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En esta foto estamos mi hermano Constantino, con dieciocho años, Alejandro Antuña, con veinticinco años, y yo con veinte. Nos la hicieron el día 2 de Febrero de 1955. Unos días más tarde, el 23, marchamos a Madrid para ingresar en La Clínica Nacional del Trabajo, para hacer nuestra rehabilitación. Mi hermano nos acompañó hasta la estación de Oviedo para coger el expreso que salía a las once de la noche y tenía la llegada a Madrid a las diez de la mañana, o más tarde pues, en aquel tiempo, los trenes eran muy lentos y había que cambiar de locomotora tres veces, ya que en unos tramos de vía la locomotora era a vapor y en otros, eléctrica. En la parte de Asturias y León trabajaban las de vapor y como no tenían la fuerza suficiente para subir el puerto de Pajares, enganchaban dos locomotoras. Hay que decir que las eléctricas, más modernas, comenzaron por Madrid y pasaron varios años antes electrificar todo el recorrido hasta nuestra región. También hubo que mejorar las vías, que eran muy deficientes, para poder aumentar la velocidad de las locomotoras eléctricas.

En aquella estación de Oviedo mi hermano y yo lloramos como dos niños al despedimos. No lo pudimos evitar, éramos hermanos y amigos, nos criamos juntos y no vivíamos el uno sin el otro. Esta separación fue muy dura para toda la familia pero más todavía para él y para mi hermana Laudina por ser de edad aproximada y criarnos a la vez. Tan grande fue el sufrimiento de mi familia que mi hermana Laudina, que estaba recién casada y embarazada de su primer hijo, tuvo un aborto.

Nuestro accidente surgió poco antes, el día 4 de Diciembre anterior, al detonar unas cargas de dinamita, para festejar la patrona de los mineros. Alejandro, en Blimea, a las dos de la madrugada, cuando venía de trabajar. Yo, a las nueve menos diez de la mañana, muy cerca de casa, en La Bobia, mi pueblo.

Si yo tuve mala suerte, peor fue la de mi hermano Constantino, que murió en accidente de trabajo en el Pozo Cerezal, el día 29 de Junio de 1.964, la mina se lo llevó con sólo veintisiete años, casado y con dos niños de corta edad. El recuerdo de Constante, mi hermano, y de Alejandro, por ser compañero de trabajo del mismo Pozo y luego por vivir juntos la lucha que la vida nos presentó, siempre estará conmigo.

Los dos ya descansan en paz.

Ingresamos en la clínica una fría y lluviosa mañana, del 23 de febrero de 1.955. Nos acompañó Bernardo Roces, enviado especial por Elviro Martínez, Alcalde del Ayuntamiento de San Martín del Rey Aurelio, excelente hombre y atento, como siempre. Le mandó para ayudarnos en el viaje y presentarnos en la clínica. Estábamos esperando el ascensor para subir a recepción e ingresar, cuando, en ese momento, bajó el director, el doctor Don Francisco López de La Garma. No le conocíamos, pero él, que se dio cuenta de nuestro ingreso, con mucha gracia dijo:

– ¡Buenos días, señores! ¿Son ustedes los asturianos que ingresan?

– Sí, señor.

Después de presentarnos nos dijo: que iba con prisa a una reunión pero que antes quería conversar un poco con nosotros. Nos invitó a sentarnos, uno a cada lado suyo, en uno de los dos bancos que había.

Comenzó la charla y allí mismo nos miró la amputación y el estado de los muñones. Sacó su agenda y nos mostró varias fotos de otros que padecían el mismo traumatismo. Debo destacar que su charla fue muy normal, me refiero a que no trató de examinarnos. Se habló de distintas cosas, todas sobre el tema de la rehabilitación. A medida que íbamos hablando, le hice algunas preguntas y procuré atender a todo con mucha atención, pues se trataba de cosa muy seria, nada menos que de mis manos. Cuando menos lo esperaba el doctor, me dijo:

–Arsenio, te voy hacer una pregunta, pero dime la verdad ¿qué es lo que sientes ahora mismo?

–Doctor, la verdad, claro que sí. Me siento muy mal, aquí nos trajeron engañados, nos dijeron que nos iban a poner unas manos y eso que usted nos muestra son una forma de pinzas con curva. La sorpresa es muy grande señor, hasta me produce sufrimiento. Pensé encontrarme con manos, no con esto.

El susto de ver aquellos aparatos que a simple vista eran muy simples y con pocas posibilidades de poder manejarlos, me dejo como atontado. Fue demasiado fuerte, mi corazón latía a velocidad del rayo.

Se levantó y, como es normal, yo también. Me dio una palmada en mi hombro y dijo:

–Muchas gracias, así se habla. Hay que ser sincero y tú lo eres. A ti no te pierdo de vista, eres muy inteligente, llegarás muy lejos y te prometo que saldrás de aquí hecho un hombre.

Como si fuera una profecía, lo que dijo el director, igual que la chica que conocí en el Adaro de Sama de Langreo, María, se cumplió. Los dos coincidieron en valorarme y pensar que yo me iba recuperar. Aunque para el resto de la gente les resultaba algo imposible y para mí también. ¡Cómo iba pensar yo que podría trabajar con aquello que acababa de conocer, imposible!

Lo que nunca olvidaré es el acierto de estas dos personas, que al anticiparse a pintarme como iba ser mi vida, sin darse cuenta, me ayudaron, porque, aquellas palabras tan bonitas y decisivas fueron un estímulo para mí. Pensé que si lo decían sería por alguna razón. Algo verían en mi persona que les indicaba que iba a luchar tan duro como para salir de aquel grave problema y me defendería en la vida como uno más.

Por esta y otras muchas razones, pienso que es muy importante, escuchar a las personas, porque muchas veces nos ayudan a resolver nuestro problema. El ayudarnos unos a otros siempre será importantísimo, pero sobre todo en esos trágicos momentos, que el mismo dolor te atrofia los sentidos y no te deja ver la realidad del problema. A veces uno no sabe por dónde tirar, si al camino de la solución o de la perdición. Todo esto depende de la capacidad de cada persona para luchar en esa oscuridad donde te ves metido y sin saber cómo vas a salir de ella.

–Aquí hay que trabajar mucho, dijo el Director, os queda un buen trecho por delante, pero creo que tú vas a ser muy bueno y lo conseguirás muy pronto. Para despedirse nos dijo: no olvidéis que aquí estáis como en las minas, a tarea, cuanto más trabajéis primero regresaréis a vuestras casas.

Nunca olvidé todo aquello, y sobre todo aquellas frases cuando decía que había que trabajar duro y como a tarea.

Aquel fue un mal momento. Me quedé doblemente sorprendido; por un lado, mi gran decepción al conocer lo que iban a ser mis manos; con una presencia que a simple vista, no parecen lo que real mente son. Y luego, por aquellas afirmaciones y el aprecio del director hacia mí, me hicieron pasar apuros a la vez que pena por Alejandro. Desde luego que había una clara diferencia entre él y yo. Mientras que mi compañero parecía más tranquilo, mi forma distinta de ser, no me permitía parar. Siempre fui muy inquieto, y en ese tiempo más. El director muy pronto se dio cuenta de mi forma de ser, por mis preguntas o por lo que haya sido. Supongo que estos detalles, junto con su gran inteligencia, fueron lo suficiente como para que sus afirmaciones sobre el tema se hicieron realidad. Era veterano y sabía el grado de pérdida de moral de sus pacientes. Creo sinceramente que fue un hombre superdotado, con una inteligencia asombrosa. Además de médico, era por naturaleza propia psicólogo, sabía lo que tenía delante. Un trabajador de marca, duro en la rehabilitación pero agradable y comprensivo después de terminar el trabajo. Fue un hombre muy importante y creo que su gran capacidad para enseñar influyó en mí para aceptar la rehabilitación con afición, además de mi gran voluntad para hacer las cosas. Sin duda este gran maestro fue importante para mi pronta rehabilitación, pero también fue importante y decisiva para el resto de mi vida, pues lo que bien se aprende mal o nuca se olvida.

Después del fuerte trabajo que aquello suponía y de lo amargo de nuestra situación, estuvimos muy bien atendidos, lo mismo por los médicos y las monjas que por los enfermeros. Comíamos aparte del resto del personal. Nos prepararon un lugar especial junto a la cocina para comer.

Foto en la terraza de la clínica, unos días después de ingresar.

Nos daban un vasito de buen vino blanco en las comidas. Eran vasitos de aluminio con asa para cogerlo (en bable lo llamamos tanque). Estaban numerados y el mío era el 7. Nos había recomendado Don Francisco Lavadíe Otermín, nuestro gobernador de Asturias, el que había negociado nuestro ingreso junto con Don Elviro Martínez, el Alcalde de nuestro pueblo.

Bernardo Roces nos acompañó en todo el viaje hasta que nos dejó ingresados en el la clínica. Tenía que cebarnos por tunos. Mientras que el primero comía, el otro miraba y contemplaba aquel cuadro que todavía hoy me da pena recordar. Este gran hombre nos ayudaba en todo lo necesario con arte y con cariño, como si de unos niños se tratara, pues hay que tener en cuenta que no podíamos ni comer, ni hacer nada para defendernos. Nunca olvidé lo bien que se portó con nosotros. Se desvelaba por ayudarnos. Fue siempre un hombre noble, atento y reservado. Hombre serio y cumplidor de sus deberes donde quiera que estuviera. Ya desde que íbamos con él a los campamentos de Riaño, en León, siendo nuestro jefe, nos trató muy bien pero con disciplina y con rectitud. Siempre fue amigo de enseñarnos para que todos cumpliésemos con nuestro deber de ciudadano. Toda su vida conservó una conducta intachable. Trabajador incansable y cumplidor en todos los órdenes de la vida y amigo de ayudar. Veló por los intereses de los paisanos de la zona con honradez y entrega, con un mérito incomparable y con amabilidad para tratar a todo el mundo.

Viajábamos con Bernardo Roces, una mañana del mes de Julio del 1949 cuando íbamos en los camiones del ejército hacia el campamento de Riaño, en León. Éramos un escuadrón de doscientos cincuenta chavales, todos jóvenes. Yo tenía quince años. Fue mi primer viaje ya que lo más lejos que había ido fue hasta el concejo de Aller y por los montes del Cordal.

En el momento de atravesar el pueblo de Soto Bezanes, del concejo de Campo de Caso, y por una pequeña llanura que había encima de este pueblo, nuestro camión se averió y no pudimos continuar el viaje. Al parar, Bernardo Roces y el camionero lo revisaron para ver si lo podían poner en marcha pero no pudieron repararlo. Dado que la cosa se alargó, le pedimos permiso para bajar del camión. Esta flota de camiones que nos transportó no tenían toldo y la caja era de madera por lo que tendríamos que pasar allí todo el día hasta que regresaran el resto de los camiones, después de dejar a la gente en el campamento, en Riaño.

Mientras que seguían con la revisión del camión, nosotros contemplábamos aquellos grandes valles y cañadas, el verdor de las praderas, las grandes montañas de piedra caliza, donde abundan los pastos, que nos llamaban la atención al saber por nuestros mayores que producían hierba en gran cantidad de muy buena calidad para los rebaños de ovejas, vacas y caballos que pastaban por todo el paraje. Allí la producción de carne tenía fama por ser del ganado nacido y criado en esos pastos de alta montaña. Desde siempre se decía que los pastos del alto Nalón eran especiales. Así mismo contemplábamos el gran río Nalón, que con sus claras y cristalinas aguas despertaba nuestro interés y pudimos contemplar las truchas que navegaban y saltaban para cebarse de los mosquitos que revoleteaban por encima de las aguas. A pesar de ser nuestro mismo río, algunos lo conocimos ese día por primera vez, porque en nuestra zona las aguas bajaban negras por el lavado del carbón en toda nuestra cuenca minera. Por nuestra zona las truchas casi no existían debido a la gran contaminación de estas aguas que comenzaban a ser oscuras a partir de Laviana y que, a medida que avanzaban, hasta su desembocadura en San Esteban de Pravia, iba recogiendo más restos del carbón, creosotas y grasas en general, que iban a permanecer hasta el año 2000. Muy poco tiempo antes comenzó el saneamiento de éste río Nalón que hoy da gloria ver. Pero pagando un alto precio por todo esto, ya que nos quedamos sin las industrias mineras, que fue nuestro único medio de vida y que hoy está en total decadencia. Da pena el pensar como nuestra juventud emigra por no tener trabajo en la tierra donde nacieron y se criaron.

Cuando llegamos al campamento ya era de noche. Nos apeamos del camión con nuestras mochilas y las dejamos en las tiendas de campaña que ya estaban preparadas y numeradas. En cada una nos metíamos seis compañeros. La dirección de la nuestra era la 6ª escuadra de la 2ª centuria, Campamento Nacional Dieciocho de Julio, Riaño, León. Así nos llegaban las cartas de cada uno.

A continuación fuimos al comedor, a cenar. Al regreso, dos compañeros y yo fuimos a letrinas. Estaban al lado del Río Esla, en un edificio alargado y preparado para el caso. En lugar de la taza de wáter había una línea de agujeros, apropiado para cada uno, y a nivel del mismo hormigón que estaba muy fino y resbaladizo. Desde luego, todo estaba bastante bien pues por debajo de estos agujeros pasaba una gran corriente de agua a través de un gran canal que sin duda limpiaba perfectamente. Si acaso había que quejarse de algo era del piso de hormigón que estaba demasiado fino y de no haber más luz que la de la noche.

Lo peor del caso era que casi siempre había una persona que, por donde quiera que vaya, la arma para reírse de los demás. Esa noche al no haber luz y desconocer el sitio, los que habían ido en primer lugar dejaron aquello de pena. Había cantidad de “broza” por todo el lugar y dos de nosotros caímos en la trampa, que estaba armada para eso, pues allí no se veía nada. Al caer una de mis piernas entró por el agujero. Al pegar contra el hormigón casi pierdo lo que tengo de paisano. Los dolores fueron terroríficos. Con aquella mojadura y con unos olores de apestar, no tuvimos más remedio que ir al río a quitarnos toda la ropa hasta quedar desnudos para podernos bañar y lavar la ropa. Tuvimos que volver a ponerla mojada y pingando hasta llegar a la tienda de campaña. Desde luego que resultó molesto, después de quedar embadurnados hubo que aguantar el frío que por las noches y sobretodo en medio de aquellas montañas era muy duro. Regresamos a la tienda y a callar, para que no se enterasen y se armara la gran comedia de los energúmenos que la armaron. Aunque nuestra idea era atarles allí, nada pudimos hacer porque no se nos ocurrió ser de esa mala calaña, y pagarles con la misma moneda.

Aunque la disciplina era como la de los militares, porque  allí todo se hacía al estilo militar, desfilando y haciendo la instrucción. Además de una seria enseñanza, para algún animalito de dos patas, poco o nada les valía, en cuanto se ven libres de los jefes son peor que las alimañas, no respetan a nadie, encima de ser los más rosqueros ante los jefes.

El embalse que puede verse en la foto anegó el primitivo Riaño y algunos otros pueblos cercanos en 1987.

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Continúa en el siguiente artículo.

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