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Historial

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trabajo infantil

Un domingo por la mañana,  estábamos con nuestro padre, mi hermano Mino, de dieciocho años, y yo que tenía nueve, en un prado de nuestra propiedad, en el monte cercano a nuestro pueblo y situado a un lado en la misma cresta de esta pequeña cordillera, que nace en la Muezca de La Bobia, con una gran vista sobre varios pueblos y valles del concejo.  

Pero ése no era nuestro tema. Nosotros no estábamos allí para controlar, ni a los pueblos, ni a los valles, ni montañas, ni observar a nadie. Estábamos trabajando, cavando el solar para construir una cuadra para el ganado. Aquella mañana fue la primera vez que probé el turrón. Mino había comprado una pequeña tableta del “duro”, y en un momento que paramos a descansar, nos presentó aquel manjar. Los tres lo degustamos a partes iguales con gran satisfacción, pues el apetito era bastante considerable ya que el desayuno había sido sólo de un poco de leche, por no haber otra cosa.

Reanudamos el trabajo con la afición de siempre y al poco tiempo, por sorpresa, llegó a nuestro lado un grupo de la llamada “brigadilla”. Venían muy furiosos y seguramente con miedo, porque iban buscando y persiguiendo a los que permanecían escondidos en los montes y no era muy difícil encontrase por sorpresa con ellos, formándose como ocurrió algunas veces un tiroteo, donde nunca se sabe quiénes son los que caen. Uno de ellos, más rabioso que un puma, se dirigió a nuestro padre y le dijo con despotismo:

– Hace unos minutos estaba usted fumando en el alto de aquella loma, ¿qué hacía allí, observando todo el valle? Ese lugar es especial para un observatorio, dijo el individuado.

– No, señor, yo no estuve en ese lugar, desde que llegamos, ninguno de nosotros nos movimos de aquí, le dijo mi padre asustado, pensando en lo que le podía hacer.

– No diga mentiras, es usted un rojo como los demás, le voy a partir la cabeza.

Vi que le iba dar con la culata de su metralleta, me lancé a él y tan rabioso como él, le dije:

– Es usted un mentiroso y un criminal, mi padre no se movió de aquí, allí hay un vecino que está cerrando su finca, una “borna” donde se sembraba el trigo y el centenoTodavía sigue allí, le dije, es Antonio Casares Barbón, “el Rulero”. Ese que canta Canción Asturiana y tampoco está observando a nadie. Mientras fuma descansa de vez en cuando, como lo hacemos todos después de una gran tarea de pico y pala. Ése es el que usted vio y no a mi padre. Además, no tiene derecho a maltratar ni a pegar a un inocente, nadie puede acusar a mi padre más que de ser un gran trabajador y que no se mete con nadie.

Aquel que parecía tan enfurecido, me escuchó con atención y no le dio tiempo a pronunciar palabra cuando un buen hombre de su cuadrilla, le dijo:

– Deja a ese señor, porque el niño no dice mentiras.

Aquel señor, que también ayudó a salvar a mi padre de una tremenda paliza, se acercó a mí y con una sonrisa y como agradecido de lo que acababa de oír, puso su mano en mi cabeza y dijo:

– Valiente, salvaste a tu padre de una buena.

Lo dejó libre y sin decir palabra el que tan rabioso quiso pegarle. Cuando se marchaba, le di las gracias al señor que le ordenó que no le pegara. Cogí el pico que mi padre tenía en sus manos y lo tiré por el prado abajo, lo mismo hice con el resto de las herramientas, diciéndole:

– Padre, esta cuadra nunca se debía de hacer, nos da muy mala suerte.

Este hombre, que debía ser el jefe, al verme enfadado, preguntó.

– ¿Por qué no quieres que se haga esa cuadra, hombre? 

– Porque vivimos asustados y hambrientos, no ganamos para disgustos, el domingo pasado el cura echó una multa de cincuenta duros a todos los vecinos del pueblo por trabajar los domingos y mi padre, como no tenía este dinero para poder pagarlo, tuvo que pedirlos prestados. ¿Cómo va a devolver esa cantidad si lo que gana no es bastante para poder mantener a toda la familia? Y por si fuera poco viene éste que a punto estuvo de darle una paliza y dejarlo destrozado, como ocurrió con otras personas.

Aquel señor se rió, dio la vuelta y sin decir ni palabra, se fueron. Cuando se alejaron y aún estábamos aturdidos por el terrible susto que nos dieron, dijo mi padre:

– Arsenio, hijo, tú lo has dicho, esta cuadra en tu nombre nunca se hará, porque parece que tenemos la desgracia con ella.

El disgusto por la multa y por otras cosas permanecía en toda la familia, era demasiado por lo que estábamos pasando, detenciones de gente, tiroteos por los pueblos, cacheos en las casas. Hasta había destacamentos de moros por los pueblos que robaban los cierres de las fincas y luego los quemaban para atizar el fuego y calentarse por el duro invierno que atravesábamos. Les teníamos mucho miedo.

Cogimos las herramientas y nos fuimos monte bajo para casa. Ellos fueron a comprobar si era cierto lo que les dije acerca del vecino. Llegaron a donde estaba Antonio, hablaron con él pero no le maltrataron. La cuadra nunca se hizo, allí permanece el solar cavado para su eternidad, porque ya está hecho monte y en abertal total, cuando había sido uno de nuestros prados. 

Bien claro se ve que hay hombres buenos y malos, pero lo más claro es que, de no haberme metido en el medio, le hubieran golpeado sin razón, pudiendo haber dejado destrozado a mi padre para siempre, como ocurrió con otros. La bondad del otro buen señor hubiera llegado tarde. Desde luego que da pavor recordar estas historias, casi no lo creemos los que lo vivimos ¿cómo lo van a creer los jóvenes? Por eso, cuando describo lo mal que se portaron algunos individuos, si pongo el nombre éste es imaginario porque no merece la pena discrepar por asuntos del pasado, sólo conviene recordarlo para que no vuelva ocurrir

 

Recuerdo a una bonita niña que repartía con migo su bocadillo, cuando iba al molino en La Chalana, en Pola de Laviana

El maíz de nuestra cosecha, lo llevábamos a moler a un molino que todavía existe en la Chalana, Laviana. Yo iba con el burro, que era muy viejo y tenía las orejas “gachas”, por una enfermedad que tuvo. Llamaba la atención de la gente porque los burros tienen las orejas siempre para arriba y él nuestro las tenía “palmeras” y lo hacían más feo que los otros, además de lo viejo que ya era el pollino. Había que esperar vez para moler, y como esta espera era de varias horas la gente se llevaba un bocadillo, el que podía claro, y que lo comían a las once, yo, como no lo tenía me iba con el burro que lo tenía debajo del puente viejo de la  Chalana, para no quedarme mirando a los que comían, y para que mi hambre no se agudizara más aun.

Había una señora comerciante de la Felguera que llevaba cantidad de trigo y maíz a moler, algunas veces la acompañaba una hija de mi edad muy bonita y muy buena, nadie se portó conmigo como ella, que por cierto me gustaría mucho volver a saber de ella, saludarla y saber si le fue la vida como se merece. Esta niña, como el resto, se daba cuenta de que yo me iba a la calle a pesar del frío porque no tenía que comer. Y cuando me encontraba solo con mi burro, llego ella con su bocadillo, y me dijo con mucho cariño:

-Arsenio, ya me di cuenta de que no tienes bocadillo, vengo contigo para hacerte compañía y repartir el mío.

-Como vas a repartir lo que tú tienes que comer, ni hablar le dije.

-Da para los dos y lo partió.

Yo no quería nada porque me daba mucha vergüenza, aparte de que le iba a comer de lo que ella necesita. Pero ella con no en cada mano insistía, no cesó hasta que me convenció. Lo comíamos juntos mientras que charlamos y entre otras cosas me preguntaba por mi vida de aldeano trabajando en el campo y con su gran inteligencia analizaba la diferencia tan notable de su vida a la mía. Me explicaba que ella vivía mucho mejor que los de la aldea, no tenía que trabajar, solo estudiaba y que no le faltaba de nada. Tenían un comercio, su economía era muy buena y que le daba mucha pena que yo pasara hambre, además de tener que trabajar tanto y siendo tan joven.

Esta chica estaba muy preparada, a pesar de ser de mi edad, destacaba por su cultura, hasta en sus movimientos se veía la diferencia, su forma de comportarse era totalmente distinta. Estudiaba en el Colegio de las Monjas y se crío en una villa. La diferencia era notable, sabía más que yo de casi todo. En uno de los días que nos juntamos allí, me dijo que le gustaría ir a mi pueblo y pasar conmigo algún  tiempo, que no podíamos dejar de vernos, que le gustaba estar junto a mí porque me quería mucho. Me preguntó si sabía cuándo volvería al Molino para ver si podíamos coincidir. Yo no sabía cuándo sería, por eso solo nos vimos tres o cuatro veces, y nunca más supe de ella.

 En la montaña no había teléfono, ni lo conocía, tardó muchos años más en llegar a nuestro pueblo. Sería muy importante poder verla para saludarla y darle las gracias por lo atenta que fue conmigo, y recordar juntos aquellos tiempos que ya tan lejanos nos quedan. Sabe Dios qué sería de ella, si pudiera leer este pasaje, acaso podría darse cuenta y recordar al aldeano que bajaba de la montaña con su burro a moler al Molino de La Chalana en Pola de Laviana, y que por ser un burro único, siempre fue la atención de la gente que no lo conocía. Pero era un valiente animal, al que siempre quise mucho, y seguro que ella también recuerda los momentos que pasamos juntos debajo del puente viejo de La Chalana, donde yo acompañaba a mi burro para no mojarnos y apartarme de las personas que comían su bocadillo. Supongo que no dudará en ponerse en contacto conmigo. Sería una gran satisfacción, creo que para los dos. Normalmente estas cosas tan bonitas nunca se borran de la mente. No recuerdo su nombre y lo siento mucho, pero sí tengo su imagen gravada como era en aquel tiempo: una morena un poco más bajita que yo, con unos bonitos ojos, una melenita muy bien apañada, con su bonito y blanco rostro. Una sonrisa que le daba gracia a todos sus movimientos, aparte de muy bien vestida, muy elegante, además de cariñosa. Sin duda una hermosa criatura, que ya nunca más volví a ver, pues al poco tiempo comenzó mi vida de arriero y ya no pude viajar más en mucho tiempo. Hay que ver lo bonito de esta pequeña historia que recuerdo perfecta mente y que al repasarla me emociona un poco, añorando el pasado y por la nobleza y cariño de aquella niña tan bonita que nunca olvidare.

En esta misma finca, unos meses más tarde del accidente con la cerda, estábamos llindando les vaques mi madre y yo, cuando tuve que hacer una necesidad, me quitó los pantalones y salí al camino que tenía un anchurón y un matojo apropiado para el caso. Allí me coloqué y como llegó la hora de marcharse a casa, mi madre soltó las vacas, se retrasó un poco para cerrar la portilla de la finca y, como siempre, la primera que circulaba era la famosa La Borrega, porque siempre fue la jefa del rebaño.

Al llegar junto a mí, me cogió entre sus cuernos y de la primera me lanzó a la finca de abajo. Ese día, según mi familia, volví a nacer. El peligro fue doble, si al primer quite no me lanza, podía haberme matado enfilándome en sus grandes cuernos. Al lanzarme, caí en un matorral que amortiguó el golpe, de haber ido un poco más desviado habría caído en un pedregal de la finca vecina y dada la pendiente que había y con la velocidad que me lanzó podía haber sido más peligroso. Así que lo único que sufrí fueron magulladuras y un buen susto, además de las ortigas que me castigaron de duro, durante largo tiempo. Al estar desnudo de medio cuerpo para bajo, las ronchas que me salieron eran gordas y resquemaban como el fuego.

Aquella vaca que era de raza casina, con unas medidas especiales, fue la mejor de todas, trabajaba a las dos manos. Esto quiere decir que lo mismo le daba “xoncerla” (ponerla a tirar del carro) a derecha que a izquierda, lo que no es fácil para otras vacas, ya que lo normal es que cada una tira a donde fue adiestrada. Tiraba del carro y labraba las fincas como ninguna y daba unas buenas crías todos los años, además de una excelente leche con la que se hacía una manteca de primera.Un animal excelente, pero con un defecto que nunca se le quitó, la mala costumbre de tirarse a todo lo que encontraba a su paso, animales o personas. Para ella no existía el miedo, “truñaba” (envestía) aunque se encontrara con un rebaño de vacas. Tan fuerte y valiente fue, que nunca se encontró con ninguna que la venciera, era guerrera por naturaleza. También era un bonito animal, de unas medidas especiales, su cuerpo brillaba cubierto de un pelaje casi colorado que daba gusto contemplarla. Nunca conocí una vaca más grande que ella de su misma raza, así que la tuvimos hasta que ya era muy vieja y no podía con más. A pesar de su bravura y fiereza, los mayores de la casa la dominaban bien, siempre con una fuerte vara y poniendo cuidado para manejarla. Caminaba con mucha serenidad, nunca corría demasiado excepto para atacar a su adversario, pero siempre mirando a todas partes. Sus enormes cuernos eran igual que los de los toros que, en aquellos tiempos se dedicaron al fuerte trabajo del transporte de carbones y maderas, entre otras cosas. Por ejemplo, como los que transportaron el carbón de las primitivas minas de Langreo hasta el puerto de Gijón, antes de construir la famosa “Carretera Carbonera”.

 

Cuando tenía poco más de tres años, una cerdita casi me devora.

Una mañana, estando mi madre y mi hermano Mino sembrado cebollas y otras verduras en la finca la Payega, me dejaron a la entrada de la finca, en un poco de pradera cuidando una cerdita que estaban criando a la mano. Ellos estaban a una distancia de unos 300 metros, en la parte más alta de la finca. La misión mía era vigilar que la cerdita no estropeara los sembrados que había al lado de la pradera.

Cuando la cerdita se metió en los sembrados e iba a estropearlos, quise impedírselo y le di con una varita que llevaba. La cerda se lanzó hacia mí y me tiró en el suelo, dándome varios mordiscos en las manos, ropa y piernas.

Al oír mis gritos, los dos salieron corriendo en mi defensa. Mino llegó el primero y al verme lleno de sangre, se puso nervioso y le asestó dos golpes con la fesoria que si no llega mi madre en ese momento la hubiera matado a golpes al ver lo fiera que era aquella cerdita que siempre se había comportado muy serena y noble.

Limpiaron la sangre con un pañuelo y me llevaron a casa para curarme las heridas que no fueron graves, aunque sí un poco escandalosas porque sangraban mucho, pero en pocos días curaron sin más problemas. Al animal no le dio tiempo de herirme de gravedad debido a la rapidez que tuvieron para quitarme de sus garras, pero se había lanzado hacia mí como una leona.

Esta cerdita había sido el juguete de la casa, hasta que me quiso comer. A partir de ese día ya nadie confió en ella y, por miedo a que siguiera atacando a la gente, se la cerró en su cuadra y nunca saldría hasta que se hizo el “sanmartín”, y se convirtió en los chorizos de casa y las morcillas.

Lo que son los animales… ésta era muy mimosa y juguetona además de muy guapa, era pinta, e iba de tras de mi madre a todas partes. Nadie podía suponer que iba ser tan mala como para atacar a la gente. Lo que ocurre es que pocos cerdos hay que no muerdan al amo. Desde luego, si estuviera solo, podría haber muerto a mi corta edad, pues el ataque de aquel animal fue terrible, y porque los cerdos en cuanto prueban la carne no la dejan hasta hartarse y esta cerda ya era muy grande, lo suficiente como para tragarse la mitad de mi cuerpo, de no estar cerca mi familia.

Recuerdo que unos cuanto años más tarde, una señora que se dejó a su hijo en la cuna dentro de su casa, se fue a trabajar a su huerta y no se dio cuenta de que tenía a su cerda suelta pastando por el camino cerca de su casa y, como en esos pueblos y en aquel tiempo se podían dejar las puertas abiertas incluso por la noche, cuando regresó, se encontró que aquella carnívora había devorado a su hijo, ya le había comido la mitad de su cuerpo. Un niño de pocos meses.

Los cerdos son muy voraces y fieros. He visto en nuestra ganadería, en distintas fechas, a tres cerdas, cómo se comían a sus propios hijos, a medida que iban pariendo. Esto ocurre algunas veces y no se sabe muy bien si se debe a los dolores del parto o por qué razón. Menos mal que podíamos retirarles los cerditos, ya que éstas, las teníamos bien cerradas en unas parideras especiales para el caso. Si las tuviéramos sueltas, hasta los amos tendríamos que correr de estas fieras.

Siempre teníamos un frasco de  STRESNIL” un producto calmante para ponerles una o dos inyecciones y dejarlas medio dormidas unas cuantas horas, según los casos. Lo normal era de ocho horas, otras hasta dieciséis. Se le retiraban los cerditos a medida que iban pariendo, para ponérselos de nuevo cuando les pasara los efectos del parto, cuando ya dejaban mamar a sus cerditos y cuidándolos como si no hubiera pasado nada.

El producto, para inyectar como calmante, siempre lo teníamos a mano para estos casos y para las operaciones que algunas veces había que hacer a las hembras, sobre todo a las más viejas, por diversos problemas que tenían, sobre todo, enquistamientos en las orejas o patas. Había que operar para salvarlas porque si no en poco tiempo se morían.

Este fue otro de los oficios que aprendí: cirujano de animales. En muchos años de granjero y de las muchas operaciones que hice, sólo tuve una baja, una buena cerda que murió por exceso de pérdida de sangre. Duró demasiado aquella operación y tuve que darle otra inyección y no lo soportó. Esto ocurrió un día de Año Nuevo, mi esposa era mi ayudante. Los dos lo sentimos mucho porque era uno de nuestros animalitos que mucho apreciábamos.

 

Para poder ordeñar las cabras, el pastor nos pedía tabaco. Ese fue el contrato verbal que teníamos con él: nos dejaría catar las cabras cuando le lleváramos tabaco, el día que no lo lleváramos no había leche. Nos decía, “Sí no traes tabaco, no hay leche”.

Algún día que no podíamos conseguirlo, se sentía generoso y nos levantaba el castigo, nos dejaba catar la mitad de las cabras para no perder los clientes y que volviéramos.

La escasez de tabaco era como la del resto de las cosas. Lo daban con la "cartilla" suscrita en un sólo estanco y con el nombre y apellidos del individuo. No lo daban en otro estanco a ningún precio.

A pesar de existir ya el estraperlo, el tabaco estaba controlado al máximo,  además de racionado para el cabeza de familia o mayor de edad, que en aquel tiempo era a los 21 años, el resto no tenía derecho a ello, ni mujeres ni los menores. Era muy caro y sólo lo daban una o dos veces al mes, pero siempre en el mismo estanco y muy poca cantidad. Este tabaco era una picadura envasada en un paquete pequeño de papel que se llamó “cajetilla” y otra mayor con doble tamaño, llamado “paquetón”. Como en nuestra casa había tres cupones, nosotros procurábamos sacarles un poco de cada paquete para mezclarlo con “fueya de ablanal” (hojas de avellano), o de patata seca y llevarlo al pastor para poder catar estos animalitos que tanto nos valían.

La necesidad nos obligó a meternos a falsificadores de tabaco, en plena juventud ya había que ganarse la vida. Bien claro está que la necesidad, hasta en los niños agudiza la inteligencia.

Cuando no teníamos tabaco, decidíamos llevarle vino, ya que en aquel tiempo se podía tener para los trabajadores un “pellellín” (pellejo) de vino en casa, y cuando podíamos, lo llevábamos al pastor, que también lo consideraba un manjar y nos dejaba catar.

El primer día le llevamos sólo vino para ver si le gustaba. Nos fijamos con detalle cuando lo tomaba y, al verle con tanta afición, pensamos que para lo sucesivo con un poco de agua le gustaría también. Así que preparamos una medida para calcular el agua para bautizar el vino sin que perdiera el sabor y así gastar menos vino. Nuestra conciencia nos decía que un poco de agua era necesaria para el cuerpo y a él no le haría ningún daño.