Cuando tenía siete u ocho años, iba a llindar las vacas de la casa a un prado junto a otro niño que también llindaba las suyas en el prado colindante. Era de mi misma edad, él de San Mames, yo de La Babia, pueblos muy cercanos. Tenía un miedo terrible ir a ese prado porque el tipo era un guerrero y siempre que nos encontrábamos me pegaba. En aquella época había gente que le gustaban las reyertas, con mucha frecuencia se armaba una en cualquier parte. Aunque había mucha gente pacífica, casi nunca faltaba el torpe de turno para armarla.
Uno de mis hermanos le gustaba dar leña. ¿Porque tienes que pegarle a ese niño si no te hizo ningundaño? Poco a poco le fui convenciendo para que dejara de ser tan torpe. Eso es muy feo y no lo hacen más que los animales y tú no lo eres. ¿Acaso te gustaría que uno mayor que tu, venga y te pegue, pues te puede ocurrir el día menos pensado, cundo le pegues a un niño indefenso y llegue uno de sus hermanos mayor y te pague con la misma moneda, ¿Te gustaría? Ahí tienes el resultado del guerrero que va a recibir el mismo daño que le hace a sus semejantes. ¿Nunca más pegaras anadee?, porque somos gente civilizada y no te lo voy a permitir.
Una mañana estaba con mis vacas en el prado cuando vi llegar al guerrero. Sabiendo que intentaría pegarme como siempre. Pensé, ¿cómo puedo ser tan gallina como para dejarme llevarlas de ese mocoso que tiene mi edad?”. Es mi obligación el defenderme porque no hay ninguna ley que lo prohíba. Así que a la lucha, sin más me salí de mi prado y antes de que llegara, cogí una estaca que había en lindero de la finca y la escondí junto a mí en un salguero que había a mi espalda y sin que él lo pudiera ver. Esperé su llegada con tranquilidad. Si llega y me saluda y no me pega yo tampoco le haré nada. Pero si veo que quiere batalla la tendrá, y esta vez se la va recordar mientras viva, porque le voy a dar su merecido.
En efecto, el que siempre tuvo por costumbre pelear, aquel día llegó con sus mismas ideas. Se acercó con gestos amenazadores, llevaba su guiada en alto preparada para darme latigazo limpio. Yo, con nervios pero decidido a darle una lección, le dije:
-¿Hoy es la tuya canalla? Sin perder tiempo para que mi estacazo fuera el primero y no le diera tiempo a reaccionar, comencé a darle hasta que se echó al suelo llorando y muy asustado por la sorpresa que se encontró y pidiendo que lo dejara.
-¡No me pegues más! Yo tampoco te pegaré. ¡Déjame, ya mediste bastantes!
Al ver que se declaró vencido y atemorizado por la paliza que se llevo, deje darle estacazos, y poniendo mi estaca sobre su pecho en señal de paz, le dije con energía:
-Si vuelves a pegarme te daré estacazos hasta que ya no te levantes por sinvergüenza y malo para que la recuerdes toda tu vida. Siempre has sido un cobarde, me pegaste muchas veces, yo siempre te respeté.
-Perdóname, no te pegare mas, ¿puedo levantarme?
-¿Me prometes que nunca volverás a las reyertas?
-Te lo prometo, nunca más.
-Vale, levántate.
Le tendí mi mano para ayudarlo. Cogió su vara y se marchó con su ganado y con las orejas tan gachas como las tenía mi burro que las tenía planas. Nunca más se le ocurrió intentar pegarme. Este pequeño guerrero también tomó nota de cómo fue recibido a estacazo limpio para evitar llevármelas yo, sin ningún motivo. Ahí está el resultado de los que caminan por la vida sin pensar en el daño que hacen, ni el que puedan recibir por su torpe cabeza. Creo que a partir de aquel día ya no presumió más de buen guerrero, no se olvidó de la lección que mi estaca le dio. Creo que nunca se llevaría tantos estacazos como aquel día, ni en su vida de 77 años que se murió
De nuevo nos encontramos con el zapato a la medida del pollo que se siente muy valiente, dando leña a quien le respeta. Una prueba más de cómo nos enseña la vida, a ponerse derecho al que va torcido. Aquel niño que tuvo que recibir la lección con el mismo mal que él había hecho para darse cuenta de su grave error, y seguro que le sirvió para espabilar y nunca más sería guerrero.
No se dio cuenta de su tremendo error hasta que la estaca se lo enseño. Más tarde y cuando nos encontrábamos andaba derecho como una vela, nunca más se le ocurrió pensar en la quimera y me saludaba como era debido
El ejemplo lo había en nuestra casa: a mi hermano Daniel le retiraron de la mina por padecer el tercer grado de silicosis reconocido por ellos, se cree que ya tenían el cuarto o quinto, porque poco duro su vida Había sido reventado de trabajo y hambre en la profundización de varios Pozos, Pozo San Mames, Cerezal Y Cario. Fue retirado con una paga de setecientas pesetas, casado, no le daba ni para el solo ¿cómo iba arreglárselas para mantener la casa? Tenía treinta y cuatro años cuando le retiraron ya estaba deshecho totalmente. A simple vista se le notaba lo mal que respiraba, daba pena verlo. Había comenzado su vida de esclavo y sin comida siendo un niño. Solo duro diez años más y sufriendo su terrible enfermedad, la maldita silicosis. Como no iba a dedicarse a robar para poder comer, él, como otros compañeros más, también mineros, comenzaron a trabajar en estos chamizos. No molestaban a nadie, todo lo contrario, daban trabajo a mucha gente. Hasta mejoró la economía de la zona en cantidad. La Empresa Minera no quería que se metieran a chamiza. La pregunta es: ¿Por qué no les pagan más pensión? Está bien claro que un productor que cotizó a la seguridad social y que trabajó hasta reventar y deshacerse los pulmones en el tajo, debería tener una pensión lo suficientemente como para poder vivir el poco tiempo que le queda de vida.
Todos los de la época conocemos lo mal que se pasó a causa de este motivo. En aquel tiempo no había más remedio que dejarse morir, por no haber recursos sanitarios para curar esa terrible enfermedad, ni tampoco medios de seguridad para evitar el tragar todos los días tanto polvo. Cierto es que si los medios económicos fueran suficientes no precisarían chamizar. Nadie trabajaba por amor al arte, y mucho más en un estado como estos hombres que no podían ni caminar por la falta de oxigeno para sus pulmones ya quemados por la maleza que recibieron en el interior de la mina, trabajando en una atmósfera llena de polvo y gas que mata al más fuerte y en pocos años.
¿Por qué no les dejaban trabajar libremente, ya que no querían pagarles más? ¿Estableciendo unas normas de seguridad? y un control para que cada uno pagase sus impuestos reglamentarios de acuerdo con los ingresos de cada uno y entregando el carbón a la misma empresa y con las normas vigentes, o ¿autorizarles a formar pequeñas empresas donde se agruparan estos hombres desamparados, enfermos y sin medios económicos?
La prueba está, en que cuando la empresa eliminó a los chamiceros, dio concesiones a quien les pareció a ellos. Es decir, lo quito a los pobres, que no tenía otro medio para sobre vivir, para enriquecer a los que ya tenía bastante. Señal de que esos pequeños macizos ya abandonados no les interesaban. La mayoría aun siguen hoy en día, sin ser explotados, y con seguridad permanecerán sepultados bajo la tierra, para la eternidad. En cambio este carbón pudo haber solucionado la vida de aquellos esclavos que murieron cumpliendo con su deber y machacados por el exceso de trabajo, y sin protección ninguna, ni ser reconocidos como se merecen los trabajadores.
Estos hombres, primero reventados en el trabajo y después sufriendo lo que supone la maldita silicosis y sobre todo sabiendo las consecuencias de esta y sin olvidarse de que estaban condenados a morir en poco tiempo. Era una tortura para ellos y para los que les apreciábamos.
Si la esclavitud ya era dura, ¿cómo sería a partir de estas persecuciones, que para poder seguir trabajando, se decidió hacerlo por la noche? Hay que pasar por esta odisea para poder valorar el esfuerzo y lo difícil para defenderse a la luz de un candil. Ellos, en los chamizos donde caía agua sin parar y nosotros los arrieros, peleando con los animales cargados y siempre en solitario y en plena noche con lluvia o nieve y un frio aterrador. Pues cada uno iba a su aire, ya que ni se coincidía en el mismo lugar ni con la misma trayectoria de cada uno.
Mi burro no podía con los tajos de los caballos y se caía con mucha frecuencia, raro era el viaje en el que no se caía una o dos veces, rodando entre el fango. Yo estaba solo para poder cargarlo, subir los dos sacos de cincuenta kilos cada uno, si sujetaba por uno, se caía el otro, en plena noche con tanta oscuridad y llenos de barro, con una mojadura enorme. Solo tenía diez años y lo aguanté hasta los doce. Aunque reventado por tanto esfuerzo, lo pude soportar porque estaba sano como un roble, pero mi hermano y los otros que ya no respiraban ¡Cuánto sufrirían pensando que la muerte les llegaría pronto! Estos hombres, sí que fueron mártires, no se olvidaron nunca de cómo otros compañeros se morían antes que ellos. Vieron caer a vecinos de un día para otro sin poder hacer nada por salvarles.
Era lamentable verlos trabajar en esas circunstancias. El sufrimiento de estos se extendía a toda la familia, era casi una tortura. Mi hermano algunas veces decía bajo su desesperación: “pensar en el poco tiempo de vida que me queda y que éste individuo, venga a destrozarme lo que me da de comer, ¡es de terror! Si me pagaran por mi enfermedad, por accidente o me dieran un punto compatible no tendría ninguna gana de vivir reventado y de esta forma perseguido”. Así eran sus comentarios, que servían solo para sufrir él y los demás.
Al amanecer había que tapar los chamizos, para que no los pudieran localizar. Un trabajo de perros. Solo hay que imaginarse lo que supone el trabajo que da el hacer que desapareciera la entrada de una mina, para despistar y evitar que la hundieran. Nada más encontrase con uno lo dinamitaban y el dueño iba de cabeza al juzgado. Un juicio y a pagar. Estos esclavos, que además de estar enfermos por enfermedad profesional y que tenían los días o meses contados, fueron castigados con los mencionados juicios y multas, además de las humillaciones de los que los trataban como si fueran ladrones. Mi hermano Daniel murió a los cuarenta y cuatro años, y solo en los últimos meses de vida gastó setenta y nueve botellas de oxígeno. Sufrió muchísimo para vivir y también para morir. Sus últimos años de vida fueron una carga, una pesadilla de terror para él y para el resto de la familia, que le veíamos morir poco a poco hasta que se quedó como un cadáver viviente. Esta es la triste realidad de cómo nos trataron a los trabajadores.
Mi hermano encama ya destrozado, un día dijo a mis padres, a ver si Arsenio se marcha para Madrid y me deja sin oxigeno, ya sabéis que me muero asfixiado sin ello. Tranquilo le dijo mi padre, Arsenio, es hombre enérgico, lo tiene todo controlado, no te abandona ni a ti ni a nadie, sabes que lucha y ayuda al que le haga falta.
El problema del oxigeno fue demasiado gordo, ya no se encontraba por ninguna parte. Hubo que buscarlo por distintas partes, talleres y empresas, pero ni les gustaba cobrarlas ni darlas y por eso llego el momento que no había forma de conseguirlas y dado que yo iba con frecuencia a Madrid, era el miedo de mi hermano a quedar sin poder respirar. Sabía que yo las conseguiría de donde fuera. Hable con la empresa y les pedí siete botellas de repuesto para que antes de terminarlas se pudieran pedir más y de esa forma ya me podía marchar y todos más tranquilos. Además de decirles a mis padres que siempre estaría en contacto con ellos por si había problemas. En cuanto al oxigeno, que podían estar tranquilos yo lo había arreglado para que no les faltara. En el caso de que me retrasara en regresar yo mismo lo pediría desde allá si fuera necesario y sin problema.
A los diez años comencé a trabajar de arriero. Si la esclavitud ya era dura, la de arriero peor, a luchar con el barro los charcos de agua y los sacos con 50 kilos de carbón que pesaban más que yo. Con mi burro y mi caballo bregando por aquellos caminos de fango y con la pendiente de las montañas, la lluvia y tormentas. Frio no lo pasaba porque el esfuerzo del trabajo produce calor. Era demasiado lo que llovía y el barro y agua permanecía hasta mitad del verano. Casi nunca se secan estos caminos intransitables y peligrosos por sus enormes pendientes, monte abajo donde los animales resbalaban y se caían con frecuencia.
Aparte del fuerte trabajo, que lo es para los mayores, y sobre todo para mi corta edad, las cosas se pusieron que ardían. Comenzaron a perseguir a los chamiceros con grandes multas, juicios y detenciones, hasta los llevaron a la cárcel. Además de hundir los chamizos de toda la zona. Pusieron de jefe a un mal individuo, que con tal de quedar bien con la Empresa, no cesaba en su empeño de perjudicar al pobre. Se presentaba con dos peones y la guardia civil, y ponían dinamita, le daban fuego y abajo con todo lo que había. Alegaba que estaban fuera de la ley.
Que hay muchas leyes todos lo sabemos, pero la pregunta que se le puede hacer a ese individuo, o a quien sea, es que leyes hay muchas, pero ¿quién las cumplía en ese tiempo? Solo eran leyes para los trabajadores esclavos. En ese tiempo el pez gordo traga al pequeño, y sin esconderse, eso ya lo sabemos. Pero lo que no admitía ese jefe, ni la empresa, era que la ley también dice que hay que dar al trabajador que enfermo en la mina, la pensión necesaria para vivir y en función del grado de silicosis y su estado. Está muy claro que pudo haber sido más flexible y no machacar con tanta dureza a los desamparados mineros silicóticos, que si no trabajaban en los chamizos porque otra cosa no había, se morían de hambre ellos y sus hijos, por las míseras pensiones que les dejaron. Esas atrocidades que cometieron con los mineros enfermos, y con los asnos también porque nos explotaron al máximo de nuestro posible rendimiento, fueron poco menos que un crimen con el personal.
Ese pecado lo llevaban dentro de su ser y si es verdad que todo se paga, un poco de resquemor sí que tendrán porque saben lo mal que se portaron. Solo con pensar que con sus acciones a parte del mal trato con la gente que les daban quemaba el pan de muchos inocentes, sin más recursos que el trabajo, a pesar de estar enfermos y sabiendo lo poco que les quedaba de vida, es terrorífico lo que sufrieron.
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En aquel tiempo cuando iba con mi burro a moler al molino de la chala en Pola de Laviana, muchas veces me encontraba por el camino con una señora ya muy mayor, Virginia de La Molatera Blimea, que con su fárdela de maíz en la cabeza se desplazaba andando desde La Molatera a La Chalana. Al verla me bajaba del burro para pasarle su cargamento al burro. La pobre señora, que ya estaría cansada me lo aceptaba con agrado y cogiendo el animal por el ramal voy a su lado para hacerle compañía en todo el viaje. Sentía pena por dejarla sola aunque ya la había librado del peso de su maíz. Ya tenía muchos años la pobrecilla pero caminaba siete kilómetros para ir y otros tantos para la vuelta, aguantando tanto peso y caminando a largo paso. Era una mujer muy buena y con mucho arte. Seguro que para otra persona de su edad ya le resultaría muy difícil el subir la cuesta que desde la carretera hay a La Molatera, que está situada en el margen derecha subiendo a San Mamés. A Virginia siempre la apreciamos mucho por lo buena que era con nosotros. Íbamos a su casa a tomarnos la medida para hacernos los pantalones que Elena, su hija nos confeccionaba durante algunos años cuando erramos niños.
Elena, lo mismo que su madre era muy buena persona y muy trabajadora, tuvo mala suerte, una descarga eléctrica la mató. Un día de tempestad fue a recoger a una vaca y a su burro que pastaban en un prado de su propiedad, a lado mismo de la carretera antes de comenzar la gran cuesta que haya hasta el pueblo. Entró en la pradera, vio que el burro estaba tumbado, fue a levantarlo y no se percató de que estaba muerto, ni tampoco vio el cable de alta tensión de la línea eléctrica que alimentaba nuestro valle y el de La cerezal y Santa Barbará, que se había caído al suelo con la tormenta. Al coger el burro la descarga la dejó seca, la pobre y buena mujer cayó fulminada, y se quedó Virginia sin su hija y sin la vaca, el burro. Este animalito era el que tenia para ir a moler a la chalana, que ella siempre llevaba. Aquella desgracia fue muy dolorosa para su madre, ¡cuánto sufrió por su hija! Todos los que las conocimos pasamos mucha pena por ellas, eran muy buena gente.
En aquellos tiempos la línea del servicio eléctrico de 5000, que alimentaba los pueblos de nuestra zona. Se caía con mucha frecuencia por lo vieja y mal atendida que su compañía la tenia. Hasta las alimañas se quedaron electrocutadas algunas veces, sobre todo la raposa, que andaba por todas partes en busca de las gallinas.
Un domingo por la mañana, estábamos con nuestro padre, mi hermano Mino, de dieciocho años, y yo que tenía nueve, en un prado de nuestra propiedad, en el monte cercano a nuestro pueblo y situado a un lado en la misma cresta de esta pequeña cordillera, que nace en la Muezca de La Bobia, con una gran vista sobre varios pueblos y valles del concejo.
Pero ése no era nuestro tema. Nosotros no estábamos allí para controlar, ni a los pueblos, ni a los valles, ni montañas, ni observar a nadie. Estábamos trabajando, cavando el solar para construir una cuadra para el ganado. Aquella mañana fue la primera vez que probé el turrón. Mino había comprado una pequeña tableta del “duro”, y en un momento que paramos a descansar, nos presentó aquel manjar. Los tres lo degustamos a partes iguales con gran satisfacción, pues el apetito era bastante considerable ya que el desayuno había sido sólo de un poco de leche, por no haber otra cosa.
Reanudamos el trabajo con la afición de siempre y al poco tiempo, por sorpresa, llegó a nuestro lado un grupo de la llamada “brigadilla”. Venían muy furiosos y seguramente con miedo, porque iban buscando y persiguiendo a los que permanecían escondidos en los montes y no era muy difícil encontrase por sorpresa con ellos, formándose como ocurrió algunas veces un tiroteo, donde nunca se sabe quiénes son los que caen. Uno de ellos, más rabioso que un puma, se dirigió a nuestro padre y le dijo con despotismo:
– Hace unos minutos estaba usted fumando en el alto de aquella loma, ¿qué hacía allí, observando todo el valle? Ese lugar es especial para un observatorio, dijo el individuado.
– No, señor, yo no estuve en ese lugar, desde que llegamos, ninguno de nosotros nos movimos de aquí, le dijo mi padre asustado, pensando en lo que le podía hacer.
– No diga mentiras, es usted un rojo como los demás, le voy a partir la cabeza.
Vi que le iba dar con la culata de su metralleta, me lancé a él y tan rabioso como él, le dije:
– Es usted un mentiroso y un criminal, mi padre no se movió de aquí, allí hay un vecino que está cerrando su finca, una “borna” donde se sembraba el trigo y el centeno. Todavía sigue allí, le dije, es Antonio Casares Barbón, “el Rulero”. Ese que canta Canción Asturiana y tampoco está observando a nadie. Mientras fuma descansa de vez en cuando, como lo hacemos todos después de una gran tarea de pico y pala. Ése es el que usted vio y no a mi padre. Además, no tiene derecho a maltratar ni a pegar a un inocente, nadie puede acusar a mi padre más que de ser un gran trabajador y que no se mete con nadie.
Aquel que parecía tan enfurecido, me escuchó con atención y no le dio tiempo a pronunciar palabra cuando un buen hombre de su cuadrilla, le dijo:
– Deja a ese señor, porque el niño no dice mentiras.
Aquel señor, que también ayudó a salvar a mi padre de una tremenda paliza, se acercó a mí y con una sonrisa y como agradecido de lo que acababa de oír, puso su mano en mi cabeza y dijo:
– Valiente, salvaste a tu padre de una buena.
Lo dejó libre y sin decir palabra el que tan rabioso quiso pegarle. Cuando se marchaba, le di las gracias al señor que le ordenó que no le pegara. Cogí el pico que mi padre tenía en sus manos y lo tiré por el prado abajo, lo mismo hice con el resto de las herramientas, diciéndole:
– Padre, esta cuadra nunca se debía de hacer, nos da muy mala suerte.
Este hombre, que debía ser el jefe, al verme enfadado, preguntó.
– ¿Por qué no quieres que se haga esa cuadra, hombre?
– Porque vivimos asustados y hambrientos, no ganamos para disgustos, el domingo pasado el cura echó una multa de cincuenta duros a todos los vecinos del pueblo por trabajar los domingos y mi padre, como no tenía este dinero para poder pagarlo, tuvo que pedirlos prestados. ¿Cómo va a devolver esa cantidad si lo que gana no es bastante para poder mantener a toda la familia? Y por si fuera poco viene éste que a punto estuvo de darle una paliza y dejarlo destrozado, como ocurrió con otras personas.
Aquel señor se rió, dio la vuelta y sin decir ni palabra, se fueron. Cuando se alejaron y aún estábamos aturdidos por el terrible susto que nos dieron, dijo mi padre:
– Arsenio, hijo, tú lo has dicho, esta cuadra en tu nombre nunca se hará, porque parece que tenemos la desgracia con ella.
El disgusto por la multa y por otras cosas permanecía en toda la familia, era demasiado por lo que estábamos pasando, detenciones de gente, tiroteos por los pueblos, cacheos en las casas. Hasta había destacamentos de moros por los pueblos que robaban los cierres de las fincas y luego los quemaban para atizar el fuego y calentarse por el duro invierno que atravesábamos. Les teníamos mucho miedo.
Cogimos las herramientas y nos fuimos monte bajo para casa. Ellos fueron a comprobar si era cierto lo que les dije acerca del vecino. Llegaron a donde estaba Antonio, hablaron con él pero no le maltrataron. La cuadra nunca se hizo, allí permanece el solar cavado para su eternidad, porque ya está hecho monte y en abertal total, cuando había sido uno de nuestros prados.
Bien claro se ve que hay hombres buenos y malos, pero lo más claro es que, de no haberme metido en el medio, le hubieran golpeado sin razón, pudiendo haber dejado destrozado a mi padre para siempre, como ocurrió con otros. La bondad del otro buen señor hubiera llegado tarde. Desde luego que da pavor recordar estas historias, casi no lo creemos los que lo vivimos ¿cómo lo van a creer los jóvenes? Por eso, cuando describo lo mal que se portaron algunos individuos, si pongo el nombre éste es imaginario porque no merece la pena discrepar por asuntos del pasado, sólo conviene recordarlo para que no vuelva ocurrir.





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