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La lucha contra tanta nieve y contra la pendiente de la montaña fue muy dura. Teníamos que ir sondeando el terreno para evitar el peligro. Tardamos varias horas en llegar al punto de destino. Cada poco nos encontrábamos con lugares donde la nieve acumulada por el aire era tan elevada que no podíamos circular. En uno de mis intentos por saber la profundidad de ésta, me quedé enterrado. Al perderme de vista, mi hermano se puso muy nervioso, no sabía dónde estaba y me llamaba.
– ¿Dónde estás, Arsenio, te pasó algo?
Después de poder respirar y de tranquilizarme un poco le puede decir que tirara de la soga. Comenzó a tirar con todas sus fuerzas y logré salir. Menos mal que antes de explorar aquella pila de nieve le dije que cogiera mi soga por el extremo, por si me tragara la nieve y tuviera que ayudarme a salir. Así lo hizo, con nervios, pero conseguimos saber la profundidad de la nieve, y ya no volveríamos a penetrar en tanta masa por lo peligroso que podía ser. Decidimos quitarla con nuestras palas, aunque nos llevaría mucho más tiempo, era más seguro.
Cuando estábamos paliando con toda gracia, se rompió el mango de una de nuestras palas. Por un momento tuve que dejar solo a mi hermano. Se quedó trabajando mientras yo retrocedía a buscar otra. Cuando regresé ya estaba mi hermano sudando por el esfuerzo del trabajo y sin frío a pesar de la helada encima de la nieve. Seguimos trabajando para dejar paso y regresar con la histórica “castañalona”. Esto nunca iba ser olvidado por la familia y, sobre todo, por nuestro abuelo que lo había considerado una gran hazaña, como él lo llamo. Con cierta frecuencia lo recordaba.
Luchando y con grandes gotas de sudor llegamos a la chimenea de La Julia. No sabíamos ciertamente donde se encontraba la castañal, el monte era raso, todo parecía igual, con aquel blanco manto que lo cubría. Comenzamos uno por cada lado a sondear con una madera. No tardamos mucho en encontrar el árbol. Comenzamos de nuevo a paliar nieve hasta descubrirlo para dejar libre unos metros más de camino y poder arrancarla de su lecho. Después de dar este quite a la nieve, nos sentamos a descansar encima de éste, a la vez que chupábamos nieve para apagar la sed. Allí no teníamos agua pero la nieve nos sirvió para saciar la sed y también para sofocar el calor que nos produjo el bregar entre aquella nevada ya que teníamos que palearla con fuerza porque sabíamos que en una sola tarde iba ser muy difícil regresar con este pesado árbol, pero la recompensa sería que daría leña para atizar el fuego unos cuantos días a nuestros abuelos, a los que tanto apreciábamos.
El árbol se encontraba a unos veinte metros de distancia de la chimenea. Lástima fue que no estuviera a lado de ésta, pues nos hubiera evitado un gran trabajo. En las chimeneas de las minas que salen a las praderas o montes para ventilar estas, sale un aire caliente con un grado de humedad en forma de vapor, que parece humo. Es muy curioso, este aire sale caliente, en el invierno y frío en el verano. Estas corrientes circulan por el interior de las minas de montaña, unas veces sale y otras entra, según la presión atmosférica. Esto lo teníamos muy en cuenta los mineros, si el aire tira arriba, no se podía dar fuego en la parte más baja de la mina, ya que el humo, al invadir la parte de arriba, asfixiaría a la gente que allí trabajaban. En algunos lugares estas corrientes casi no se notan, en otros son tan fuertes que casi dejan sin vista por el polvo que levantan. Cuando esta corriente es pequeña, para saber en que dirección circula el aire, dábamos una palmada en nuestra ropa saber hacia dónde se desplazaba el polvo.
Alrededor de estas chimeneas, en un círculo de unos ocho metros no cuaja la nieve por ese calor que viene del interior de la tierra y que nosotros, ya desde niños, aprovechábamos para librarnos del frío cuando cuidábamos nuestro ganado. En el invierno procurábamos cobijarnos en estos lugares que aun hay por nuestra zona y que respiran a través de los minados que permanecen sin hundirse por tratarse de zona de roca.
Preparamos aquel árbol cortándole las ramas que tenía para poder arrastrarlo. Le clavamos las clavijas, atamos las sogas una para cada uno, y cuando ya todo estaba preparado la miramos y por un momento dudamos si podríamos moverla. Le dije a mi hermano:
– Puede ser que tengamos que quitar más nieve. Si no podemos llegar hoy, mañana durante el día lo conseguiremos, porque a casa ha de llegar.
Nos aparejamos como si fuéramos dos machos de la tira y decidimos salir.
Adelante, compañero, le dije, y conseguimos arrancarla del sitio, que era lo más difícil ya que podía tener una de sus gruesas ramas espetada en la tierra.
Echamos toda la tarde tirando por ella, y quitando nieve que, con frecuencia se acumulaba delante y no podíamos con tanto peso, había que limpiarlo para poder arrastrarla. Ya estaba cayendo la noche y aun estábamos muy lejos. En uno de nuestros descansos, comenté a mi hermano que lo peor sería si no llegáramos a casa para las once de la noche, que es cuando nuestro padre venía de trabajar. Si no llegamos saldrá en nuestra búsqueda, con lo malo que está para transitar por esa montaña que tiene que atravesar y lo cansado que vendrá después de su jornada de trabajo. Llegará agotado y si encima del susto tiene que salir a buscarnos, terminará reventado y eso no puede ocurrir. Debemos calcular la hora para llegar a casa antes de las once y evitarle tanta molestia a nuestro padre.
El problema era saber la hora que era, porque de noche nunca pudimos saberla. En cambio de día sí la sabíamos por el sol y los árboles, que nos servían de referencia. Aunque no siempre es igual, pues en el verano es un árbol y en el invierno otro por la diferencia de la altura del sol.
Seguimos luchando con el árbol que en algunos sitios no cabía por el estrecho camino. Hasta nos picaban los ojos por las gotas de sudor que, al no tener pañuelo, lo limpiábamos con la nieve.
Los dos estábamos muy nerviosos por el miedo de llegar tarde, pero tampoco queríamos dejarlo. Procuramos apurar al máximo y tuvimos suerte, como si supiéramos la hora, ya que llegamos sólo unos minutos antes que nuestro padre.
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En el año 1948, cayó la “nevaona” fue famosa en todo el territorio por ser la mayor de las nevadas que conocían los nacidos. Así comentaban los antiguos. En mi pueblo de La Bobia, donde menos había era de un metro, en algunas partes había bastante más del metro. La casa de mis padres está situada al oeste del pueblo en medio de una gran vega muy vistosa y soleyera, a una distancia de unos trescientos metros de la casa de mis abuelos. Al amanecer con tal nevada, lo primero que hicimos fue quitar nieve para hacer camino hasta la cuadra para cebar el ganado y ordeñarlo. Para luego seguir quitando nieve hasta la fuente, que estaba a unos seiscientos metros de distancia aproximadamente. Para seguir después hasta la casa de mis abuelos que se encontraban solos. Aunque la cuadra estaba pegada a la casa y una vaca que tenían la podían cebar, estaban aislados y sin agua. Todos los días había que traerla desde la fuente. La transportábamos mi hermano Constante y yo, con varios calderos colgados de una pieza de madera que poníamos al hombro, tirando uno por cada extremo. De esta forma abastecíamos las dos casas del agua necesaria para el consumo y lavarse todos. Los que más gastaban eran los mineros que llegaban negros y llenos del polvo del carbón. Tenían que bañarse en un barcal , en el cobertizo, el que lo tuviera, el resto a aire libre, lloviendo o con sol, para evitar mojar toda la casa.
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Aquel día de tanta nieve también trabajamos todos hasta que llegó la noche, momento en que llegamos mi hermano Constante y yo a casa de nuestros abuelos. Fue un largo trayecto y de duro trabajo, pero después de paliar varias toneladas de nieve fuimos recibidos por los abuelos. Se pusieron muy contentos y nos dieron una buena merienda. Comimos un pedazo de tortilla de patata, un pedazo de tocino de lo blanco, una torta de las que mi abuela preparaba y unos traguitos de vino que mi abuelo nos dio; pues en nuestra casa no había nada de todo aquello y nos sabía a gloria. El tocino, a pesar de ser de lo blanco, lo comíamos con las mismas ganas que si fuera un manjar. No conocíamos el jamón ni el tocino entrevenado hasta que más tarde mejoraron las economías familiares y ya se podía criar un cerdo en la casaAl terminar de merendar y sabiendo que mi abuelo tenía poca leña para el fuego, le pregunté si sabía dónde había algo de madera al que pudiéramos ir con tanta nieve. Dijo:
-Sí que hay una castañalona junto a la chimenea en mina de la Julia en los Collainos, pero allí no podéis llegar con tanta nieve, aparte de que puede ser peligroso para ti y para tu hermano. Este paraje está situado al sur de nuestro pueblo, y al otro lado de la montaña dando vista a Santa Bárbara. La distancia es de unos 1500 metros, pero el camino es muy malo, estrecho, entre dos paredes, con muchas pozas en su suelo y con mucho barro. Así como las subidas y bajadas, que también son muy pendientes, además de esta terrible nevada.
-Ya es difícil arrastrar la madera en tiempo seco por esos lugares tan malos, con tanta nieve no lo conseguiréis dijo mi abuelo. Seguíamos analizando las posibilidades pero él decía que no podía ser.
-La pared del camino no se ve porque todo está tapado y podéis saliros de éste y perderos por debajo de la nieve en ese abismo con tanta pendiente y de largo recorrido. Si por desgracia os deslizáis por debajo sería imposible el encontrar una persona, hasta que no se marche la nevada por lo accidentado del terreno y la inmensa longitud de la montaña.
Después de estudiar los posibles peligros, le dije al abuelo:
-Vamos a ir a buscar esa madera, lo más importante es saber los peligros que nos acechan, y como los sabemos, procuraremos evitarlos. Por ejemplo para no perdernos en el abismo, vamos a ir atados con una soga por la cintura, una para mi hermano, y otra para mí. Esta soga la ataremos a la castañal y si resbalamos quedaremos atados ella. Procuraremos sondear para saber dónde están las paredes para poder guiarnos, y circular por el camino. Sobre todo en los lugares que bien conocemos como más peligrosos. Llevaremos dos palas para quitar la nieve que nos moleste al caminar. Llevará muchas horas pero conseguiremos traerla, no lo dudes, yo no tengo ningún miedo. Tranquilo que no pasa nada abuelo.
-Sí, pero para bajarla desde la Julia al camino es monte raso, si uno se desliza no aparece ni en quince días. Ese lugar es lo más peligroso, dijo el abuelo. Si por desgracia se marcha uno por debajo de esa cantidad de nieve, puede bajar hasta el final de la montaña y tiene más de un kilometro, es imposible.
-En efecto le dije, claro que lo es, por eso llevaremos las sogas, allí bajaremos atados a los arbustos que alguno hay a medida que vayamos avanzando con ella hasta llegar al camino. De esa forma evitaremos echar a rodar. Será lo mejor para bajarla. Y si uno se marcha no se aleja más que la longitud de la soga, te coges a ella y vas subiendo de nuevo a tu posición. Si Constante me acompaña mañana, al medio día saldremos a por ella, creo que para la noche podremos regresar. En caso de que llegue la noche o nos cansáramos por demasiadas horas, lo dejaríamos para el día siguiente.
Mi hermano dijo que sí, que el también quería ir, mañana saldremos al medio día y lo conseguiremos.
Intervino nuestra abuela, que hasta ese momento nos escuchaba sin decir palabra, y le dijo a mi abuelo:
-Paisano, no se te ocurrirá dejarles ir, eso es muy peligroso, les puede pasar algo.
Mi abuelo que había analizado mis planes le dijo:
-Sí que lo van a conseguir, Arsenio lo planeó muy bien, yo no lo hubiera hecho mejor. Si lo hacen como dice, no les pasará nada, pero es indispensable cumplir con lo que dice hacer. Porque sin las sogas, las palas y el hacho, sería muy peligroso.
-No sé qué cuentas te vas a echar si pasa algo, dijo, la abuela.
-Ya está decido le contestó, estos dos son fuertes como robles para su edad y todavía no hay en todo el contorno mayores quien les gane. Así que si ellos lo deciden que así sea.
Mi abuelo se levantó de su aposento, me puso la mano en el hombro y dijo:
-Arsenio, eres invencible, ten mucho cuidado con tu hermano y contigo mismo y os saldrá bien.
Era medio día cuando ya preparados para partir le dije a mi abuelo:
-Tranquilo abuelo, que no pasa nada. Si nos oscurece y no estamos muy cansados, igual bregamos también por la noche.
Cuando nos alejábamos me llamó y me dijo:
– No te olvides de lo peligroso de la nieve. Ten mucho cuidado. Le saludé con mi brazo en alto y seguimos caminando. No dejaron de mirarnos hasta que nos perdieron de vista, a medida que nos alejábamos hacia la montaña, que nos iba separando de ellos. Mi abuela también se quedó a su lado viendo como bregábamos en la gran nevada.
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El carbón era en aquel tiempo, la única materia energética que disponía la nación, era necesario para los barcos de guerra y de pesca; para las locomotoras de los trenes, que todas eran a vapor; para las máquinas de extracción de los pozos, de donde se extrae el mismo carbón; para las fundiciones de hierro, centrales térmicas donde se produce la energía eléctrica; fabricación de benceno, grasas y aceites, muy importantes para los engrasados de la maquinaria en general; para “atizar” las cocinas de la población; además de un montón de subproductos derivados de éste que eran de primera necesidad para toda la nación.
Fue un producto indispensable en aquel tiempo, todo dependía del apreciado carbón. Todavía hoy se emplean varios subproductos que salen del carbón y que en menos escala aún permanecen en el mercado.
No existía ni el petróleo, y la gasolina era muy escasa, no había coches ni carreteras a los pueblos. El carbón era importante para todo, y por eso devolvieron de los frentes de la guerra a los que eran picadores del preciado mineral, Fue una riqueza, dió trabajo a miles de personas durante muchos años y fue el motor de la economía española, y, Asturias, una de las provincias más ricas del país, creo que estaba en tercer lugar de las mejores en economía. Hubo un tiempo en que aquí se vivió muy bien, como zona rica que era. Había dinero, había de todo. Fue época de vacas gordas, así lo llamo la gente.
¡Lo que son las cosas! En cambio, hoy, es una de las provincias más pobres del país. Cerraron las minas. El carbón, sin valor en la era del petróleo. Así se escribe la historia, todos esperamos con impaciencia que nuestra región levante su débil economía y no tengan que seguir emigrando nuestra juventud. Mi hijo Norberto, especialista en psiquiatría, lo mismo que mucha gente más si querían ganarse el pan, tuvieron que emigrar a distintas partes del continente.
La decadencia del carbón comenzó en la última década del dos mil, a causa de la industria del petróleo y sus derivados. Esto nos dejó como los más pobres de España: paro, emigración y una baja economía, la que no se sabe cuando volveremos a recuperar.
En aquellos años de tanta guerra y hambre, vuelve a aumentar la familia. Nacía una bonita niña que volvía a traer la alegría a la casa hasta el punto de que mis padres decidieron ponerle el nombre de Laudina en honor a la otra hermana que había muerto del “mal de moda”. La familia siguió aumentando año tras año hasta llegar a nacer 15 hermanos, sobreviviendo 14.
A pesar de tantas necesidades y de ser una larga familia, siempre nos llevamos muy bien. Me acuerdo de alguna gente que nos decía: “¡vaya familia más unida!, presta veros juntos trabajando” pocos hay tan unidos. Cierto es que siempre trabajamos con arte y decisión y todos a cual más.
Un domingo llegó a nuestra casa un hermano de mi padre, Benjamín, nos vio comer a todos, se quedó mirando y, muy sorprendido de cómo comíamos y a qué velocidad, dijo a mis padres:
Me asombra ver comer a este rebaño de niños, con qué ganas lo hacen mientras que el mío no come de casi nada.
Hermano, para tu hijo la receta te la doy yo, y no falla, comerá como los míos en muy poco tiempo le dijo mi padre con una sonrisa. Mándalo para nuestra casa con éstos y en pocos días comerá como ellos y añadió: ¿No te das cuenta, que al tuyo le sobra comida y los míos están casi siempre hambrientos?
Toda mi familia fuimos mineros y en aquel tiempo, pobres, además de esclavos. Se trabajaban diez horas diarias y a veces más. Dos de éstas eran para el estado. Había que recuperar la economía perdida en la Guerra Civil Española. Si las cosas estaban mal, para acabar de ponerlo peor, en el 39 estalla la Segunda Guerra Mundial. Esta sería una tragedia porque, aparte de los miles de hombres que murieron en batalla, otros quedaron mutilados o con diversos lesiones y problemas.
Los padres y hermanos mayores tuvieron que ir a la guerra, quedando las madres y los hijos pequeños nuevamente solos y sin medios. Mi padre se incorpora en Teruel con los nacionales e intervino en sucesivas batallas donde los compañeros caían a su lado como mosquitos, unos muertos y otros heridos clamando porque les sacaran de aquel infierno. Fueron momentos de terror y desolación. Él tuvo la suerte de no caer herido a pesar de que un día, cuando estaban cavando una trinchera, en uno de los ataques de la aviación, cae al lado de él un obús, y dejó enterrado a su compañero. Mi padre y otros se salvaron de milagro. Allí los que no caían bajo las bombas se morían congelados por el frío durante las guardias, se quedaban congelados y pegados a su fusil.
Una triste mañana cuando estaban cavando unas yrincheras, mi padre y varios de sus compañeros llegó un comandante del ejército, maltratándoles de palabra y diciéndoles entre otras cosas, que todos los asturianos eran rojos y que no los quería ni ver delante. Les puso un ultimátum advirtiéndoles que si al día siguiente, a la una del mediodía, no terminan de excavar aquellas trincheras y de colocar las alambradas, él mismo, pistola en mano les fusilaría sin consejo de guerra y por desobediencia. Era aquel hombre un tío duro y salvaje, ya conocido y temido por toda la tropa.
Cuando este malvado se alejó del frente, mi padre y el resto de los compañeros se reunieron en la misma trinchera desolados por lo que acababan de oír, y viendo que era imposible terminar la tarea que les había impuesto y sabiendo que él cumpliería su amenaza y que serían fusilados sin que nadie lo pudiera evitar, pensaron que el único remedio para salvar sus vidas, sería que cuando llegara el comandante uno de ellos le disparara. Éste sería elegido por sorteo entre ellos mismos. Después tendrían que pasarse al bando contrario, que bien cerca lo tenían. Se pusieron de acuerdo creyendo que sería mucho mejor morir en la huída por las balas del enemigo, que verse morir uno a uno por la pistola de aquel criminal. Y, sobre todo, valorando que en la huida alguno se podía salvar.
Ya todos de acuerdo siguieron trabajando y entre ellos reinaba el silencio y la tristeza. A pocos metros de mi padre uno de sus compañeros perdió los nervios y no soportó lo que había oído al comandante, así que trabajando a poca distancia de ellos y con su fusil al lado les dijo:
-Compañeros yo no aguanto más.
Sólo les dio tiempo a ver el cañón de su fusil en la barbilla y oír el disparo. El hombre cayó fulminado y nada pudieron hacer por su vida. Mi padre nunca olvidó a este compañero y durante toda su vida llevó grabada aquella escena de dolor. Camblor, vecino del valle de La Cerezal, de la aldea La Zorea, era un gran hombre y amigo de mi padre de toda la vida, por ser compañeros en las minas y vecinos de un pueblo muy cercano. Esto sucedió poco después de irse el comandante. Pensando en lo que podía ocurrirles al día siguiente, siguieron con la misma idea de acribillar a balazos al que iba a ser su verdugo, pues estaban convencidos de que iban a ser fusilados. Pero esto no sucedió, ya que a las once de la mañana, dos horas antes de la hora prevista y mientras trabajaban en la misma trinchera, les llegó la reclamación del gobierno para que volvieran a las minas en Asturias y se incorporaran a sus trabajos como mineros picadores de carbón. En cuanto recibieron la noticia, en el acto entregaron las armas y se fueron, aunque con gran dolor ya que allí dejaban a uno de sus compañeros, al que más apreciaban, y muerto el día antes, además de otros que habían caído en el campo de batalla, destrozados por los obuses.
Cuando la revolución de octubre de 1934
Marchó mi padre a la guerra, allí se quedó mi madre con su rebaño de ocho niños. Si la tristeza de mi padre al irse era grande, ¡cómo sería la de mi pobre madre, pensando que había posibilidades de volver a quedarse viuda! La guerra era como todas las guerras, encarnizada y feroz. La gente estaba atemorizada. ¿Cómo daría de comer a sus hijos? Si nosotros no podíamos ayudarla en los trabajos del campo por lo pequeños que éramos.
Mi padre se incorporó en el frente de Tarna, y le tocó intervenir en varias luchas. Trabajó también en la construcción de los nidos de ametralladoras y en diversas fortificaciones de aquella zona y es aquí donde les sorprendió la entrada de los “nacionales”. Al ser a tacados por la fuerte artillería y dándose cuenta de que todo estaba perdido, sólo podían salir huyendo. A pesar de que estaba muy cerca el enemigo y después de estar sitiados varios días, pudieron huir una noche a través de la maleza por los montes de Caso y Sobrescobio. Caminaron durante varias noches, ocultándose en la maleza durante el día para evitar ser apresados por el otro ejército. Fue un camino largo y penoso, sin más ropa que la puesta, llenos de piojos y sin nada que comer; sólo pudieron alimentarse de los frutos que algunas veces encontraban a su paso por los montes.
Después de ver cómo quedaban sus compañeros muertos en el campo de batalla, sólo les quedaba la huída y el pensamiento de cómo iban a entregarse, ya que venían de luchar del frente rojo y temían lo que pudiera pasar, porque castigaban a los que hubieran luchado con los que llamaban “los rojos”.
En el largo trayecto que recorrieron en aquellas montañas, si algo podían dormir, debía ser entre la maleza, ya que si encontraban alguna cabaña no podían ocuparla para no ser descubiertos. Después de varios días consiguen llegar al corte de Peña Mayor, desde allí ya divisaban los concejos de Lavian, San Martín y Langreo. Aunque les quedaba un largo camino ya era tierra conocida para ellos, lo cual era muy importante para circular por las noches. No llegaban a una docena los compañeros que le acompañaban aquí, en este paraje, y al llegar la noche, pensaron que lo mejor era separarse para caminar en solitario, cada uno a su pueblo. Se despiden, se desean suerte, y cada uno emprende el camino en dirección a su hogar.
Mi padre llegó a casa un poco antes del amanecer, muerto de hambre y con unas barbas larguísimas y acompañado de sus compañeros: los piojos. En el frente no tenían agua para bañarse y no se podían mover de las trincheras ni para ir a buscarla, excepto por las noches, para poder beber. Se encontraban prácticamente sitiados por el enemigo.
Volvía la alegría a la familia, que, a pesar de los inconvenientes del hambre y la esclavitud, sólo por el hecho de estar todos juntos ya era importantísimo. Mi padre tuvo que permanecer escondido durante una semana aproximadamente en un bosquecillo que había cerca de nuestra casa. Por la noche regresaba a dormir y al amanecer regresaba a su escondrijo, hasta que las cosas fueron mejorando y mi abuelo, con sus amistades, lo presentó a las autoridades para evitarse problemas y que pudiera incorporarse de nuevo a su trabajo en la mina como picador de carbón..





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