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Toda mi familia fuimos mineros y en aquel tiempo, pobres, además de esclavos. Se trabajaban diez horas diarias y a veces más. Dos de éstas eran para el estado. Había que recuperar la economía perdida en la Guerra Civil Española. Si las cosas estaban mal, para acabar de ponerlo peor, en el 39 estalla la Segunda Guerra Mundial. Esta sería una tragedia porque, aparte de los miles de hombres que murieron en batalla, otros quedaron mutilados o con diversos lesiones y problemas.

Los padres y hermanos mayores tuvieron que ir a la guerra, quedando las madres y los hijos pequeños nuevamente solos y sin medios. Mi padre se incorpora en Teruel con los nacionales e intervino en sucesivas batallas donde los compañeros caían a su lado como mosquitos, unos muertos y otros heridos clamando porque les sacaran de aquel infierno. Fueron momentos de terror y desolación. Él tuvo la suerte de no caer herido a pesar de que un día, cuando estaban cavando una trinchera, en uno de los ataques de la aviación, cae al lado de él un obús, y dejó  enterrado a su compañero. Mi padre y otros se salvaron de milagro. Allí los que no caían bajo las bombas se morían congelados por el frío durante las guardias, se quedaban congelados y pegados a su fusil.

Una triste mañana cuando estaban cavando unas yrincheras, mi padre y varios de sus compañeros llegó un comandante del ejército, maltratándoles de palabra y diciéndoles entre otras cosas, que todos los asturianos eran rojos y que no los quería ni ver delante. Les puso un ultimátum advirtiéndoles que si al día siguiente, a la una del mediodía, no terminan de excavar aquellas trincheras y de colocar las alambradas, él mismo, pistola en mano les fusilaría sin consejo de guerra y por desobediencia. Era aquel hombre un tío duro y salvaje, ya conocido y temido por toda la tropa.

Cuando este malvado se alejó del frente, mi padre y el resto de los compañeros se reunieron en la misma trinchera desolados por lo que acababan de oír, y viendo que era imposible terminar la tarea que  les había impuesto y sabiendo que él cumpliería su amenaza y que serían fusilados sin que nadie lo pudiera evitar, pensaron que el único remedio para salvar sus vidas, sería que cuando llegara el comandante uno de ellos le disparara. Éste sería elegido por sorteo  entre ellos mismos.  Después tendrían que pasarse al bando contrario, que bien cerca lo tenían. Se pusieron de acuerdo creyendo que sería mucho mejor morir en la huída por las balas del enemigo, que verse morir uno a uno por la pistola de aquel criminal. Y, sobre todo, valorando que en la huida alguno se podía salvar.

Ya todos de acuerdo siguieron trabajando y entre ellos reinaba el silencio y la tristeza. A pocos metros de mi padre uno de sus compañeros perdió los nervios y no soportó lo que había oído al comandante, así que trabajando a poca distancia de ellos y con su fusil al lado les dijo:

-Compañeros yo no aguanto más. 

Sólo les dio tiempo a ver el cañón de su fusil en la barbilla y oír el disparo. El hombre cayó fulminado y nada pudieron hacer por su vida. Mi padre nunca olvidó a este compañero y durante toda su vida llevó grabada aquella escena de dolor. Camblor, vecino del valle de La Cerezal, de la aldea La Zorea, era un gran hombre y amigo de mi padre de toda la vida, por ser compañeros en las minas y vecinos de un pueblo muy cercano. Esto sucedió poco después de irse el comandante. Pensando en lo que podía ocurrirles al día siguiente, siguieron con la misma idea de acribillar a balazos al que iba a ser su verdugo, pues estaban convencidos de que iban a ser fusilados. Pero esto no sucedió, ya que a las once de la mañana, dos horas antes de la hora prevista y mientras trabajaban en la misma trinchera, les llegó la reclamación del gobierno para que volvieran a las minas en Asturias  y se incorporaran a sus trabajos como mineros picadores de carbón. En cuanto recibieron la noticia, en el acto entregaron las armas y se fueron, aunque con gran dolor ya que allí dejaban a uno de sus compañeros, al que más apreciaban, y muerto el día antes, además de otros que habían caído en el campo de batalla, destrozados por los obuses. 

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