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Historial

Temas

años de fame

 

Mi padre, fue popularmente conocido como un gran trabajador y buena persona. Como casi todos en aquel tiempo comenzó a corta edad a trabajar en las minas del grupo de montaña de San Mamés. Así mismo trabajaban la agricultura y la ganadería para poder mantener la casa. Mi padre fue un hombre muy apreciado, muy trabajador y noble. Trabajó siempre como un esclavo hasta que una silicosis de caballo terminó con su vida. Esto de la silicosis fue como una plaga para los mineros que los reventaron de trabajo en condiciones pésimas de seguridad. Hay que destacar que hasta se subían chimeneas perforando de una galería a otra, sin auxiliar. Todos los que conocemos la mina sabemos que eso es una ratonera mortal.

Precisamente mi vecino, Alfredo Lamuño, de la Bobia y yo quedamos trancados en una chimenea donde no había auxiliar. En la mina 2º rama del pozo San Mamés, donde había gas por los cuatro hastiales, a punto estuvimos de quedar allá. Eso era un matadero de gente. Poca ventilación en los frentes, mucho grisú normalmente y el maldito polvo que destrozó la vida de todos en aquel tiempo, porque no sólo a los mineros, también a las familias, madres viudas y niños sin padres ni medios para subsistir porque las pensiones que les dejaban a las esposas y a sus hijos eran de pena.

Más adelante hay un episodio sobre este accidente en el que quedamos atrapados y que explicaré con más detalle.

No se puede ni creer los abusos de autoridad que había y por si eso fuera poco reventados de trabajo y con poca comida. Trabajando las horas que mandaban y sin poder protestar aunque no te las pagaran. Había vigilantes que pagaban lo que trabajabas aunque el sueldo era muy bajo, pero por lo menos te pagaban lo legislado. Pero también había algunos que las horas extraordinarias nunca las pagaron. Casi todo era motivo de castigo, con multas al trabajador que lo trataban como un exclavo y a callarse, porque por poco más te despedían. Cuando había algún trabajador que destacaba velando por los derechos de los compañeros le mandaban hasta la policía por subversivo.

Al poco tiempo de empezar yo a trabajar como arriero, con diez años, las calamidades volvieron a nuestra casa. A nuestro padre le atacó una doble neumonía que iba a tardar largo tiempo en curarse. El escaso dinero que había en la casa, tuvo que ser gastado en penicilina, que acababa de salir al mercado y a precio de oro, para curar a mi padre de esa terrible enfermedad. Los médicos decían que era muy grave y que sólo Dios o un milagro lo salvarían. Esta enfermedad como otras en esa época era incurable porque no había medios. Y de no haber salido la penicilina mi padre se hubiera muerto sin remedio, así lo dijo el médico que lo curó.

El tiempo pasaba, peleó entre la vida y la muerte durante largo tiempo. Entonces el médico, en una de sus visitas nos dijo que había una posibilidad de que se salvara ya que era un hombre fuerte y podía resistirlo. Y fue este nuevo medicamento, la penicilina, el que logró salvarle. Así fue, pasó un año entre la enfermedad y su convalecencia. Perdió mucho dinero, ya que de baja por enfermedad no le pagaban casi nada. Las necesidades volvieron a la casa de nuevo, pues cuando nuestra economía parecía mejorar un poco, llegó esta mala enfermedad y precisamente atacó a quien ganaba el dinero para todos. Sólo trabajaban los tres hermanos mayores, pero el sueldo era muy pequeño. A parte de lo poco que se ganaba, los jóvenes que comenzaban todavía ganaban menos. No daba para mantener el gasto de la casa. Lo volvimos a pasar mal, pero lo importante es que mi padre se salvó.

En este tiempo, para acabar de fastidiar la economía familiar, nos mataron un buen caballo que teníamos para trabajar. Era de una ayuda fundamental, sobre todo para el transporte de la hierba desde los prados lejanos, así como para llevar el estiércol a las tierras y diversos trabajos más. Este buen animalito pastaba en el monte los días que no trabajaba. Un día lo encontramos con una estaca clavada en un ojo y hasta la nariz, ¡¡cómo sería la herida de grande!! que en el momento de sacarle la madera que llevaba dentro, comenzó a respirar por el ojo. Automáticamente le sobrevino una gangrena y se murió. Fue una pérdida muy grande, nos quedamos sin tener con qué trabajar, ya que no se podía comprar otro por no tener dinero, no nos alcanzaba ni para comer.

El disgusto de la familia fue doble, al saber que aquello fue un sabotaje de un malhechor de un pueblo cercano, que tenía una yegua pastando por los mismos montes y se quejaba de que nuestro caballo no la dejaba pastar lo suficiente, porque le gustaban las hembras, pues el caballo a pesar de estar capado, resultó ser un poco alegre. Simplemente por eso se encargó de matarlo. El mismo criminal dijo a otros vecinos, que él se encargaría de eliminarlo, solamente porque andaba con las yeguas a su alrededor, porque otra cosa no podía hacer.

A través de todos los tiempos hubo y habrá alguna mala persona que sin corazón ni cultura hace tal salvajada, matando un animal y perjudicando  la economía de una familia. En aquellos tiempos tan malos, aprovechó la enfermedad de mi padre, que casi no podía moverse de lo débil que estaba y con los hijos muy jóvenes.

Nuestro padre, después de casi un año de baja volvió a trabajar al interior de la mina, pero los médicos le dijeron que lo mejor sería pasar una temporada en el exterior. Su estado era muy delicado y la mina muy peligrosa, pero él, que sabía de las necesidades de su casa, decidió incorporarse al interior de la mina.

Al ir a destino para incorporarse al trabajo fue a hablar con el capataz  jefe del pozo  Cerezsal y le pidió por favor, que le enviara a un punto compatible durante un mes, explicándole lo que los médicos le habían dicho. Este capataz, que bien sabía lo trabajador que era mi padre, le negó su petición contestándole con brusquedad, como era su costumbre:

– ¿De qué te quejas, si estás como un roble? Déjate de tonterías y vete a tu destino, que para eso eres posteador y por esa categoría te pagamos. Así de claro se lo dijo.

–Señor, no me lo permiten los médicos. Insisten en que volveré a recaer, dicen que si quiero ver a mis hijos criados, que no trabaje en un punto de tanto esfuerzo y polvo, como es el de esta profesión. Sólo le pido que me conceda, aunque sean quince días en prueba, dijo mi padre.

–Que sea lo que tú digas, pero te rebajo la categoría a peón le contestó este hombre. Así tuvo que ser, le mandó firmar allí mismo la rebaja a peón, penalizando de esa forma la economía de nuestro hogar, que era penosa por las circunstancias que habían surgido.

Aquel hombre sin corazón, no tuvo ninguna consideración con un trabajador de primera calidad. Aquella fechoría no se la perdonó él ni el resto del personal del pozo. A todos les pareció mal, pues todos eran conocedores de que aquel productor desempeñaba dos oficios, el de posteador y el de vigilante, aunque sólo cobraba por el primero. Trabajaba sin descanso, nunca salió de la mina sin cargar la tarea asignada para el taller donde él estuviera. Si tenía asignado un cargamento de cien vagones de producción, aquellos había que cargar, si no él no abandonaba su trabajo. Para él esto era sagrado. Lo dejaban solo en la mina hasta cargar el tope de vagones asignados, como si la mina fuera de él.

Mi padre, fue un hombre popular, precisamente por su grado de cumplimiento en el trabajo,  humanitario con sus compañeros y noble para mandar. Muchas veces me preguntaban por él los que fueron sus compañeros, y me decían: “¡Qué padre tienes! Ese hombre es de oro, nunca quiso molestar a nadie, siempre fue una cosa excepcional. Nunca he oído a nadie hablar mal de tu padre. No se conoció otro con sus agallas”. Yo mismo he oído a mucha gente decir: “¡cómo es posible que este hombre trabaje tanto! No hay acero que lo aguante, su destino va a ser trágico, morirá deshecho y reventado. Más bien parece una locomotora que un hombre”.

Todo esto de nada sirvió para aquel capataz, que siempre fue un déspota para los trabajadores. No supo valorar el mérito de un trabajador y no atendió a la única petición de ayuda que le pidió en muchos años de servicio.

Mi padre murió sin olvidar la mala fe de aquél que tanto le había explotado y que decía apreciarlo como trabajador. No se dio cuenta del engaño de aquel mal hombre, hasta que ya no pudo ni moverse deshecho de tanto trabajo y con una silicosis que ya no lo dejaba ni respirar. Fue entonces cuando dijo: “ese hombre para mí fue un traidor. Me reventó de trabajo, tenía una forma salvaje de proceder, siempre con riñas y exigencias, sin tener en cuenta que yo ya no podía con más esfuerzo.”

Se cumplió el vaticinio de sus compañeros al pie de la letra. El último año que trabajó en el pozo Cerezal, después de su jornada de ocho o diez horas, al desplazarse a casa tenía que subir una montaña de unos cuatro kilómetros de distancia, con unas pendientes muy elevadas, y por caminos malos, estrechos y llenos de barro. Llegaba a casa con media hora de retraso, respecto de sus compañeros. Ya no podía caminar agotado por tantos esfuerzos y la grave silicosis que padecía. En aquel tiempo les obligaban a trabajar hasta que ya eran medio cadáveres y no había camión para llevarlos al trabajo. Lo que suponía un doble esfuerzo por el largo camino por unas montañas tan pendientes, con mucho calor en el verano o las lluvias y nevadas del invierno. Fue una total esclavitud.

¡Cómo sería de torpe aquel jefe y qué aguante tuvo mi padre! Si por un problema de la mina un día faltaban dos o tres vagones, éste le llamaba a la oficina y le echaba la gran bronca, exigiéndole que no pasara más, y que tenía la obligación de recuperar esos vagones perdidos. Todo esto lo hacía sabiendo cómo era mi padre, porque a quien tenía que exigir esa producción era al vigilante de la Rampla, que era el responsable y quien destina los trabajos, no al posteador, que es un trabajador más.

Todos sabían y comentaban que si le reclamaba al vigilante éste no le hacía ni caso, mientras que mi padre se desvelaba y le obedecía, sin darse cuenta de que lo estaba reventando de trabajo y sin piedad. Este maldito aprendió que cuanto más reñía al esclavo, más le hacía correr. Este era el comentario de sus compañeros, que además se lo advertían para que dejara de reventarse, pero no pudo, fue superior a sus fuerzas. El dominio de aquel hombre sin corazón, lo tenía destinado precisamente con un vigilante, que era el más vago y el más inútil del pozo. Precisamente, por ese motivo, hacía responsable a mi padre.

Para dar una clara idea de cómo fue todo lo que aquí se describe, basta con decir, que un capataz, del mismo pozo, bajó a verme a la oficina del Pozo San Mamés, y me dijo, con toda su nobleza:

-Arsenio, vengo a hablarte del problema de tu padre. No me descubras para evitar problemas.  Habla con tu padre para que se aparte un poco del trabajo, porque es demasiado el esfuerzo que hace. Ya está cascado y poco va a aguantar. No puede seguir con esa velocidad a la que trabaja. A ver si puedes convencerle de su error. Se puede ser bueno, pero sin el exceso tan enorme que él realiza. Ya le hablé varias veces y no conseguí nada. Háblale tú con más claridad, por si yo no me expliqué bien y no comprendió.

-Te agradezco de corazón que te intereses por él, pero ya llevo tiempo luchando contra ese mismo problema, explicándole su gran equivocación, pero no nos hace caso, toda la familia sabemos por los compañeros de trabajo lo mal que lo está pasando y lo mal que se porta ese paisano. Pero ni mi madre, ni los hijos podemos hacer nada para librarlo de esa barbaridad que le va a reventar en poco tiempo. Su contestación siempre es la misma.

-¿Qué voy a hacer si aquel inútil de vigilante no vale, ni quiere? Y si yo hago lo mismo, la producción se va abajo, y después ¿cómo aguanto al capataz que cada poco me echa una tremenda bronca?

Le expliqué todo esto y más, pero mi padre no podía cambiar, nació así y así continuó hasta que ya no pudo más. Nunca se olvidó de la bondad de este otro capataz, que con nobleza le habló y que quiso ayudarle. Pero tampoco se olvidó, y lo comentaba con mucha frecuencia, de la traición de aquel malvado, que siempre le engañó, para reventarlo de trabajo y sin reconocerle sus méritos, los que a él siempre le faltaron por lo torpe y duro que fue con sus subordinados. Hay hombres que no se sabe algunas veces donde tienen sus sentimientos. Son peores que los animales, reventando a los trabajadores y sin pagarles lo que merecen. Eso sí es lo que hay que evitar, pero no con algaradas y tonterías.

Hay que ver la diferencia tan grande que hay de una persona a otra. Estos dos señores, los dos eran jefes de mi padre, mientras que el primero lo revienta y lo traiciona, el otro reconoce lo mal que lo hace el jefe y la equivocación de mi padre de no despertar, de no darse cuenta de su mal porvenir. Le aconsejó y luchó por él. Se desveló porque vio que iba a la perdición. Se puede ser jefe, se puede mandar a la gente, pero con dignidad y consideración.

En cambio, este señor que orientó a mi padre, mandó gente durante muchos años, y dado que él era también un gran trabajador, le gustaba exigir para que los trabajos se hicieran con orden y con prudencia. Hay que trabajar, es cierto, pero como humanos, no como animales de carga, ahí está la gran diferencia, trabajar, producir, pero sin reventar a nadie. Este hombre fue un ejemplo de capataz del Pozo Cerezal. En aquel tiempo yo no le conocía aún, pero tuvo la bondad de ir a verme a las oficinas centrales del grupo, para ver si podía apartar a mi padre de aquella esclavitud. Así de bien se comportó ese hombre que fue unos de los jefes más trabajadores, serios y cumplidores del deber que se hubieran conocido. Aunque no todos opinen igual, hay que decir la verdad, sea de quien sea. Lo mismo que este señor también hubo algunos vigilantes en el pozo que quisieron ayudarle. Uno de ellos fue José Ordiz, de los Caleyos. Éste fue un gran amigo de mi padre y muchas veces le dijo personalmente que no trabajara tanto, pues entre ese capataz y el maldito vago del vigilante, te están matando de trabajo. Date cuenta que ya no puedes. Toda tu vida trabajaste a reventar y a este paso no hay quien lo resista, y tú ya estás a punto de agotarte. De esta forma le habló muchas veces.

También a mis hermanos les dijo debeis hablar con vuestro padre para que no se reviente, es demasiado y así poco va aguantar. Este gran hombre no cesaba de luchar por mi padre. El mismo me dijo que este hombre, le advertía del peligro por el exceso de trabajo. Incluso cuando trabajó para él en una mala rampla le decía: “apártate un poco hombre, no quieras comer el trabajo”. Siempre estuvo muy agradecido de José por lo bueno que fue con él y por saber ser un hombre que nunca quiso reventar a la gente. Hasta sabía imponerse ante aquel jefe que tanto reventó a los trabajadores.

Una tarde quiso echarle una bronca porque dijo que pagaba a la gente más de lo normal y José con agallas le dijo: “si solo soy vigilante para mandar y no puedo pagar al que trabaja, coja usted la libreta y yo no mando más”. El otro agachó las orejas y se fue. Nunca más le dijo nada. Supo defender la verdad y al trabajador. Así de bien hacía este gran hombre. Un valiente que supo ponerle las cosas como son. Lo mismo que hizo José, lo debió de hacer mi padre y mandarlo a la porra, de una vez y para siempre.

 

 

La vida de mis padres fue dura y difícil hasta el final de sus vidas. Los accidentes en la familia y las adversidades parecían no tener fin. Para mi padre empezó siendo muy dura. Se enamoró de la que iba a ser mi madre cuando ella tenía ya 31 años de edad, viuda y con seis hijos, cuando él acababa de cumplir con el servicio militar y  tenía sólo 20 años.

Mi madre era una gran mujer, muy guapa y trabajadora, además de valiente. Fue una mujer de arte y con “cojones de paisano”. Cogía su guadaña y se iba a segar a los prados con mi padre. Era tan dura como los regodones. Cogía una pareja de vacas y labraba las tierras mientras mi padre trabajaba en la mina. Ella se las arreglaba para atender la casa y trabajar en el campo. Mujer fuerte e incansable, con arte y dinamismo sabía trabajar y dirigir con energía y autoridad.

Con su hermosura y su valentía, mi padre se enamoró de ella y, por mucho que su familia le dijo, nada consiguieron para que desistiera de lo que ya tenía bien pensado. Mis abuelos y su familia no querían aquella unión en matrimonio. Le decían que era una locura lo que iba a hacer. De nada les iba a servir su oposición, ya que mi padre había decidido casarse con la que más tarde sería mi madre.

Tuvo 15 hijos y aunque se mantuvo muy bien, más tarde enfermó del corazón, soportando esa enfermedad y trabajando como antes. Fue un caso excepcional, según los médicos.

En enero de 1973, se le agudizó la enfermedad y hubo que traerle el especialista a casa. Dado que mi padre trabajaba en la mina y no podía ir, yo bajé a Sama a buscar al Dr. Meneses, un buen especialista de pulmón y corazón, que la había tratado años atrás. Cuando pasé a su despacho después de saludarnos, me dijo:

–Arsenio, no vendrás a buscarme para ver a tu madre, ¿cuánto hace que murió?

–No murió doctor, puede que sea de ésta, porque está muy mal.

Mientras que hablaba se dirigió al fichero y sacó su historia.

–Es imposible que viva, dijo, esta mujer, con lo que padece, según las normas de la medicina debía haber muerto hace cuarenta años.

–Pues ahí la tenemos, aunque no sé por cuánto tiempo. Doctor, le dije, vengo en mi coche y sólo hace que saqué el carnet poco más de un mes, si no le gusta subir conmigo le llamo un taxi.

–Ni hablar, yo no tengo miedo, sé que eres hombre muy responsable además de muy valiente. Estoy bien informado, ¿no ves que tu caso se comenta por todas partes? Sé que fuiste el mejor y que lo sacaste a la primera y que te sacaron a hombros ¿No es así?

–Cierto doctor, tuve suerte y todo me salió bien. 

–A eso no se le puede llamar suerte, eso es saber hacer las cosas, la prueba fue ante un tribunal y lo sacaste todo muy bien.

–Muchas gracias por confiar en mí, lo considero muy importante, porque siempre hay quien no está a gusto con nada y le estorban hasta las esquinas.

–Arsenio, eso que tú dices es cierto, yo mismo oí alguno discrepar sobre este tema, pero sólo lo hacen los que no saben por dónde andan, o porque no te conocen bien. Tu vida es ejemplar y esas críticas de algunos no te deben afectar, todo lo contrario, deberían copiar de ti. Sigue en la línea que llevas porque vas muy bien. Estudias, trabajas, cumples en el trabajo, no hay más que pedir, amigo. Hasta sé por tu jefe el ingeniero que te compraste una buena máquina de escribir, y nada menos que electrónica y que eres un buen estudiante con una memoria y una fuerza de voluntad especial.

–Doctor, me deja sorprendido, ¿cómo sabe usted tanto de mi vida?

–Muy fácil, porque todo el mundo comenta tu valentía. Aparte de que tus jefes me informan de todo porque te aprecian mucho.

–Cierto, me aprecian y me dan ánimos y eso me ayuda mucho, gracias doy al Cielo por tener esa suerte, porque es lo que me da fuerzas para seguir adelante y luchar con los inconvenientes que no son muy pocos. Me queda un duro camino por recorrer, ya veremos a donde llego. Algunas veces me siento muy agobiado, cansado y muy triste porque en cima del problema de las manos, el sueldo que gano como conserje no me da para vivi. Si no fuera por mis padres no sé como me las iba arreglar, ya que no da ni para pagar mi pensión. Espero poder darle una vuelta a todo esto, pero por mucho que pienso no me salen bien las cosas. Estoy pensando en poner un negocio para ver si puedo vivir de mi propio trabajo, pero todavía no di con algo que me pueda resolver el problema.

–Anímate y no te impacientes ya te saldrá algo que te pueda servir. Eres muy joven y tienes mucho tiempo por delante, todo te saldrá bien porque con tu forma de ver las cosas vencerás, sigue adelante porque eres luchador por naturaleza

Cogió su maletín y emprendimos viaje hasta La Bobia. Había una tempestad, lluvia con tormenta que duraría más de una semana. Dejamos el coche en la carretera y atravesamos por una vega que separaba hasta nuestra casa. El agua nos entraba a los zapatos como si fuéramos descalzos, y cogimos la gran mojadora porque ni el paraguas valía para tanta tormenta.

Reconoció a mi madre, que se encontraba en cama en el pisode arriba. Bajamos después y, mientras se lavó las manos, me dijo

–Tu madre está muy grave, llévame a Sama, coge las medicinas y sube muy rápido, a ver si hay suerte y la encuentras con vida y las medicinas le sirven de algo.

Regresé a casa lo antes que me fue posible, le pusimos el tratamiento y aunque lo pasó fatal, después de unos cuantos días mejoró y vivió unos cuantos años más, aunque no dejaron de darle aquellos ataques que la dejaban sin conocimiento y cada vez con más frecuencia, además de los terribles dolores en su parte izquierda.

 

 

 

A los ocho años comencé a ir a la escuela a San Mamés. El maestro era Don Aurelio, de La Peña, Blimea, un gran maestro y muy buena persona.

Cuando el primer día regresé a casa a comer, a mediodía, ya iba herido con un porrazo en la cabeza. A media mañana salíamos al recreo, era invierno, estaba muy frío y llovía. Ese tiempo libre lo pasábamos en un patio interior techado en forma de cobertizo, prácticamente al aire libre ya que el techo estaba sobre columnas y sin paredes en la parte de arriba por lo que pasábamos frío en cantidad. Al margen izquierdo y separado por un alto muro de unos 2,50 metros de altura, estaban las niñas también al recreo. Yo quise verlas y sin pensarlo dos veces escalé el muro que nos separaba. Una vez arriba, cuando ya me disponía a bajar, un veterano mayor que yo, en vez de ayudarme, me empujó con el mango de una escoba y me lanzó al vacío. Como resultado recibí un fuerte golpe en la frente con una herida que sangraba  en cantidad.

Don Aurelio castigó al malhechor además de darle una gran bofetada con su mano derecha que por cierto tenía lesionada desde hacía varios años, aunque bien que la manejaba para ese menester, pues éramos retorcidos y traviesos  a más no poder, aunque respetamos siempre a nuestro maestro. Supongo que este tipo no se olvidaría en largo tiempo del gran tortazo que recibió.

Si yo tenía pocas ganas de ir a la escuela, éstas menguaban aún más por el frío que pasábamos en clase, sin calefacción y con la poca ropa que llevábamos ya que tampoco teníamos abrigo, ni una simple cazadora. Lo mismo era la ropa que se vestía de verano que la del invierno y, por si el frío fuera poco, a esto se sumaba la escasa comida y el mal estado de los caminos, llenos de barro y agua para ir y venir a casa a comer y regresar a las clases de la tarde. Eran cuatro caminatas diarias para cubrir una distancia de unos dos kilómetros que hay desde San Mamés a mi pueblo en La Bobia. En aquella época no había carreteras en ningún pueblo del concejo. Las caminatas se hacían por los montes y por los malos caminos que teníamos. En aquel tiempo no había medios para construirlos mejor, al menos los que unían las aldeas del concejo.

 

Mientras que mi padre y los hermanos mayores trabajaban en las minas y mi  madre en el campo además de las labores de la  casa, Laudina, Constante, y yo, a pesar de nuestra corta edad, íbamos a trabajar a las tierras, a las praderas, o al monte, a buscar estru para mullir el ganado, a los montes altos del pico Llavayu.

Monte de argoma del pico Llavayu

 

Aunque éramos unos niños teníamos que bajar cargas en los hombros de árgoma seca para “mullir” y estrar el ganado y producir estiércol para abonar las tierras. Las cargas a veces las hacíamos tan grandes  que luego para bajarlas, las pasábamos moradas, pues no cabíamos por los caminos que eran estrechos, y a fuerza de “esbrexar” y algunas veces llorando, conseguíamos llegar a casa con ellas, aunque sudorosos y llenos de barro por el fango que había por algunas caleyas. No había lavadoras para lavar la ropa ni ninguna clase de maquinaria, ni abonos para las tierras. El cucho de las vacas era escaso, sólo se podía aprovechar el del invierno ya que en las demás temporadas las vacas estaban pastando por los montes. Los pocos prados que teníamos se utilizaban para cosechar la hierba que se almacenaba en el pajar para alimentar el ganado en el invierno. No disponíamos de más alimento para el ganado que éste, que además de ser trabajoso para curarlo, recogerlo y llevarlo a las cuadras, también andaba escaso, pues todo el mundo aprovechaba el que tenía.

Hay una anécdota muy curiosa. En aquel tiempo no había váter y para hacer las necesidades íbamos a la cuadra del ganado. Alguna persona, al ir a la cuadra a hacer sus necesidades, no era reconocida por el ganado y al ver a un forastero en sus dominios se asustaba y emitía fuertes mugidos y grandes patadas a lo que pillara, con lo que la persona también asustada salía corriendo con sus ropas en las manos y sin terminar su propósito. El ganado no quiere a su alrededor más que a su amo, sobre todo de noche porque se asusta con facilidad. Siempre hay que hablar con el ganado,  en el campo o en la cuadra. Sobre todo al llegar para que reconozcan por la voz y no se asusten, ya que nunca se sabe su reacción. Algún animal, si está suelto, puede salir huyendo, o te puede atacar si no te reconoce. Sobre todo en los montes al aire libre donde no tienes donde resguardarte.

 

Una prueba de lo mal que lo pasábamos fue una tarde de invierno que estaba muy frío. Me encontraba cuidando a mis hermanos  por ser el mayor. Éramos ocho los pequeños de la casa. cerrados en la cocina que nos daba calor, en el resto de la casa no había calefacción. 

 
Todos teníamos hambre y los más pequeños comenzaron a llorar. Yo, que no sabía qué les podía dar para comer, recordé que al ir a la escuela otro compañero y yo, comíamos nabos crudos. Fui a la huerta a buscarlos. Éstos los dedicábamos al cebo del ganado y se los di a mis hermanos cortados en forma de patatas fritas. No los pudimos comer, sabían muy mal, entonces fue cuando pensé que lo mejor sería freírlos y echarles un poco de pimentón. Al verlos en una media fuente y con el bonito color de pimentón, todos se pusieron a comerlos, pero tampoco les gustaron y siguieron llorando. Nada pude hacer, la bandeja permanecía en la mesa.

 
Mi madre y una de mis hermanas habían ido a lavar toda la ropa de la casa al reguero de La Cerezal, que estaba a más de dos kilómetros de distancia de la casa. Al volver venían cargadas con la ropa en la cabeza, mojadas hasta los huesos y heladas por el frío de aquel invierno. Venían, además, hambrientas y al llegar vieron por la ventana de la cocina aquella bandeja y se creyeron que eran patatas fritas. Al entrar a la cocina muy contentas preguntaron: 
 
–¿De donde sacaste las patatas Arsenio?
 
No me dio tiempo a contestarles cuando ya las habían probado. Aunque quisieron comerlas tampoco pudieron, les sabían tan mal que fue imposible. Mi madre, con lágrimas en los ojos, nos abrazó y nos dijo que, en otra ocasión, podríamos comer. Era lo único que la pobre podía hacer, darnos ánimos, porque comida no tenía.
 
Había alguna clase de nabos que se podían comer crudos aunque sabían muy mal, pero la fame nos obligaba. Los que yo les preparé en aquella ocasión eran de los duros y con un sabor muy fuerte, hasta esa mala suerte tuvimos, pues de ser de los otros, aquella tarde nos hubiera quitado un poco la fame tan terrible que teníamos.