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Estaba en la Clínica Nacional del Trabajo, en la Avenida Reina Victoria, nº 21, de Madrid, en el cuarto piso, habitación 32. A los quince días de ingresar y, para que pudiéramos comer solos, nos pusieron un pequeño aparato de cuero con una especie de gancho “no articulado” para enchufar la cuchara y el tanque de aluminio que usábamos para beber. Era algo provisional hasta que nuestros brazos estuvieran preparados para manejar las prótesis. Aquellos rústicos y pobres ganchos no articulados daban pavor verlos y casi se me para hasta el reloj, ya que parecía imposible poder hacer algo con ellos. Se trataba de un simple redondo de hierro curvado. Después de darle vueltas a las cosas, comencé a estudiarlos en profundidad para ver hasta dónde podía llegar con ellos. Con mucha lucha y dedicación, al cabo de unos días les saqué un gran provecho y no sólo para poder comer, los aproveché también para aprender a escribir.
 
Otro gran servicio que descubrí fue el poder asearme con ellos yo solo. Después de diversas pruebas, enrollando en el gancho un papel, conseguí limpiarme. Aunque al principio era muy latoso, dado que el papel se escurría por no poder sujetarlo, luego me di cuenta que si lo mojaba ligeramente se adaptaría mejor y de esta forma fui perfeccionado el tema para poder arreglármelas solo. Una de las cosas más bochornosas es que tengan que limpiarte el trasero.
 
Como ya no solicitaba la ayuda de los enfermeros, estos muy sorprendidos me preguntaron:
 
– ¿Cómo puedes asearte tu solo si es imposible?, no tienes con qué coger nada. ¿Quieres, por favor, decirnos como te las arreglas?
 
– Nada hay imposible, después de practicarlo unos días, llegué a defenderme solo.
 
Les mostré una gran esponja plana y delgada, para adaptarla mejor, que sujetaba con el gancho por el medio de ésta. La primera operación era limpiarme con papel enrollado en este gancho. Luego con la esponja me lavaba y al terminar me secaba con papel nuevamente y asunto resuelto. Desde luego que tuve que tener mucha paciencia, resultaba muy difícil sujetar las cosas, todo se me caía al suelo y vuelta a empezar de nuevo. Fue demasiado lo que tuve que soportar, pero el hombre que lucha puede ganar la batalla.
 

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En esta foto estamos mi hermano Constantino, con dieciocho años, Alejandro Antuña, con veinticinco años, y yo con veinte. Nos la hicieron el día 2 de Febrero de 1955. Unos días más tarde, el 23, marchamos a Madrid para ingresar en La Clínica Nacional del Trabajo, para hacer nuestra rehabilitación. Mi hermano nos acompañó hasta la estación de Oviedo para coger el expreso que salía a las once de la noche y tenía la llegada a Madrid a las diez de la mañana, o más tarde pues, en aquel tiempo, los trenes eran muy lentos y había que cambiar de locomotora tres veces, ya que en unos tramos de vía la locomotora era a vapor y en otros, eléctrica. En la parte de Asturias y León trabajaban las de vapor y como no tenían la fuerza suficiente para subir el puerto de Pajares, enganchaban dos locomotoras. Hay que decir que las eléctricas, más modernas, comenzaron por Madrid y pasaron varios años antes electrificar todo el recorrido hasta nuestra región. También hubo que mejorar las vías, que eran muy deficientes, para poder aumentar la velocidad de las locomotoras eléctricas.

En aquella estación de Oviedo mi hermano y yo lloramos como dos niños al despedimos. No lo pudimos evitar, éramos hermanos y amigos, nos criamos juntos y no vivíamos el uno sin el otro. Esta separación fue muy dura para toda la familia pero más todavía para él y para mi hermana Laudina por ser de edad aproximada y criarnos a la vez. Tan grande fue el sufrimiento de mi familia que mi hermana Laudina, que estaba recién casada y embarazada de su primer hijo, tuvo un aborto.

Nuestro accidente surgió poco antes, el día 4 de Diciembre anterior, al detonar unas cargas de dinamita, para festejar la patrona de los mineros. Alejandro, en Blimea, a las dos de la madrugada, cuando venía de trabajar. Yo, a las nueve menos diez de la mañana, muy cerca de casa, en La Bobia, mi pueblo.

Si yo tuve mala suerte, peor fue la de mi hermano Constantino, que murió en accidente de trabajo en el Pozo Cerezal, el día 29 de Junio de 1.964, la mina se lo llevó con sólo veintisiete años, casado y con dos niños de corta edad. El recuerdo de Constante, mi hermano, y de Alejandro, por ser compañero de trabajo del mismo Pozo y luego por vivir juntos la lucha que la vida nos presentó, siempre estará conmigo.

Los dos ya descansan en paz.

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