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Clínica del Trabajo

Creo que merece la pena reflexionar sobre la influencia que tiene en la vida de cada persona el escoger, en determinados momentos, un camino u otro.  Allí y en aquel tiempo de tanto sufrimiento, fue cuando la suerte se decidió para el resto de mi vida. Lleno de dudas y asustado pensando en el duro porvenir de mi vida y sin darme cuenta del grave problema que podía ser el quedarme rezagado dándome por vencido sin antes luchar, pude haber firmado ir al patíbulo de la destrucción de mi propia vida. Viéndome metido en la desesperación y la bebida que me llevaría a la muerte prematura, y todo voluntariamente. Ahí es donde pude equivocarme y perder el norte, ya que esa decisión de trabajar y aprender fue la solución a mi grave problema, porque aprendí a manejar las prótesis, para sustituir a mis manos, con una facilidad pasmosa, y en un tiempo récord. Así fue valorado por las autoridades médicas y otras personalidades de la política.

 
Mi buena rehabilitación, el arte y el dinamismo fueron y son el fruto de un buen resultado, y el que enderezó mi vida, que truncada se encontraba por lo mucho que padecía.  Para mí en este tiempo no hubo diversiones ni descanso. No admitía pérdidas de tiempo, trabajaba sin cesar. Al principio pensé que todo eso de la rehabilitación sería para largo tiempo, mucho más de lo que me llevó. Era demasiado fuerte y difícil de conseguir. Pasaron los días y el esfuerzo tan enorme poco o nada se veía. Durante las largas noches de aquel invierno cuando me encontraba en cama y, a pesar de que en la otra cama estaba mi compañero, no sé si durmiendo o pensando. Allí solo había silencio y meditación. Como siempre, y desde que tengo uso de razón, todas las noches paso revista a todo lo ocurrido de cada día. Al hacer valoración de aquellos días, que por cierto son los más tristes y amargos de mi vida, no veía nada que me indicara que mis esfuerzos daban fruto alguno. Todo resultaba tan torpe y duro que en algunos momentos, casi me desespero.
 
Sentía morriña y sufría mucho por todos los de casa. La familia, mi querida tierra, que en todo momento recordaba. Es imposible valorar todo esto hasta que no se pasa por ello. Hay que tener en cuenta que yo nunca había salido de la compañía de mis padres, de convivir en familia, y eso imponía y me amargaba noche y día. No soportaba estar lejos de ellos, como si fuera un niño de corta edad. No vivía sin mis padres y hermanos, aparte de saber lo mal que lo estarían pasando por mí. Eso de la morriña y las ganas de poder defenderme por mí mismo, y la confianza que el Director puso en mi, ya al ingresar, asegurando que saldría de allí echo un hombre, fue lo que me ayudo mucho a trabajar duro para aprender a defenderme y regresar a casa pronto.
 

Después de llevar una temporada en la Clínica, un día recibimos una visita de tres vecinos de Sotrondio que eran estudiantes en Madrid: José Antonio Fernández y González Carabín, abogado; Albino Noriega, ingeniero de minas y Jesús García perito. Estas vistas seria para nosotros muy importante ya que aparte de pasar con ellos algunas horas agradables, nos sacaron varias veces por Madrid, ya que en aquel tiempo no nos dejaban salir solos a la calle, pues no nos podíamos defender. Lo mismo Alejandro que yo les agradecimos mucho esa cortesía. El primer partido de fútbol que yo vi fue con ellos, en el Santiago Bernabéu, fue muy importante. Jugaba España contra Bélgica. Aun que a mi nunca me gusto el fútbol, aquel día me prestó verlo porque ganó España. Aquellas visitas fueron para nosotros tan necesarias como importantes, aparte de sacarnos de allí, nos daban ánimos, y nos ayudaban, ya que todavía nos defendíamos mal, aún estábamos en periodo de rehabilitación y lo pasamos muy bien con estos buenos muchachos que nunca más los veríamos. De estos señores que nos acompañaron por la Capital, solo está en nuestra zona Don.José Antonio Fernández y González Carabín, que siempre seguiríamos con nuestra amistad. Aparte de ser una gran persona, nunca me olvidaré de lo bien que se porto junto con sus compañeros con nosotros.  Tampoco me olvidé de uno de sus compañeros de Oviedo, que iba con ellos a vernos a la Clínica. Era muy buen chaval y más tarde visitaría a mis padres para contarles un poco de cómo era mi vida en Madrid, luchando a brazo partido para superar aquel bache tan duro de mi juventud. Don Jesús, el de Tiva, ya murió. Era una gran persona y lo sentí de verdad. De Don Alvino Noriega, que nunca más nos vimos, solo sé por sus hermanos que fue un buen Ingeniero de minas y que trabajo fuera de Asturias, que está retirado, lo que mucho me alegro, porque tampoco me olvidé de sus vistas.

En una de nuestras salidas por Madrid, comimos en casa Gorri, un bar donde siempre parábamos los Asturianos. La comida fue abundante y el vino también, tomamos vino blanco del superior. A mí particularmente nunca me gustó el blanco pero aquel día lo tomé. No estaba acostumbrado y me hizo un poco de daño. Tuve que vomitarlo pero no pasó nada. Un individuo  de  Blimea, mayor, apareció por allí, y precisamente en ese momento, nos saludó. Al poco tiempo marchamos, cogimos el metro para la Clínica. Llovía mucho y no tuvimos ganas de paseo por la Capital.

Este pollo se marchaba para su tierra en Blimea, precisamente de mi parroquia, y con toda boca fría  no se le ocurrió más que decir que se había encontrado con los dos de las manos en Madrid, y que el de la Bobia no tenía remedio, que posiblemente ya no se recuperase. Que el otro estaba muy bien, pero que yo tenía una borrachera impresionante. Aquel hombre con tanta ignorancia como poca cultura, no pensó el daño que con su maldito comentario y sin fundamento alguno por desconocer nuestra trayectoria en la Clínica, iba a producir. Esta noticia que corrió como la pólvora por todo el contorno, pues la gente no se olvidó de aquel grave accidente. Aquella mala noticia llegó a mis padres. El disgusto que se llevaron fue incalculable, si ya tenían poco, parió la abuela. En una de sus cartas me preguntaron por la cuestión, y con mucho tacto me aconsejaron que no bebiera. Yo, que sabía lo mal que lo pasaban, me di cuenta que para ellos iba ser un trauma y tampoco sabía por qué me decían aquello, que yo consideré una  barbaridad. Sufrí en cantidad. Les escribí rápidamente pidiendo explicaciones del tema, asegurándoles que todo era falso, yo estaba normal. Además estaba considerado un trabajador incansable, tanto por el mismo Director que por los médicos en general. Soy sincero, hasta a las monjas les caí bien. Soy de los hombres que si no es para decir la verdad me callo, y esa prudencia hace que la gente te aprecie.

Para evitarles el disgusto hasta les dije que si dudaban de mí, que me lo dijeran, y hablaría con el Director para que les dijese la verdad. Me contestaron a vuelta de correo diciendo que se alegraban mucho, y que les había resultado extraño que yo hubiera tomado esa decisión, y me explicaron superficialmente que aquel irresponsable había causado porque metió la pata hasta el fondo. ¡Qué poca consideración hacia los demás! ¡Qué disgusto tan grande para mis padres y para mí! Que sin ninguna razón tuvimos que soportar cuando en este tiempo todos estábamos reventados de tanto sufrir.

No me quedé conforme. Entre los estudiantes, vecinos nuestros, que nos sacaban de allí a pasear por la capital, un compañero de ellos que no recuerdo el nombre, y que era de Oviedo, un día mientras nos acompañaban, comentó que se iba a Asturias. Yo, que aun seguía preocupado por aquella mentira que llegó a mis padres. Encima por un Sr. mayor, pero con poca chapeta. Le dije que si por favor podría visitar a mis padres. Este hombre, como los demás, sabía de lo sucedido, y muy atento me dijo:

-Será un paseo para mí. Tranquilo que los visitaré y aprovechare para comer “gallu de caleya” en tu casa.

-¡Claro que sí! Mis padres te agradecerán la visita porque sé que están ansiosos esperando noticias de aquí y de conocer algo de mi vida, de saber cómo van a ser mis nuevas manos y de muchas cosas más. Son muy cariñosos y te recibirán de lo mejor. Ya verás cómo te va a gustar estar con ellos.

Aquel hombre cumplió con lo prometido. Para mí fue una gran satisfacción mostrarles la verdad. Él, como sus compañeros, sabían mi malestar por aquel disgusto que mis padres se habían llevado sin ningún motivo.  Este gran hombre, en cuanto le fue posible, emprendió camino hasta mi pueblo. En Sotrondio preguntó en un bar por el pueblo de La Bobia y le dijeron que era en la montaña, que había cinco kilómetros, pero que al tener carretera se podía ir en coche. Les dio las gracias y cuando se iba un voluntario le dijo que le acompañaba hasta casa de mis padres, que él me conocía porque trabajaba en el mismo Pozo que yo.

Llegaron y los recibieron con una gran alegría. Ellos nada sabían de su visita, llegaron por sorpresa. Se presentó y les contó cómo era realmente mi estancia en Madrid. Que yo le enviaba para que se quedaran tranquilos y que esa duda quedara aclarada. Comieron con mi familia. No conocían ni al estudiante ni a su acompañante, aunque era de Sotrondio. Tampoco mis hermanos que trabajaban en las minas de montaña del paquete de San Mamés y más tarde en el Pozo Cerezal, mientras que el acompañante del estudiante trabaja en el Pozo San Mamés.

El que acompañó al estudiante ya era popular: le llaman “el tragaldabas” por su forma de mucho comer. Tenía un tragadero sin fondo, así lo comentaba la gente. Comía sin sentido y bebía lo que le echaran. Casi no pudo regresar, se cogió una borrachera que no podía ni moverse. El estudiante era un hombre serio y una gran persona, de nada conocía al tripero y tampoco le iba dar la vuelta. Yo sí le conocía bien, trabajaba en el mismo filón que yo. En los largos recorridos por las galerías en la mina, cuando entrábamos, siempre se oía su fuerte voz, y que precisamente casi siempre habla de grandes comidas y farturas de vino. Si no era de eso, de fútbol, del trabajo nunca se acordaba, no le gustaba demasiado. Se ofreció voluntario  para acompañar al estudiante porque sabía que le esperaba un atracón de comida y de vino. Si hubiera sido a trabajar no se hubiera apuntado voluntario, así me dijeron otros compañeros a mi regreso, porque él mismo les contó lo  ocurrido. Mira que es cojonudo, dijo uno, no tuvo el estudiante más que encontrarse con el tragaldabas y el más vago del pozo.

Más tarde ya después de mi regreso a casa, me contó mi padre que aquella noticia dejó a toda la familia destrozada. Pensaron que yo había perdido el norte. Por ese motivo consideraron aquella visita como si de un mensajero del cielo se tratara. Mi padre, que era muy católico y creía de verdad en Dios, me dijo al verme de nuevo:

-Yo tenía confianza en ti y en Dios, hijo mío, sabía que nunca fallarías, porque siempre fuiste muy serio y cumplidor .

Se preguntaba cómo puede Arsenio haber cambiado tanto, no se lo podía creer, y seguía diciendo:

-Hay que tener fe, Dios aprieta pero no ahoga.  

Mi padre tenía sus dudas pero se negaba a admitirlo. Sabía que de ser cierto yo no lo iba a negar, por eso se resistía a creerlo. Además, sabía que mi compañero bebía y llegó a decir a mi madre que no se lo creía. Ella le decía:

-¿Y por qué iba mentir el de Blimea?

-No es que diga mentira, es posible que se haya equivocado. No les conoce bien y pudo confundirlos, es fácil. Arsenio no pudo cambiar tanto y no me lo creo. Algo raro tuvo que pasar.

¡Qué importante es conocer y querer a una persona! Eso es algo que no se puede valorar. Es creer y confiar fielmente en uno. Es algo que no se puede describir. Nadie como mi padre me conocía. Nadie confiaba como él. Todos tenían sus dudas. Cuando era un niño, él y mi abuelo ya habían descubierto mi forma de ser y lo mantuvieron hasta el fin, sabían que mi palabra era firme y detestaba las mentiras. 

 

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Estaba en la Clínica Nacional del Trabajo, en la Avenida Reina Victoria, nº 21, de Madrid, en el cuarto piso, habitación 32. A los quince días de ingresar y, para que pudiéramos comer solos, nos pusieron un pequeño aparato de cuero con una especie de gancho “no articulado” para enchufar la cuchara y el tanque de aluminio que usábamos para beber. Era algo provisional hasta que nuestros brazos estuvieran preparados para manejar las prótesis. Aquellos rústicos y pobres ganchos no articulados daban pavor verlos y casi se me para hasta el reloj, ya que parecía imposible poder hacer algo con ellos. Se trataba de un simple redondo de hierro curvado. Después de darle vueltas a las cosas, comencé a estudiarlos en profundidad para ver hasta dónde podía llegar con ellos. Con mucha lucha y dedicación, al cabo de unos días les saqué un gran provecho y no sólo para poder comer, los aproveché también para aprender a escribir.
 
Otro gran servicio que descubrí fue el poder asearme con ellos yo solo. Después de diversas pruebas, enrollando en el gancho un papel, conseguí limpiarme. Aunque al principio era muy latoso, dado que el papel se escurría por no poder sujetarlo, luego me di cuenta que si lo mojaba ligeramente se adaptaría mejor y de esta forma fui perfeccionado el tema para poder arreglármelas solo. Una de las cosas más bochornosas es que tengan que limpiarte el trasero.
 
Como ya no solicitaba la ayuda de los enfermeros, estos muy sorprendidos me preguntaron:
 
– ¿Cómo puedes asearte tu solo si es imposible?, no tienes con qué coger nada. ¿Quieres, por favor, decirnos como te las arreglas?
 
– Nada hay imposible, después de practicarlo unos días, llegué a defenderme solo.
 
Les mostré una gran esponja plana y delgada, para adaptarla mejor, que sujetaba con el gancho por el medio de ésta. La primera operación era limpiarme con papel enrollado en este gancho. Luego con la esponja me lavaba y al terminar me secaba con papel nuevamente y asunto resuelto. Desde luego que tuve que tener mucha paciencia, resultaba muy difícil sujetar las cosas, todo se me caía al suelo y vuelta a empezar de nuevo. Fue demasiado lo que tuve que soportar, pero el hombre que lucha puede ganar la batalla.
 

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En esta foto estamos mi hermano Constantino, con dieciocho años, Alejandro Antuña, con veinticinco años, y yo con veinte. Nos la hicieron el día 2 de Febrero de 1955. Unos días más tarde, el 23, marchamos a Madrid para ingresar en La Clínica Nacional del Trabajo, para hacer nuestra rehabilitación. Mi hermano nos acompañó hasta la estación de Oviedo para coger el expreso que salía a las once de la noche y tenía la llegada a Madrid a las diez de la mañana, o más tarde pues, en aquel tiempo, los trenes eran muy lentos y había que cambiar de locomotora tres veces, ya que en unos tramos de vía la locomotora era a vapor y en otros, eléctrica. En la parte de Asturias y León trabajaban las de vapor y como no tenían la fuerza suficiente para subir el puerto de Pajares, enganchaban dos locomotoras. Hay que decir que las eléctricas, más modernas, comenzaron por Madrid y pasaron varios años antes electrificar todo el recorrido hasta nuestra región. También hubo que mejorar las vías, que eran muy deficientes, para poder aumentar la velocidad de las locomotoras eléctricas.

En aquella estación de Oviedo mi hermano y yo lloramos como dos niños al despedimos. No lo pudimos evitar, éramos hermanos y amigos, nos criamos juntos y no vivíamos el uno sin el otro. Esta separación fue muy dura para toda la familia pero más todavía para él y para mi hermana Laudina por ser de edad aproximada y criarnos a la vez. Tan grande fue el sufrimiento de mi familia que mi hermana Laudina, que estaba recién casada y embarazada de su primer hijo, tuvo un aborto.

Nuestro accidente surgió poco antes, el día 4 de Diciembre anterior, al detonar unas cargas de dinamita, para festejar la patrona de los mineros. Alejandro, en Blimea, a las dos de la madrugada, cuando venía de trabajar. Yo, a las nueve menos diez de la mañana, muy cerca de casa, en La Bobia, mi pueblo.

Si yo tuve mala suerte, peor fue la de mi hermano Constantino, que murió en accidente de trabajo en el Pozo Cerezal, el día 29 de Junio de 1.964, la mina se lo llevó con sólo veintisiete años, casado y con dos niños de corta edad. El recuerdo de Constante, mi hermano, y de Alejandro, por ser compañero de trabajo del mismo Pozo y luego por vivir juntos la lucha que la vida nos presentó, siempre estará conmigo.

Los dos ya descansan en paz.

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