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Bable

En épocas de mal tiempo, cuando no se podía trabajar en el campo, nos dedicábamos a cuidar el ganado en los pastos de montaña, segar y recoger el "estru". Era en este tiempo cuando aprovechábamos para entrenar al salto hípico. Cogíamos los caballos salvajes que pastaban en el monte y los entrenábamos para saltar árgomas y malezas a la vez que nos entrenábamos para ser buenos jinetes. Desde siempre fue una bonita afición de los que vivimos en las montañas, el saber montar bien. Montábamos los caballos a pelo, no teníamos ni cabezal ni bocado, les poníamos una doble cuerda en la boca para poder dirigirles. La mayoría de los caballos eran muy bravos y salvajes y por eso teníamos algunas caídas. En una de ellas tuve la mala suerte de caer rodando monte abajo de tan mala postura que el codo de mi brazo derecho se puso del revés. El brazo doblaba para atrás en vez de para adelante y tenía unos dolores tan fuertes que me dejaron en el suelo hasta que éstos fueron aflojando un poco.

Por lo difícil que era el coger los caballos, aquel día no conseguimos coger más que uno para montar y, como sólo éramos mi hermano Constante y yo, decidimos montarle los dos a la vez. Emprendimos la marcha, nos desplazábamos a ordeñar las cabras. El territorio que teníamos que atravesar para llegar a donde estaba el rebaño era al norte del Pico Palacio, al otro lado de la montaña y en la falda de este. Montes muy pendientes y escabrosos y como el dominio no se puede ejercer montando dos personas a la vez, ya que los cuerpos se balancean indistintamente, no existía equilibrio posible, por eso sobrevino la caída. De haber podido coger otro caballo no habría sucedido nada, pues lo mismo mi hermano que yo éramos ya veteranos jinetes a pesar de ser tan jóvenes. Una vez en el suelo y fuera de combate tuvimos que esperar a que cesaran mis fuertes dolores y le dije a mi hermano:

– Quítame el cinto y cuélgamelo del cuello para sujetarme el brazo y poder continuar el camino a ordeñas las cabras. Era más fuerte el hambre que los mismos dolores de mi brazo al revés.

Esto era muy importante, nos alimentábamos de beber leche y conseguíamos unos cuantos botes que teníamos de hojalata bien lavados y preparados para llevarlos a una cabaña. Los cubríamos con una piedra lavada para evitar el polvo y las arañas. Era el repuesto que teníamos para otros días que no pudiéramos ir a ordeñar las cabras, porque se iban a pastizales lejanos, o por otros motivos. Estos botes los guardábamos en la “sotrabia” es el hueco que hay entre una pared y el techo de una cuadra o cabaña. Nosotros no disponíamos de ésta para poder ni siquiera resguardarnos de la lluvia. Estos botes de leche nos libraron de pasar mucha hambre, ya que era leche natural y de una calidad excelente. Esta leche depositada al fresco de las noches y en las montañas, cuando pasaban unos cuantos días tenía una nata por arriba que sabia a gloria, además de ser muy alimenticia. La nata era con la que hacían una mantequilla exquisita que con un poco de azúcar, si la había, y entre dos pedazos de pan era considerada un buen manjar.

El rebaño de ovejas y cabras lo cuidaba un hijo del dueño. Eran de un pueblo del concejo de Laviana. Este rebaño pastaba por diversos parajes de la zona: la Juécara, les Teyeres, la campa el Españeo, campa La Taza, los montes de encima del Meruxalín, los del Llabayu, en la campa Les Yanes, el famoso Pico Palacio y otros más. Muchas veces teníamos que hacer largos recorridos por diversos montes y pasar a otros valles para dar con el rebaño, pero nos resultaba rentable. Aquel día después del porrazo, con mi brazo colgado del cuello, decidimos continuar hacia el rebaño y conseguimos ordeñar las cabras y traer el repuesto de botes para la cabaña.

Usábamos los botes de las conservas, se les ponía un asa con remache para poder cogerlos. En aquel tiempo se aprovechaban las potas viejas y los calderos, cuando se rompía el fondo de alguna se les ponía otra base de hojalata o de zinc. Por los pueblos iban unos caldereros, que eran gallegos haciendo estos trabajos. También arreglaban los paraguas. Yo de bien pequeño comencé a fijarme como lo hacían y cuando aun tenía pocos años, también colocaba estos fondos, arreglaba potas, calderos, jarras y paraguas. Además de poner asas a los botes. Toda la vida se me dieron bien estas cosas. De esa forma creo que nació mi popularidad entre mi familia, decían: “hace lo que ve”. Escalaba paredes, subía árboles de cualquier altura a coger nidos de pega o glayo, y de cuervo. Cuando el árbol era muy difícil, colocaba el cinto en los pies para poder subir a vigas completamente lisas, por afición y deporte. Mi hermano Constante y yo nos poníamos a ver cual “esguilaba” más (esguilar, en bable, es trepar por un árbol, por un sitio malo o difícil agarrándose con las manos y con los pies).

Cierto es que los que nacimos y nos criamos en las montañas no sabíamos muchas matemáticas, pero sí sabíamos muchas cosas que la propia naturaleza nos enseña y que son muy importantes para la supervivencia del hombre, permitiéndonos crecer fuertes y sanos y desarrollando habilidades que eran importantes para subsistir en el medio en que nos movíamos.

En aquel tiempo las cuencas mineras fueron las que más hambre pasaron, debido a que los recursos del campo eran muy escasos. Se producía poco para el consumo y había que traer mercancías de la marina y de Castilla, motivo este más que suficiente para que naciera el llamado “estraperlo”. 

Los estraperlistas pasaban las mercancías a través de las montañas, por lugares desiertos evitando a las autoridades. Aquellos explotadores no sólo ponían el precio que les venía en gana, sino que además adulteraban los productos que, algunas veces, no se podían comer por los sabores tan raros y amargos que tenían. Ni siquiera se podía saber qué materias incorporaban a lo que iba a ser nuestra comida, además de muy cocosas, con un gusano en el agujero, las lentejas, alubias, garbanzos y otros cereales que ni conocíamos por venir del extranjero.

Harto el pueblo de todos estos mecaderes, pensaron que lo mejor sería que las amas de casa en grupos de diez o doce, se desplazaran a comprar a zonas de la marina, para adquirir los productos directamente del agricultor, a mejor precio y productos sanos de nuestra región. Esto tampoco resultó, pues se encontraron con un grave inconveniente: que en algunas zonas existían unos controles en los que les arrebataban las mercancías, obligándolas a volver a sus casas con las manos vacías y sin dinero. En una de estas ocasiones cuando les quitaron el suministro, mi madre se desmayó y como tardaba en recordar, llegaron a temer por su vida. Las compañeras llorando les pidieron por favor que aunque les quitaran lo de ellas, dejaran el suministro de aquella señora que yacía en el suelo, ya que tenía trece hijos en casa y otro más en el vientre al que daría a luz en poco tiempo. No pronunciaron palabra, sólo huyeron con el resto de la mercancía dejando el comestible de mi madre y sin importarles si se moría o volvía a revivir. Ella permanecía inmóvil y sin sentido pero allí la dejaron abandonada sin prestarle auxilio. Las compañeras la cuidaron y cuando recobró el conocimiento la ayudaron a levantarse y reanudaron la marcha. Le contaron lo sucedido y ella, dándoles las gracias, quiso repartir los comestibles con todas ellas. No lo permitieron diciéndole que nadie de las que allí, iban tenía tanta necesidad en casa como ella. Así era, además de ser una familia tan grande, los gastos eran enormes para una economía tan débil. Mi padre aún estaba convaleciente de su larga enfermedad, los gastos de especialistas y medicinas eran muy elevados y el poco dinero que quedaba había quedado por allá en veces anteriores, en manos de estos “inquisidores”, como así les llamaban en aquel tiempo.

Recuerdo muchas veces a la gente de aquella época. Aunque siempre haya existido algún corderillo negro, en aquel tiempo la unión del pueblo era muy importante. Se hacían sextaferias y se ayudaban unos a otros con mucha facilidad. Aunque las cosas cambiaron mucho, no todo fue para bien, esa unidad del pueblo era demasiado importante como para que se perdiera. Siempre y en cada pueblo había un lugar estratégico para reunirse y contar los problemas de cada uno y las historias de los antiguos que nos prestaba mucho oír y sobre todo a los pequeños.

Cuando recolectábamos el maíz, se hacían las famosas “esfoyazas”, se hacían por la noche. Después de terminar la labor de “esfoyar” (quitar la hoja al maíz), se cantaba y se bailaba al son de la pandereta y repartían, de cuando en cuando, algunas bebidas, castañas o manzanas, si las había. Esto era muy importante por la necesidad que existía, de ahí que la gente procuraba ir a la que se considerara más importante, si es que había más de una en el pueblo, porque se decía  ahí hay más “garulla”, esto era porque había familias con mejor economía y daban más de comer y de beber y era a esto a lo que se le llamaba “garulla“, (Convite. Convidada pa los qu’ayuden nuna esfoyaza, Llambiotaes).

El trabajo no se terminaba en todo el año, en una época se preparaban las tierras para labrarlas o cavarlas al palote. Un trabajo duro para todos pero sobre todo para los pequeños que no disponíamos de fuerza suficiente para tanto esfuerzo. Se acarreaba el estiércol para abonar las tierras y luego hacer los sembrados, se machacaban los terrones. “Terrar” era el cavar a palote para hacer una zanja en el fondo de la finca, cargándolo en cestos para subirlo a hombros hasta el alto de esta, para evitar que al ararlo con la pareja de vacas se fuera abajo la tierra. Este trabajo era uno de los más duros. Había que aprender a “sallar” (quitar las malas hierbas) y “arriandar” las patatas y el maíz (arrimar la tierra a la  planta). Después venía la recolección de la hierba, había que segar, “esmarallar” (ir colocando la hierba en hilera al tiempo que se iba segando), luego esparcirla y, más tarde, darle vuelta con el “garabatu” para que cure mejor y , por último, transportarla al pajar. En la vida del ganadero y agricultor, nunca se termina el trabajo ni hay descanso en los domingos.

 

¡Cómo pasa el tiempo y qué brutales cambios produce!

Recuerdo a Don Aurelio, el maestro, con mucha frecuencia. Fue un destacau sindicalista y defensor de los trabayaores, además de buen profesional y muy apreciau por la xiente de nuestra zona, fue un gran cumplidor de su deber, tenía que ser duru con nusotrus, porque yérimus muy torpis, vivimos en una época un tanto asalvajada. Entoncis tous lus maestrus manexabin muy bien la regla pa poner derechu al que yera torciu y arreglarnus lis uñis con un reglazu en cada mano. Teníamos que poner los cinco deus de cada mano xuntos y parriba y soportar los golpes de esa regla pa luegu ponese de rodillis mirando a la paré con un libru pa seguir estudiando, y tovía yera poco. Pienso que los maestrus, de hoy, están un poco marginaus, no les permiten esis cosis, en mi opinión son necesarais algunis vecis, siempre que sean con prudencia y no con salvajismu. Un reglazu en lis uñis nun rompe huesus y pon firme al más pintau. Creo que nos equivocamus al exigir demasiau y cumprir poquis vecis.

Lo que nunca se vió en aquel tiempu ye el pegar o maltratar a un maestru, si que yerimus retorcius como rayus pero el respetu yera a tope, porque asina nus lo enseñarun nuestrus padres. Sinceramente, creo que hoy lus hay que lo fain al revés, protestando por casi to y sin darse cuenta de lo importante que ye el respetu a su maestru y a lus demás, claro. Como dixin en mi pueblu entre lo pocu y lo munchu hay un mediu.

Don Aurelio, el Maestru de la Peña,  así lu llamabin, por vivir en ese pueblin de Blimea, situau mismo encina de la roca de la curva del Ronzón. Este gran hombre, tuvo mala suerte  porque un día lu matarun. Yo no sé quién lo fexo, a mi corta eda de ocho añus, nun me enteré muy bien de lus hechus. Oí decir a los mayoris que lu matarun por ser sindicalista y defender a los probes trabayaoris reventaus de trabayu y fame, y que el capitalismo lu mató. Todu el pueblu lamentó aquel crimen, sobre todu nusotrus sus alumnus que lu apreciábamus. Es increíble que hayan ocurriu esis desastrosis desgracis. Terrible y triste disgusto a demás del mieu que pequeñus y grandis  pasamus. Tou nuestru pueblu estábamus aterrorizaus por la muerte del maestru de la Peña. Nun merecía tantu dañu porque yera muy güenu pa tous y buen maestru y nun facia dañu a naide, solo defendia la verdá.

Aunque dívamus muy pocu a la escuela, porque había que trabayar en el cumpu, solu podíamus dir lus dís que llobía, valiomus pa aprender  lis cuatro reglis de cunetis y a respetar a la xiente, lo que yera muy importante en aquellus tiempus.

Al faltanus el maestru, mi padre decidió mandamus a mi hermanu Constante y a mí a la escuela de Don Herminio Rozada, al pueblu La Cerezal, situau al sur de nuestru pueblu, tamien en la montaña. Y como tous sin carretera y con grandis barrizalis y charcus de agua producius por el tránsitu de lus arrierus con sus mulos, y las grandes lluvias y nevadas que se producían en aquellus tiempus. Esti pueblu de La Cerezal, era en aquel tiempu de nuestra misma parroquia de Blimea, unus añus más tarde lu pasarun a la parroquia de Santa Bárbara, nunse porqué.

Estuvi en esta escuela hasta los diez años que comencé a trabayar de arrieru, baxando el carbón de los chamizus de lis montañis hasta la carbonería de Alfredo Lamuño, el molineru de Sienrra.

Escribo y hablo algunas veces en la que era nuestra llingua, el “asturianu”, porque fue la única forma de expresarnos en mi juventud. Aunque no será fácil que lo entienda la gente, pues en Asturias se hablan diferentes bables, según la zona. Hay que ver que hasta en el mismo Diccionario de la Academia de la Llingua Asturiana, no figuran todas las palabras tal y como las decimos en nuestra zona. Tan variado es este lenguaje que hasta en mi concejo hay diferencias muy notables de una aldea a otra y no me refiero sólo a la forma de hablarlo, si no que los nombres de las cosas, por ejemplo de las herramientas, tienen distintos nombres aunque se usen para lo mismo en todas partes.

Con el paso del tiempo y por no practicarlo, me olvidé de algunas cosas, pero aun conservo, entre muchas cosas más, el recuerdo de una muyerina de aquellus tiempus, Teresa,  que yera de pasau el ríu, nun sé de que pueblu yera pero sí de la mesma parroquia y que yo nun la conocía. Cuando s’atopó conmigo y viome ensin lis manis, díxome:

– ¿Qué te pasó rapacín, que nun tienis maninis, ¡que llástima, con lo guapín que yes y tan mozu, da dolor vete. Ya sé que yes de La Bobia, te conocí dende eres neñu pero nun sabía que yeres tu hasta que te vi. Por munchu que me lo dixeron nun cai en quién yeris. Conozco a la tu madre y al to padre, ¡Cuántu ha ya que nun lus veo!, alcuérdome munchu d’ellos porque tuvieron que sufrir por ti. Tous dixemus al pasate esa disgracia que meyor sería morirse y mira lo guapo que estás por lo valiente que yes. Haylus  que dicen que yes un artista y que algunus, con manis, nun fain lo que tu. Entos, ¿cómo fue esu de perder lis manis, home?

– Perdílas en una explosión de dinamita.

– Y ¿cómo fue que nun te pasara más?, porque pudo dexate en sitiu y tudu desfechu.

– Ya fue bastante con lis manis, muyer. Dexolis en cachinus de carne y guesus repartius pa to lus llaus. Cuando mi cuñau Marcelo fue a pañar lus cachus, estabin repartius hasta doscientus  metrus penda cullá y tuvo que metelus en la boina pa xuntalus tous y que lis alimañis nun lus comieran y asina poder enterralus.

– Oi falar muncho de ti, porque yes tan duro como un xerru, tienis a la xente asustá de lo munchu que trabayis con esus fierrus, que nun son na guapus pero que tu fais milagrus con ellus. Tamien dixerunme que escribis y trabayis de to, y que hasta siemis en lis tierris, pero lo que nun yus creyí ye que dixin que tamien sieguis la yerba y con un gadañu bastante grande, ¿ye verdá o no?

– Sí, ye verdá, aunque nun lo paez, trabayu de too, solo ye querer facelo. Ya sabe que fai más el que quier qu’el que puede. Me defiendo pa casi to.

– Me gustaría munchu el vete trabayar porque me cuesta trabayu creer que faigas de tolus trabayus según tas. Si voy a vete un día ¿nun te paecerá mal, eh?, porque nun ye con malis intencionis, ya sabis que a tous nus gusta ver lis cosis meyor que creellis.

– Venga a veme cuando quiera muyer, ya toi avezáu a lis visitis de la xente que vienin de muy lejus porque tampoco creen que puedo trabayar.

– Nun me extraña, home, porque la xente ye muy amiga de saber de lus demás. ¡Como lo vamus a creer, home, si nunca lo vimos! Lo meyor pa creelo ye velo y asina nun hai duda nenguna.

 

Hace poco tiempo, nos encontramos mi esposa y yo, en Gijón, con un viejo amigo, José Cuetos, de nuestro valle. Después de saludarnos, me dijo:

– Yes pintáu a tu güelu Constante, debieun ponete su nombre. Fue un trabayaor de marca y muy notable, en aquellus tiempus el más aristrocráticu del contorno, aunque también y gustó el vino.

– Cierto es, también le gustó mucho el vino, pero siempre supo equilibrar bien las cosas, su defecto, ser demasiado trabajador, no podía estar parado.

Ese día pasamos un gran rato con José, que ya tenía noventa y dos años. Es buen amigo y buena persona, además de vecino. Me gustó mucho oírle hablar en bable y que me recordara cosas de mi abuelo, aparte de que a mí también me gusta hablar con los que practican el bable, pues yo mismo procuro escribir algunos párrafos en lo que fue nuestra forma de expresarnos porque no conocíamos otra manera.

Dende llueu, en aquel tiempu el castellanu pa nusotrus yera casi desconocíu, solo lo conocíamos de oír hablalu a lus que llegaron de otrus sitius.

En aquel tiempu estabámus muy atrasáus y convencíus al igual que tous mis hermanus de que no servíamos pa estudiar, lo nuestru yera el trabayu de cada día. Hasta que tuvi el accidente de lis manis nun comprendí lo importante que ye estudiar. Fue en esi tiempu cuando me di cuenta de mi escasa cultura y empecé a tragar llibrus coles mesmes ganis que antis lo facía con el pan. Dicían los antiguos que la necesidá nun tien güeyus y ye una gran verdá.