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Para poder ordeñar las cabras, el pastor nos pedía tabaco. Ese fue el contrato verbal que teníamos con él: nos dejaría catar las cabras cuando le lleváramos tabaco, el día que no lo lleváramos no había leche. Nos decía, “Sí no traes tabaco, no hay leche”.

Algún día que no podíamos conseguirlo, se sentía generoso y nos levantaba el castigo, nos dejaba catar la mitad de las cabras para no perder los clientes y que volviéramos.

La escasez de tabaco era como la del resto de las cosas. Lo daban con la "cartilla" suscrita en un sólo estanco y con el nombre y apellidos del individuo. No lo daban en otro estanco a ningún precio.

A pesar de existir ya el estraperlo, el tabaco estaba controlado al máximo,  además de racionado para el cabeza de familia o mayor de edad, que en aquel tiempo era a los 21 años, el resto no tenía derecho a ello, ni mujeres ni los menores. Era muy caro y sólo lo daban una o dos veces al mes, pero siempre en el mismo estanco y muy poca cantidad. Este tabaco era una picadura envasada en un paquete pequeño de papel que se llamó “cajetilla” y otra mayor con doble tamaño, llamado “paquetón”. Como en nuestra casa había tres cupones, nosotros procurábamos sacarles un poco de cada paquete para mezclarlo con “fueya de ablanal” (hojas de avellano), o de patata seca y llevarlo al pastor para poder catar estos animalitos que tanto nos valían.

La necesidad nos obligó a meternos a falsificadores de tabaco, en plena juventud ya había que ganarse la vida. Bien claro está que la necesidad, hasta en los niños agudiza la inteligencia.

Cuando no teníamos tabaco, decidíamos llevarle vino, ya que en aquel tiempo se podía tener para los trabajadores un “pellellín” (pellejo) de vino en casa, y cuando podíamos, lo llevábamos al pastor, que también lo consideraba un manjar y nos dejaba catar.

El primer día le llevamos sólo vino para ver si le gustaba. Nos fijamos con detalle cuando lo tomaba y, al verle con tanta afición, pensamos que para lo sucesivo con un poco de agua le gustaría también. Así que preparamos una medida para calcular el agua para bautizar el vino sin que perdiera el sabor y así gastar menos vino. Nuestra conciencia nos decía que un poco de agua era necesaria para el cuerpo y a él no le haría ningún daño.

 

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