud de la soga, te coges a ella y vas subiendo de nuevo a tu posición. Si Constante me acompaña mañana, al medio día saldremos  a por ella, creo que para la noche podremos regresar. En caso de que llegue la noche o nos cansáramos por demasiadas horas, lo dejaríamos para el día siguiente.

Mi hermano dijo que sí, que el también quería ir, mañana saldremos al medio día y lo conseguiremos.

Intervino nuestra abuela, que hasta ese momento nos escuchaba sin decir palabra, y le dijo a mi abuelo:

-Paisano, no se te ocurrirá dejarles ir, eso es muy peligroso, les puede pasar algo.

Mi abuelo que había analizado mis planes le dijo:

-Sí que lo van a conseguir, Arsenio lo planeó muy bien, yo no lo hubiera hecho mejor. Si lo hacen como dice, no les pasará nada, pero es indispensable cumplir con lo que dice hacer. Porque sin las sogas, las palas y el hacho, sería muy peligroso.

-No sé qué cuentas te vas a echar si pasa algo, dijo, la abuela.

-Ya está decido le contestó, estos dos son fuertes como robles para su edad y todavía no hay en todo el contorno mayores quien les gane. Así que si ellos lo deciden que así sea.

Mi abuelo se levantó de su aposento, me puso la mano en el hombro y dijo: 

-Arsenio, eres invencible, ten mucho cuidado con tu  hermano y contigo mismo y os  saldrá bien.

Era medio día cuando ya preparados para partir le dije a mi abuelo:

-Tranquilo abuelo, que no pasa nada. Si nos oscurece y no estamos muy cansados, igual bregamos también por la noche.

Cuando nos alejábamos me llamó y me dijo:

– No te olvides de lo peligroso de la nieve. Ten mucho cuidado. Le saludé con mi brazo en alto y seguimos caminando. No dejaron de mirarnos hasta que nos perdieron de vista, a medida que nos alejábamos hacia la montaña, que nos iba separando de ellos. Mi abuela también se quedó a su lado viendo como bregábamos en la gran nevada.

Continuará en el siguiente artículo

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