En aquel tiempo no había más industria que la mina y, dado que el sueldo que se ganaba era poco para mantener el gasto de la casa, había que producir y trabajar en el campo y en la cría de ganado. Un trabajo que nunca se terminaba, no había descanso ni en los domingos.
Además el trabajo de la mina era muy penoso, picando carbón a regadera, una “pica” delgada punteada por las dos partes, más ligera que el pico normal, pero era un trabajo cansado y peligroso ya que el carbón está como una roca de duro y al picarlo salen hasta chispas. Estas chispas son muy peligrosas para los ojos pero también lo son porque pueden producir una explosión de “grisú”. Aparte, tenían el peligro del candil que les alumbraba, una lámpara muy rústica y sin medidas de seguridad que evitasen que se inflamara el grisú. Estas lámparas tardaron varios años en ser perfeccionadas para que detectaran el grisú sin peligro, sabiendo manejarlas, claro.
Este mortal gas, cuando está presente aunque sea en una cantidad pequeña, se inflama con un simple chispazo y la explosión puede ser tan enorme que puede hundir las galerías de la mina. Estos accidentes ocurrían con frecuencia y en algunas minas murieron quemados y sepultados cientos de hombres, el relevo entero. Tan peligroso es que, en el momento de una explosión, puede explotar hasta tres veces seguidas. Después de una de éstas allí no queda vida ninguna, sólo maleza, gases y desolación.
No había medios para defenderse de este gas, no había energía eléctrica, ni forma de ventilar las minas más que con ramas de árbol o la chaqueta del minero. Así que las explosiones surgían cuando menos lo esperaban. En aquellos tiempos las minas sólo eran de montaña, no había pozos porque tampoco había energía eléctrica ni maquinas de extracción.
A mi abuelo le sorprendió una de estas explosiones. Por fortuna sólo sufrió ligeras quemaduras en las manos y en parte de la cara. Fue una pequeña cantidad de grisú. A pesar de ventilar con su chaqueta y unas ramas largo tiempo, cuando se puso a picar en un coladero al poco tiempo salió el grisú de la capa.de carbón. Aunque algunas veces lo sientes, porque emite un ruido como el de las culebras, otras veces no te enteras hasta que explota y mata lo que haya allí. El “coladero” es como una pequeña chimenea, en medio de una rampa, un “fondo de saco”. La única forma de eliminar el grisú es con ventilación permanente mediante un potente difusor y con tubería desde la parte ventilada de la mina hasta el mismo testero del fondo de saco.
Mi abuelo no padeció silicosis pero sufrió un accidente con el hachu en su rodilla derecha y le quedó sin el juego de ésta y cojo para siempre. Trabajaba en las minas del Meruxalín, situado al norte del pico Palacio, dando vista al Concejo de Laviana. Tenía que subir desde La Bobia a estas montañas y bajar desde la Campa La Taza hasta el Meruxalin, con una pendiente que, al mínimo despiste, te marchas a rodar y te matas sin remedio, eso estando seco, si hay nieve el peligro se multiplica.
Situación de la mina del Meruxalín, al otro lado de la montaña
Esta cordillera nace en el Pontón Sotrondio a 206 m. de altitud
Esta cadena de montañas, pasa por el pico Violiu, pico La Colla, atraviesa por la Muezca de La Bobia (600 m.) hasta la campa Les Formigues, campa Xumperia, Xierru Laurfal, pico Llavayu (850 m.) y va a enlazar con el cordal que va hasta el pico Tres Concejos (1250 m.) y La Collaona (850 m.), cerca Cabañaquinta. En esta cadena de montañas hay una bonita ruta para caminar que muchas veces la atravesamos por afición a la montaña. Nace en La Corcia, en el concejo de Laviana, y sube por La Juecora, picu Rosellón (750 m.) la campa de éste (710 m.), Picu Secadielles o campa Los Árboles (800 m.), La Peña El Cuervu (999.m), pico La Sereal (981 m.) y su campa, El Tretu. Desde ésta se puede tomar una pista que llega hasta el alto de La Colladiella de Santa Bárbara (848 m.), donde está el Monumento al Mineru, dominando el valle de Turon.
Esta cordillera desde La Bobia hasta el Meruxalín, es la que todos los días tenía que atravesar mi abuelo de noche, hora y media para ir y otro tanto para regresar. En el invierno, con fuertes nevadas, tormentas, lluvias y heladas y en el verano, con mucho calor. La mina donde trabajaba estaba situada al otro lado de la montaña que se ve en la imagen. Le llevaba mucho tiempo recorrer esa pendiente tan pronunciada, como sería esta parte del monte que hasta las ovejas se despeñaban.
Tenía que entrar al trabajo a las seis de la mañana, así que se levantaba a las cuatro y, como no había reloj, era el canto del gallo el que lo despertaba. El gallo normalmente canta alrededor de las cuatro de la madrugada pero si es temporero, al cambio del tiempo cantan a las doce de la noche y como no sabía si era la hora o no, se levantaba y cuando llegaba a la mina aún no había nadie, atizaba el fuego en la chabola y a esperar que llegara la hora y el resto de los mineros.
Además del pesado camino y del duro trabajo en la mina, debería pelear con el maldito “grisú”, por lo peligroso que es.
Mi abuelo fue un hombre polifacético, se le daban bien casi todas las cosas de aquella época, cultivaba maíz, centeno, patatas, cebollas, verduras y tabaco para su gasto. Tenía una pequeña plantación calculada para el consumo del año. Lo secaba y lo picaba. Fumaba en pipa y el olor de éste dejaba a uno fuera de combate. Tenía un sabor fortísimo, yo no sé la causa, quizá fuera porque no sabía elaborarlo o por su clase. Desde luego, el que no estaba habituado a este tabaco, si se fumaba un pitillo se cogía una borrachera enorme que le hacía hasta vomitar. Tan fuerte era ese tabaco que hacía daño a jóvenes y mayores. Nadie más que mi abuelo se atrevió a fumarlo. En aquel tiempo, para hacer los pitillos se envolvían en una hoja de maíz seca. Casi todos los jóvenes del pueblo lo probamos y a todos nos tumbó. A unos les hacía más daño que a otros pero, en todo caso, a todos nos hacía mucho daño hasta vomitar por lo malo que era.
También dejó su sello al ser el primer vecino de mi aldea y también de las aldeas de alrededor en tener un retrete.
En aquel tiempo no conocíamos el WC por nuestra zona. Las necesidades fisiológicas se hacían en la cuadra del ganado. Fue mi abuelo quien hizo el primero que conocimos, allá por el año 1900.
En su finca de La Bobia, cerca de la casa, construyó con piedra, cal y arena un círculo para poder sentarse, con un agujero en el centro, además de una base para apoyar las piernas y poder estar cómodo. Le construyó una chabola de cebatu de varas de castaño, revocadas con barro y boñica de las vacas, ya que todo esto junto hace un sólido cuerpo más resistente que el barro solo. Le puso un buen techo de llábanas (piedras planas) que hacían el servicio de las tejas, una puerta también de cebatu y revocada para evitar ser vista desde fuera. Le puso una tubería hasta el pozo que cavó en el prado, un caldero para el agua y asunto resuelto.
Desconozco si pudo haber alguno más en otras zonas lejanas, pero en la nuestra no se conocía otro retrete ni de una forma ni de otra, hasta que llegaron los comerciales de loza, muchos años mas tarde. Estos empezaron a llegar a nuestro pueblo en el año 1954, el mismo año en el que yo perdí las manos.
En algunos escritos se dice que los primeros vestigios de la existencia del WC son de hace casi 3000 años, bajo el reinado del rey Minos de Creta, en cambio otros sitúan al primer retrete en Pakistan y lo fechan en una época muy anterior, 2500 años a.c. Luego llegaron los romanos y los mejoraron. Pero eran retretes públicos o para los palacios de los ricos. Un poeta inglés, sir John Harington, diseñó para la reina, en 1597, un retrete parecido a los actuales y cien años más tarde se perfeccionó el sistema de cisterna. Pero no fue hasta mediados del siglo XIX que la Salud Pública inglesa obligó a instalar en todas las casas que se construyeran un servicio de inodoro. Hacia 1890 ya se había extendido a toda Europa.
O sea, que hace poco más de dos siglos que las cloacas sirven a domicilios privados, hasta entonces la gente común hacía sus necesidades en un orinal que vaciaba en la calle al grito de ¡agua va! La gente del campo tenía para sus necesidades la cuadra del ganado, así que el retrete tardó mucho tiempo en ser valorado y comercializado entre los campesinos. Así que mi abuelo fue un adelantado a su tiempo también en el uso del excusado.
…/…
Los abuelos estaban desesperados, por tanto tiempo transcurrido pero al fin nos vieron. Estábamos a una distancia que sólo se veía el bulto pero sí oir. Nuestro abuelo supuso que seríamos nosotros porque con aquella nevada y de esa parte nadie iba circular y nos llamó. Le contesté diciéndole:
– ¡Ya llegamos, abuelo, tranquilo!
Lo primero que nos dijo fue:
– ¿Estáis bien?
– Sí que estamos bien y con la castañal a nuestro lado.
– Dejadla para mañana, ya fue bastante por hoy.
– Para lo poco que queda terminaremos de llevarla a su sitio, le dije.
Preguntamos si había llegado nuestro padre.
– No ha llegado todavía, estará al llegar dijo.
Mi padre ya nos había oído desde el camino que venía de la otra parte de la montaña, a poca distancia. Nos escuchó y nos dijo que ya estaba cerca.
Para poder comunicarnos a esa distancia había que hablar fuerte y en el silencio de la noche la voz camina mucho más que por el día. Lo mismo se hacía para hablar de una casa a la otra y por eso nos pudo oír. Nuestro padre se acercaba por el oeste y nosotros por el lado contrario, el este, pero con la diferencia de que nuestra casa estaba justo en el medio de esta distancia y mi padre seguía a casa y nosotros a la de nuestros abuelos. Quedaba ya poco camino y conseguimos llegar con nuestro trofeo que fue un reto para los dos.
De no haberlo conseguido en ese día perdería mérito para nosotros. Así de duros éramos los bravos niños de aquel tiempo que, a pesar de nuestra corta edad, no temíamos ni a la nevada, ni a la noche, ni a las alimañas que había. Los lobos no estarían muy lejos. Los berridos del zorro, el ave quejona o la curuxa se oían con mucha frecuencia y había gente que sentía miedo. Nosotros los escuchábamos con toda la atención por las noches y desde la cama o desde donde estuviéramos porque nos gustaba oírlos, pero sin miedo, ya que todo eso nace de la costumbre de convivir en las montañas con las alimañas a nuestro alrededor, ya fuera invierno o verano, siempre las reconocíamos.
Hace unos cuantos años ya que no siento esas alimañas y cuando las recuerdo las echo de menos, ya que no me olvido de mi juventud en las montañas donde nací y me crie.
Aquella noche, como muchas otras, cenamos con los abuelos mientras nos contaban lo mal que lo habían pasado. Eran más de las once de la noche y ya había oscurecido a las seis. Aunque sólo habían transcurrido unas horas, para ellos fue como un siglo. El abuelo nos pasó revista, quería saber si estábamos bien para su tranquilidad, nos quería tanto como nosotros a él, era cariñoso, le gustaba que lo pasáramos lo mejor posible.
Quiso saber con todo detalle los inconvenientes y las peripecias que habíamos pasado. Le contamos todo y una de las cosas que más le impresionó fue cuando le contamos la primera prueba para saber la cantidad de nieve que había. Le conté que me había tragado la nieve y me había quedado enterrado.
– ¿Cuánto tiempo estuviste bajo la nieve? ¿Cómo saliste y cómo lo pasaste?–me preguntaba casi emocionado.
Tuve que contárselo todo. Le dije que había sido la soga y la fuerza de mi hermano lo que me había salvado.
El gran problema en un caso como este de quedarte enterrado bajo tanta nieve, es el orientarte para salir. Puedes perderte y en poco tiempo te asfixias, pero no en mi caso que estaba atado a la soga y esta me ayudo junto con la fuerza de mi hermano Constante, que era bravo y ágil como un rayo.
Mi gran hermano Constante que siempre va en mi memoria, fue un hombre duro y fuerte, un gran trabajador, hombre valiente y luchador sin igual para su corta edad. Toda la vida estuvimos muy unidos. Además de hermanos éramos amigos inseparables, sin su ayuda es posible que no hubiera conseguido salir de allí. A pesar de ser dos años más joven que yo, se defendía igual, hacía las cosas con arte de mayor, tiraba y bregaba con mucha fuerza, era muy voluntarioso, un pura sangre, fue una gran pena que se haya marchado tan joven y lleno de vida. Su pérdida nos dejó destrozada a toda la familia.
Después de tanta lucha llegó la hora de la cena que fue a base de tocino crudo, sopas de ajo, unos traguinos de vino y tortas de harina de maíz con un poco de centeno. Estas tortas que hacía nuestra abuela sabían como un manjar, nadie en aquel contorno las preparaba mejor que ella. Éstas, el potaje con verduras y la tortilla que también se le daba muy bien. Era una gran cocinera; mujer de pocas bujías, todo lo hacía muy despacio; pero muy trabajadora en la casa. Hacía manteca y buenes “fayueles” por carnaval. El vino que mi abuelo tenía era excelente, vino de Toro con Tierra de León, que él ya podía permitirse el lujo de tener su “pelleyu” de vino en casa. Pocos podían permitirse esto, porque era sólo para gente que se manejara bien. El resto ni soñarlo, por la época de escasez que se vivía durante la posguerra.
Mientras comíamos nuestro abuelo le dijo a la abuela:
– Trae más tortas y más tocino, si trabajaron como chinos también tienen que comer o ¿crees que son gallinas? Estos dos son como el acero de duros, ni pasado el río habrá otros igual. Son trabajadores de marca y hay que atenderles como se merecen.
Nuestra abuela, que le escuchaba, dijo:
– ¡Me cago en infierno, paisano! Primero casi lus revientis trabayando y ahora quieris reventalus comiendo.
– Estos dos comen lo que les deas, deja que se fartuquen que bien lo merecen, no les pasa nada por comer.
Los abuelos nos daban con mucha frecuencia de comer, se manejaban mejor que el resto de la familia, tenían mejor economía pues eran sólo dos y cobraban la paga por su retiro. Cosechaban trigo, centeno, maíz, patatas verduras y también tenían una vaca, la Pastora, para la producción de leche. Mi abuelo la tenía tan mimada que se iba a donde él se fuera, como si de un perrito se tratara, hasta intentaba entrar con él a la casa. El abuelo era una persona excelente. La abuela era muy católica, iba rezando siempre por los caminos o por donde fuera, pero era menos generosa que el abuelo. Algunas veces le decía, hay que darles de comer a los niños, o crees que se mantienen del aire, eres muy apurada, (poco generosa) ¡que fácilmente te olvidas de lo mucho que nos ayudan! Son trabajadores y listos como rayos. Son tan nietos nuestros como el que más y precisamente son los únicos que nos ayudan. Debes tratarlos mejor. ¿Quién nos trae leña y el agua de lejos? Llevan nuestro ganado con el de ellos a pastar y lo cuidan, nos ayudan en todo lo que pueden, son dignos de apreciar y tú no te preocupas de ellos.
Así de claro reconocía nuestro abuelo las cosas, siempre valorándolas por su propio mérito. Hombre honrado y con muy buen corazón. Bien claro se veía que le daba pena de nosotros, por el hambre que pasábamos y por la forma de tratarnos de nuestra abuela, muchas veces con brusquedad, sin darse cuenta de lo mal que lo pasábamos.
El abuelo era cariñoso, generoso, muy espléndido y comprensivo. Era muy culto, fue uno de los más ilustres de su época en nuestra zona. Estaba muy preparado, su afición además del trabajo, era leer mucho. Sabía de todo, tenía fama de ser muy inteligente. Nos enseñaba a comportarnos, cómo había que estudiar, a ser educados y respetar a los demás, y cómo se trabajaba. Nos contaba historias de los antiguos cuando estábamos caleciendo en el fuego por el invierno. El fuego lo atizaban en el suelo encima de las “llábanas” unas piedras planas que se ponían como baldosa en el suelo de la casa. Para dar salida al humo hay una gran chimenea estratégicamente colocada en la esquina de la casa, destinada a este menester, y que aún se conserva como estaba.
La chimenea comienza a una altura de dos metros aproximadamente, donde se colocado el “Sardu ” una base de “cebatu” construido de varas de castaño. Lo utilizaban para varias cosas, curar las castañas encima, colgar el tocino y los chorizos a curar y les “calamiyeres” para enganchar el pote y cocinar en mayor cantidad, también para calentar el agua para bañarse. Este fuego, además de calentar el gran pote fue donde se cocinó toda la vida. También hacían las comidas, cuando era poca cantidad, encima de unas “trébedes”. La leña para atizar la buscaban por bosques y montes y se transportaba al hombro, al “llombu” como lo llamamos en bable. Se preparaban unas cargas atadas con una cuerda para poder manejarlas con más facilidad. Aunque más tarde ya tuvieron cocina de carbón, el fuego en el suelo nunca se dejó de atizar por el invierno ya que era la única calefacción que había.
Aun conservamos toda la casa como ellos la dejaron. Las paredes fueron construidas de piedra y barro amasado, los tabiques se hacían con ladrillo cocido de barro macizo, y se colocaban con pasta de arena de río y cal, porque no había cemento. También se blanqueaba con cal. La casa de mis abuelos fue construida en el año 1.905, mi padre nació en esa casa.
Mientras comíamos, al lado del fuego, mi abuelo nos decía:
– Esta nevada es muy mala, va a tardar mucho tiempo en marcharse y es de temer que vuelva a caer otra nevada. Tenemos poca leña para atizar, no sé cómo lo pasaremos con tanto frío.
– ¿Por qué lo sabes, abuelo, le pregunte?
– Por las “chovas” que llevan por aquí varios días y no se marchan, estas son las que anuncian las nevadas, es la señal para saber que va haber un mal invierno, decía con seguridad.
Así fue. No se equivocó. Aquel invierno fue uno de los más crudos de la época, aunque en aquel tiempo, todos eran muy malos. Caían fuertes nevadas, muchas heladas, se veían colgando de los techos de las casas los carámbanos de hielo largo tiempo y los fríos eran mucho más duros que hoy. Nunca más hubo una nevada tan grande y que durase tanto tiempo hasta el día de hoy.
…/…
La lucha contra tanta nieve y contra la pendiente de la montaña fue muy dura. Teníamos que ir sondeando el terreno para evitar el peligro. Tardamos varias horas en llegar al punto de destino. Cada poco nos encontrábamos con lugares donde la nieve acumulada por el aire era tan elevada que no podíamos circular. En uno de mis intentos por saber la profundidad de ésta, me quedé enterrado. Al perderme de vista, mi hermano se puso muy nervioso, no sabía dónde estaba y me llamaba.
– ¿Dónde estás, Arsenio, te pasó algo?
Después de poder respirar y de tranquilizarme un poco le puede decir que tirara de la soga. Comenzó a tirar con todas sus fuerzas y logré salir. Menos mal que antes de explorar aquella pila de nieve le dije que cogiera mi soga por el extremo, por si me tragara la nieve y tuviera que ayudarme a salir. Así lo hizo, con nervios, pero conseguimos saber la profundidad de la nieve, y ya no volveríamos a penetrar en tanta masa por lo peligroso que podía ser. Decidimos quitarla con nuestras palas, aunque nos llevaría mucho más tiempo, era más seguro.
Cuando estábamos paliando con toda gracia, se rompió el mango de una de nuestras palas. Por un momento tuve que dejar solo a mi hermano. Se quedó trabajando mientras yo retrocedía a buscar otra. Cuando regresé ya estaba mi hermano sudando por el esfuerzo del trabajo y sin frío a pesar de la helada encima de la nieve. Seguimos trabajando para dejar paso y regresar con la histórica “castañalona”. Esto nunca iba ser olvidado por la familia y, sobre todo, por nuestro abuelo que lo había considerado una gran hazaña, como él lo llamo. Con cierta frecuencia lo recordaba.
Luchando y con grandes gotas de sudor llegamos a la chimenea de La Julia. No sabíamos ciertamente donde se encontraba la castañal, el monte era raso, todo parecía igual, con aquel blanco manto que lo cubría. Comenzamos uno por cada lado a sondear con una madera. No tardamos mucho en encontrar el árbol. Comenzamos de nuevo a paliar nieve hasta descubrirlo para dejar libre unos metros más de camino y poder arrancarla de su lecho. Después de dar este quite a la nieve, nos sentamos a descansar encima de éste, a la vez que chupábamos nieve para apagar la sed. Allí no teníamos agua pero la nieve nos sirvió para saciar la sed y también para sofocar el calor que nos produjo el bregar entre aquella nevada ya que teníamos que palearla con fuerza porque sabíamos que en una sola tarde iba ser muy difícil regresar con este pesado árbol, pero la recompensa sería que daría leña para atizar el fuego unos cuantos días a nuestros abuelos, a los que tanto apreciábamos.
El árbol se encontraba a unos veinte metros de distancia de la chimenea. Lástima fue que no estuviera a lado de ésta, pues nos hubiera evitado un gran trabajo. En las chimeneas de las minas que salen a las praderas o montes para ventilar estas, sale un aire caliente con un grado de humedad en forma de vapor, que parece humo. Es muy curioso, este aire sale caliente, en el invierno y frío en el verano. Estas corrientes circulan por el interior de las minas de montaña, unas veces sale y otras entra, según la presión atmosférica. Esto lo teníamos muy en cuenta los mineros, si el aire tira arriba, no se podía dar fuego en la parte más baja de la mina, ya que el humo, al invadir la parte de arriba, asfixiaría a la gente que allí trabajaban. En algunos lugares estas corrientes casi no se notan, en otros son tan fuertes que casi dejan sin vista por el polvo que levantan. Cuando esta corriente es pequeña, para saber en que dirección circula el aire, dábamos una palmada en nuestra ropa saber hacia dónde se desplazaba el polvo.
Alrededor de estas chimeneas, en un círculo de unos ocho metros no cuaja la nieve por ese calor que viene del interior de la tierra y que nosotros, ya desde niños, aprovechábamos para librarnos del frío cuando cuidábamos nuestro ganado. En el invierno procurábamos cobijarnos en estos lugares que aun hay por nuestra zona y que respiran a través de los minados que permanecen sin hundirse por tratarse de zona de roca.
Preparamos aquel árbol cortándole las ramas que tenía para poder arrastrarlo. Le clavamos las clavijas, atamos las sogas una para cada uno, y cuando ya todo estaba preparado la miramos y por un momento dudamos si podríamos moverla. Le dije a mi hermano:
– Puede ser que tengamos que quitar más nieve. Si no podemos llegar hoy, mañana durante el día lo conseguiremos, porque a casa ha de llegar.
Nos aparejamos como si fuéramos dos machos de la tira y decidimos salir.
Adelante, compañero, le dije, y conseguimos arrancarla del sitio, que era lo más difícil ya que podía tener una de sus gruesas ramas espetada en la tierra.
Echamos toda la tarde tirando por ella, y quitando nieve que, con frecuencia se acumulaba delante y no podíamos con tanto peso, había que limpiarlo para poder arrastrarla. Ya estaba cayendo la noche y aun estábamos muy lejos. En uno de nuestros descansos, comenté a mi hermano que lo peor sería si no llegáramos a casa para las once de la noche, que es cuando nuestro padre venía de trabajar. Si no llegamos saldrá en nuestra búsqueda, con lo malo que está para transitar por esa montaña que tiene que atravesar y lo cansado que vendrá después de su jornada de trabajo. Llegará agotado y si encima del susto tiene que salir a buscarnos, terminará reventado y eso no puede ocurrir. Debemos calcular la hora para llegar a casa antes de las once y evitarle tanta molestia a nuestro padre.
El problema era saber la hora que era, porque de noche nunca pudimos saberla. En cambio de día sí la sabíamos por el sol y los árboles, que nos servían de referencia. Aunque no siempre es igual, pues en el verano es un árbol y en el invierno otro por la diferencia de la altura del sol.
Seguimos luchando con el árbol que en algunos sitios no cabía por el estrecho camino. Hasta nos picaban los ojos por las gotas de sudor que, al no tener pañuelo, lo limpiábamos con la nieve.
Los dos estábamos muy nerviosos por el miedo de llegar tarde, pero tampoco queríamos dejarlo. Procuramos apurar al máximo y tuvimos suerte, como si supiéramos la hora, ya que llegamos sólo unos minutos antes que nuestro padre.
Continuará en el siguiente artículo
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