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La  chica  que conocí en el Adaro, María, tenía la misma edad que yo pero la diferencia era notable. Hiaba al hospital a practicas, con su carrera a punto de terminarla. Su preparación frente a la mía era avismal,  porque yo estaba como un borreguillo, nacido y criado en el monte y que sólo sabía las cuatro reglas. ¿Así a dónde iba a ir? Y por si esto fuera poco, con mi problema a cuestas, ni manos, ni cultura, ni dinero.

Para valorar todo esto, sólo es necesario darse cuenta de lo que pensaba el resto de la gente. En todo caso lo contrario. Decían convencidos de que mejor hubiera sido morirse en el mismo accidente que seguir viviendo. Todo el mundo lo veía imposible. Esta chica no lo vio imposible, sino fácil. Dijo que me iba recuperar, que sería un hombre en toda regla, que trabajaría y me defendería como los demás. Que formaría un hogar y tendría hijos como si no me hubiera pasado nada. Cuando hacía esas afirmaciones, todo esto y mucho más, pensé que ni con un milagro mi vida iba a ser como ella decía. Lo que me pregunto, para no encontrarme respuesta es ¿cómo pudo ella pensar de modo tan diferente a los demás y acertar en todo? Esto es lo que me llama la atención y no pude comprender.

Hay personas, mujeres u hombres, con una inteligencia asombrosa. Resulta muy difícil, por no decir imposible, creer aquellas afirmaciones del Director, diciéndome a dónde iba llegar y coincidiendo con la chica que, a pesar de ser tan joven, acertó en todo lo que dijeron. Da la impresión como si al hablarme lo estuvieran leyendo en un libro. ¡Qué acierto tan grande tuvieron los dos! Y qué alegría siento al describirlo, viendo que fue como una profecía de aquella bonita joven que tanto me apreció y que deseó lo mejor para mí. Nadie más que estas dos personas, ella y el director, sin conocerse, fueron tan optimistas, además de inteligentes como para planificar lo que iba ser la vida de un hombre que se sentía poco menos que al borde abismo, sin remedio para salir de él. Por ese motivo pienso que hay que fijarse mucho antes de despreciar a una persona. Lo primero es analizar sus posibilidades y conocer a la persona que vas a enjuiciar, positiva o negativamente. Si no sabes, si no encuentras la valoración  real, déjalo como está, pero no te adelantes en hacer juicios erróneos que puedan perjudicar al que ya bastante padece. No le prendas más el fuego, aléjate si quieres pero no te metas a gobernar a los demás. Cuando no sepas las cosas o no las puedas entender, lo mejor es que te calles, así estarás mejor, y podrás aprender que a ti también te puede pasar lo que nadie  desea.

Claro está que todos  podemos dar una opinión de las cosas y me parece normal. Eso es lo que hace la buena gente. Pero de eso a despreciar a los demás sin más, hay un abismo. Pintando las cosas justo al revés, como si te alegraras de la desgracia. ¿Qué clase de persona es el que machaca y pisotea al hombre caído? Lo que no quieras, lo dejas, pero ¡ojo con molestar! Es así de fácil. Lo que no quieras para ti no lo emplumes a los demás. Cada uno creo que ya tiene bastante con la carga que lleva. Es pesada para los que cumplimos, pero para el que se mete donde nadie le llama más. A estos se le multiplican y el mismo tiempo le hará sufrir el daño que hizo, esto está muy claro, porque de una forma o de otra todo se paga. El cielo o la misma naturaleza castiga sin palo ni piedra. Todo esto lo digo porque pasé por ello. Hubo gente que me despreció hablando mal sólo por no tener manos. Algunos porque no quisieron que acompañara a su hija y otros por dar la mojada sin sentido. Si no vas a beber el agua déjala que corra no la enturbies que otras personas la aprovecharan. La prueba de la realidad la tuvieron más tarde, comprobando mi forma de comportarme en la lucha para sobrevivir. Creo haber demostrado lo que un hombre con buena voluntad puede hacer por la vida y sin lesionar los derechos de nadie. A pesar del daño que me hicieron, sobre todo por su escasa cultura, con este artículo sólo pretendo recordarles la enorme equivocación que tuvieron y enseñarles el camino de la bondad, de la seriedad y del respeto a sus semejantes. Creo que después de todo y teniendo en cuenta que todo salió bien, al revés de como lo pintaron, algo deberían aprender del tremendo error que cometieron conmigo. Que así sea.

En aquel tiempo, viajar a Madrid era más difícil que ir hoy al pueblo más lejano del universo. La gente no viajaba más allá que las gallinas de su pueblo. Y si alguno se desplazaba a pueblos lejanos, lo hacían a caballo. Ir a

Aunque estabamos muy atrasados, la gente  de buenos sentimientos, no se dedica a croticar a los demas. Siempre hubo algun cotilla, que por su ingnorancia y maldad, hacen como el perro que se puso a ladrar a la luna, pero la luna no se mobio de su sitio.

 

La primera carta a mis padres

Tenía muchas ganas de poder comunicarme con mis padres y no había teléfono, ni otro medio más que el de las cartas que yo no podía escribir. Pedí al niño de Bustio, Agustín, que atara un bolígrafo con una goma a mi gancho y comencé a practicarme. Aunque era muy difícil porque no había pulso, ni control del gancho porque sólo se trataba de un simple cuero que lo sujetaba a mi brazo, sin mecanismo alguno, ni medios para poder dirigirlo, ni apoyarlo, por lo que, al principio, me resultó casi imposible. En lugar de letras con aquello sólo salían garabatos en todas las direcciones y sin control, pero yo no me di por vencido. Pensando que la inteligencia humana, sabiendo emplearla, tiene mucho campo. Porque está probado que los resultados llegarán tan lejos como la inteligencia de cada uno. Esa es mi teoría. A los quince días escribí la primera carta a mis padres y, aunque la caligrafía no era muy bonita que digamos, se entendía y mi esperanza era que con el tiempo la iba perfeccionar.

Lo de atarme el bolígrafo sólo lo tuve que pedir al principio porque al poco tiempo ya me di cuenta de que con una goma más gruesa, a la medida y en forma de cilindro yo mismo podría enchufar el bolígrafo. Lo difícil sería encontrar esa goma. Hasta que un día llegó el ayudante del Ortopédico, que por cierto era muy buen chaval, no así su jefe que no atendía ni a su mamá. Le conté lo que precisaba y él mismo me la preparó. En su siguiente visita a la clínica, me trajo una, la probamos y funcionó. Ya tenía otro problema resuelto y sin necesidad de tener que pedir ayuda. Nunca olvidé aquel proverbio que dice: no dejes para mañana lo que tengas que hacer hoy.

Cuando mis padres recibieron la primera carta escrita por mí no reconocieron mi letra y como las anteriores habían sido escritas por un compañero, pensaron que ésta sería también al dictado. Aunque en sus cartas no se explicaron bien al respecto yo noté que dudaban de la desconocida letra. Al ver que yo insistía en demostrar que era la mía, me dijeron que no me preocupara, que con el tiempo lo conseguiría. Aunque nunca dudaron de mi lealtad, quizá en ese tiempo pensaban que yo me hacía el valiente y decidido para que ellos no sufrieran porque para la mayoría de la gente era materialmente imposible creer que yo pudiera escribir sin mis manos. Si hasta que no lo vieron con sus propios ojos el personal de la clínica, no se lo creyeron, ¿cómo lo iban a creer los demás? Normal que dudaran.

Le di vueltas en mi cabeza para poder mostrarles la verdad hasta que un día pensé en que me sacaran una foto escribiendo, pero entonces pensé que sería peor el remedio que la enfermedad, no me valía el invento de la foto, porque iban a sufrir más. Aquel artefacto tenía muy mal aspecto. No me pareció bien que lo conocieran por el momento. Seguí pensando en cómo podía mostrarles que era yo realmente el que les escribía hasta que un día se me ocurrió decirle al Niño que me escribiera unas líneas que le iba a dictar. Al terminar mi carta le iba explicando lo que iba decir a mis padres:

Soy Agustín, asturiano y amigo de Arsenio, tengo 11 años y les escribo estas líneas para saludarles y decirles que es cierto que es Arsenio quien les escribe. Lo consiguió para poder comunicarse con ustedes. Si comparan las primeras cartas que recibieron verán que son distintas, esas las escribió un compañero que ya no está. Por favor, no duden de nosotros porque ni yo ni su hijo les decimos mentiras. Así mismo les digo que Arsenio ha sido felicitado por el director de la clínica, el doctor Francisco López de La Garma, delante de mi persona y le dijo: “eres muy valiente, nadie consiguió escribir en sólo quince días. Los hay aquí que llevan más de un año y no consiguen hacerlo. Haces mucho por tu rehabilitación llegarás muy lejos”. Yo, Agustín, doy fe de que todo esto que les explico es cierto y aprovecho la ocasión para saludarles atentamente, un cordial saludo. Y lo firmo.

Nunca me olvidé de este niño que tanto me ayudó y al que tardaría treinta años en volver a ver. En todo ese tiempo nunca supe de él, hasta que comencé a buscarlo a través de la gente que vino de aquella zona  a trabajar a las minas. Una tarde me dijeron que vivía en Cabrales y, a los pocos días,  fuimos mi esposa y yo a visitarle. No nos reconocimos, pero cuando le expliqué quién era, lo recordó todo. Le di las gracias por todo y nos presentó a su mujer y a su hijo pequeño. Pasamos un buen rato juntos recordando cosas del pasado. Pienso visitarle cuando termine el libro para regalarle uno dedicado a él y a su familia, en recuerdo de nuestra juventud. Aunque mi querida esposa ya no puede acompañarme, yo les saludaré en nombre de los dos.

 

 

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Estaba en la Clínica Nacional del Trabajo, en la Avenida Reina Victoria, nº 21, de Madrid, en el cuarto piso, habitación 32. A los quince días de ingresar y, para que pudiéramos comer solos, nos pusieron un pequeño aparato de cuero con una especie de gancho “no articulado” para enchufar la cuchara y el tanque de aluminio que usábamos para beber. Era algo provisional hasta que nuestros brazos estuvieran preparados para manejar las prótesis. Aquellos rústicos y pobres ganchos no articulados daban pavor verlos y casi se me para hasta el reloj, ya que parecía imposible poder hacer algo con ellos. Se trataba de un simple redondo de hierro curvado. Después de darle vueltas a las cosas, comencé a estudiarlos en profundidad para ver hasta dónde podía llegar con ellos. Con mucha lucha y dedicación, al cabo de unos días les saqué un gran provecho y no sólo para poder comer, los aproveché también para aprender a escribir.
 
Otro gran servicio que descubrí fue el poder asearme con ellos yo solo. Después de diversas pruebas, enrollando en el gancho un papel, conseguí limpiarme. Aunque al principio era muy latoso, dado que el papel se escurría por no poder sujetarlo, luego me di cuenta que si lo mojaba ligeramente se adaptaría mejor y de esta forma fui perfeccionado el tema para poder arreglármelas solo. Una de las cosas más bochornosas es que tengan que limpiarte el trasero.
 
Como ya no solicitaba la ayuda de los enfermeros, estos muy sorprendidos me preguntaron:
 
– ¿Cómo puedes asearte tu solo si es imposible?, no tienes con qué coger nada. ¿Quieres, por favor, decirnos como te las arreglas?
 
– Nada hay imposible, después de practicarlo unos días, llegué a defenderme solo.
 
Les mostré una gran esponja plana y delgada, para adaptarla mejor, que sujetaba con el gancho por el medio de ésta. La primera operación era limpiarme con papel enrollado en este gancho. Luego con la esponja me lavaba y al terminar me secaba con papel nuevamente y asunto resuelto. Desde luego que tuve que tener mucha paciencia, resultaba muy difícil sujetar las cosas, todo se me caía al suelo y vuelta a empezar de nuevo. Fue demasiado lo que tuve que soportar, pero el hombre que lucha puede ganar la batalla.
 

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En esta foto estamos mi hermano Constantino, con dieciocho años, Alejandro Antuña, con veinticinco años, y yo con veinte. Nos la hicieron el día 2 de Febrero de 1955. Unos días más tarde, el 23, marchamos a Madrid para ingresar en La Clínica Nacional del Trabajo, para hacer nuestra rehabilitación. Mi hermano nos acompañó hasta la estación de Oviedo para coger el expreso que salía a las once de la noche y tenía la llegada a Madrid a las diez de la mañana, o más tarde pues, en aquel tiempo, los trenes eran muy lentos y había que cambiar de locomotora tres veces, ya que en unos tramos de vía la locomotora era a vapor y en otros, eléctrica. En la parte de Asturias y León trabajaban las de vapor y como no tenían la fuerza suficiente para subir el puerto de Pajares, enganchaban dos locomotoras. Hay que decir que las eléctricas, más modernas, comenzaron por Madrid y pasaron varios años antes electrificar todo el recorrido hasta nuestra región. También hubo que mejorar las vías, que eran muy deficientes, para poder aumentar la velocidad de las locomotoras eléctricas.

En aquella estación de Oviedo mi hermano y yo lloramos como dos niños al despedimos. No lo pudimos evitar, éramos hermanos y amigos, nos criamos juntos y no vivíamos el uno sin el otro. Esta separación fue muy dura para toda la familia pero más todavía para él y para mi hermana Laudina por ser de edad aproximada y criarnos a la vez. Tan grande fue el sufrimiento de mi familia que mi hermana Laudina, que estaba recién casada y embarazada de su primer hijo, tuvo un aborto.

Nuestro accidente surgió poco antes, el día 4 de Diciembre anterior, al detonar unas cargas de dinamita, para festejar la patrona de los mineros. Alejandro, en Blimea, a las dos de la madrugada, cuando venía de trabajar. Yo, a las nueve menos diez de la mañana, muy cerca de casa, en La Bobia, mi pueblo.

Si yo tuve mala suerte, peor fue la de mi hermano Constantino, que murió en accidente de trabajo en el Pozo Cerezal, el día 29 de Junio de 1.964, la mina se lo llevó con sólo veintisiete años, casado y con dos niños de corta edad. El recuerdo de Constante, mi hermano, y de Alejandro, por ser compañero de trabajo del mismo Pozo y luego por vivir juntos la lucha que la vida nos presentó, siempre estará conmigo.

Los dos ya descansan en paz.

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Hay personas a las que las adversidades de la vida les dejan fuera de combate. Sin embargo la vida es una sucesión de elecciones. Cada vez que sucede algo malo, se puede escoger entre ser una víctima y maldecir a la mala suerte o sobreponerse y aprender de ello, para salir adelante y liberarse de tanto dolor.

Recuerdo una tarde, después de regresar de Madrid a mi casa, que Elviro Martínez, el alcalde, me llamó para que bajara a verle. Quería charlar conmigo sobre mi compañero Alejandro, que tenía una niña con la que aún era su novia. Yo, que le apreciaba como si de mi familia se tratara, al momento bajé. Nos saludamos y me dijo:

­–Arsenio, perdona que te haya molestado.

­–Tú nunca molestas, tranquilo, me resulta muy agradable charlar contigo y te aprecio mucho porque sé lo que luchaste por nosotros. Puedes estar seguro de que siempre recordaré tu gran generosidad para hacer por la gente todo lo que esté de tu parte. Todos te apreciamos por tu buena forma de ser.

Me dio las gracias y comenzó diciendo:

­­­–Estoy preocupado por Alejandro porque no hace como tú, que trabajas y estudias. Bebe mucho y quisiera poder convencerlo para que dejara de beber tanto y diera apellido a su hija. No hay nadie más indicado que tú, me dijo, porque sé que te aprecia porque le ayudaste mucho. Supiste ser fuerte, luchaste por ti y por él. Le llamaremos y entre los dos haremos lo que podamos. Todo el mundo dice que lo mejor para él será que ponga nombre a su hija y que siga con su novia. Aquí está solo y no saldrá de la bebida. A ver si entre los dos podemos conseguirlo. ¿Tú qué opinas?

­–Lo mismo que tú, eso sería lo normal, pero no lo conseguiremos, podemos intentarlo pero ya comprobarás que es imposible.

Le conté mi lucha con él. Ya no me quedaban argumentos posibles para poder convencerle porque ya en el Adaro de Sama, recién accidentados, le había pedido que recibiera a su novia que, con mucha frecuencia, lo visitaba en el hospital intentando darle su cariño y su ayuda. Muchas veces le dije:

­–Alejandro, no tortures a esa mujer que te quiere y te adora, no la dejes sola, sigue tu relación con ella, no tomes decisiones que más tarde puedas lamentar. Espera a venir de Madrid y, cuando empecemos a trabajar, si nos colocan en Duro Felguera, ya puedes cumplir con el compromiso de padre y de marido. Deja que corra el tiempo que es el mejor consejero y podrás seguir por el mejor camino que tú creas conveniente, pero no rompas con ella.

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Nada pude hacer, siempre me decía lo mismo, que no iba permitir que su suegra se riera de él por encontrarse sin las manos y que si no se había podido arreglar con ella antes peor sería al verle sin manos. Esto fue superior a sus fuerzas y nunca lo pudo quitar de su mente. Varias veces me contó que habían tenido fuertes discusiones, sobre todo las dos veces que intentaron preparar las cosas para casarse, antes de su accidente. En cambio me decía que quería a la chica pero que nada podía hacer. Aunque yo le decía:

­–Tú no vas a vivir con la madre, podrás ir a una casa y, como los demás, montar tu propio hogar. Las discusiones con su madre, nada tienen que ver con tu novia que es muy buena chica y te quiere a pesar de tu estado. Eso a mí no me parece ningún obstáculo que te obligue a dejarla y a renunciar a tu propia hija. Ella siempre dice y creo que lo dice de corazón, que lo de las manos no impide que seas su marido. Fíjate en lo mucho que te quiere, que me pide que te ayude a levantar esa moral, rogándome que te anime porque dice que para ti será lo mejor y que los dos, junto con vuestra hija podréis ser felices porque te quiere. Alejandro, yo mismo veo las dificultades que los dos tendremos en la vida y me parece normal que tengas dudas, por eso te pido que no decidas nada ahora, pero que tampoco la eches, debes esperar”.

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