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Temas

años de fame

Mi madre enfermó del corazón, la cosa resultó ser muy grave. Los médicos decían que no había remedio para ella y, por si fuera poco, en lugar de una dolencia padecía cuatro complicaciones, una cardiopatía, una insuficiencia cardiaca, infarto de miocardio, y una angina de pecho, que le producían desvanecimientos espontáneos, en cualquier momento se caía al suelo, trabajando en las tierras o praderas. Yo, que casi siempre era el que la acompañaba por ser el mayor de los que quedábamos en casa, asustado le daba masajes al corazón para recuperarla, porque así me habían enseñado, temiendo que un día no se recuperara. Después de pasar el desvanecimiento mi madre seguía trabajando, sembrando patatas o cavando la tierra, o lo que estuviera haciendo. Era una mujer muy fuerte, su enfermedad se iba agravando pero ella no cesaba de trabajar. El especialista, Dr. Meneses, poco se equivocaba, era un gran profesional. Con cierta frecuencia a mi madre le atacaban aquellas afecciones que la mantenían en cama hasta uno, dos y a veces tres meses. Ella que contaba las estrellas y veía que se avecinaba su incapacidad para poder salir de casa, comenzó a enseñarme a comprar los comestibles. Me llevó a comercios y mercados, a todos los lugares a los que tendría que ir para poder abastecer la casa. Me daba explicaciones de todo lo necesario:

-Apréndete todas estas cosas, decía, porque cuando yo esté en cama, tú serás el que tenga que ir de compras. Ya sabes que tus hermanos mayores están trabajando y no pueden hacerlo.

Me presentaba a los mercaderes con los que más tarde tendría que tratar. En aquel tiempo cada uno tenía sus precios y los había muy estafadores. Había que entender de calidad y de precios, si no, estabas perdido y, por si estos temas fueran pocos, surgían otros no menos pequeños. No había carretera y los caminos estaban llenos de barro y de “chapúzales” de agua, casi intransitables.

El único calzado que teníamos eran alpargatas y madreñas y como el agua pasaba por encima, teníamos que atravesar los “chapúzales” con éstas en las manos, descalzos para no mojarlas. Algunas veces para poder rebasar estos lugares circulábamos por encima de las paredes que cierran las fincas y si te resbalabas te caías al fango. Otras veces saltábamos al prado para apartarnos del barro, pero cuando menos lo esperabas te encontrabas con el dueño, que lo prohibía y nos perseguía riñendo y con toda su razón, ya que el paso de la gente por las praderas lo estropea todo.

Además de este problema de caminos tan malos se añadía el tener que transportar los comestibles a hombros, desde Sotrondio  hasta mi pueblo, La Bobia, cinco kilómetros montaña arriba con una carga superior al peso de un niño de ocho años, que eran los que yo tenía.  

Todo esto lloviendo, nevando o con mucho calor, que con una buena carga también resulta molesto. Todos los días de la semana tenía que desplazarme cinco kilómetros para bajar a recoger el pan en el  economato de Sotrondio y después otros tantos para regresar . Y como éste lo transportaban desde la Panadería la Palma, en el Entrego, en un carro tirado por dos mulas, cuando era invierno y caían esas grandes nevadas, pasábamos el día entero esperando que llegara el carro de la Palma. Con hambre y con frío, para luego regresar, algunas veces oscurecía e iba temblando de miedo por los lobos que circulaban hambrientos por los montes cercanos.

Mi abuela me contó que en los montes de Reinosa los lobos se comieron a una pareja de la Guardia Civil. Atravesaban un puerto de alta montaña, y se encontraron con una manada hambrienta. Primero les dieron fuego y lucharon a tiro limpio, hasta que terminaron las municiones y después a bayoneta calada hasta que no pudieron más. Pero rendidos y agotados fueron devorados por las bestias. Esta noticia circulaba entre la gente y otras más provocadas por los lobos que cada poco se comían algún animal o atacaban a las personas. El miedo que les teníamos daba pavor. Hay que ver lo dañinos y atrevidos que son estos animales pues todavía en estos tiempos siguen haciendo de las suyas, atacando y devorando a los animales.

Estas peripecias y muchas más me las tuve que tragar desde los 7 hasta los 10 años, cuando comencé a trabajar de arriero con un burro y un caballo, transportando carbón de los chamizos, desde las montañas de mi zona hasta Sienrra. Mi oficio de comprador y de transportista de comestibles a hombros lo heredó mi hermana Laudina, pero ésta iba a tener más suerte que yo porque la acompañaba nuestro hermano Constante, ella de nueve años y él de ocho, pero bravos los dos también.

El trabajo de transportar los comestibles al hombro se había convertido en permanente porque cuando nuestra madre estaba enferma no podía y cuando mejoraba, la esclavitud de todo lo que tenía que hacer no le permitía otra cosa que atender los trabajos de la casa, del ganado y del campo, además de los otros niños pequeños. En aquellos tiempos lo primero era hacer los  trabajos del campo. El resto de la casa era secundario. A la escuela no se le daba importancia. Se decía ¿por qué perder tiempo en la escuela si vamos a ser mineros? y nuestras hermanas tampoco la precisarán porque se casarán y se dedicarán a las labores de la casa y del campo. Era la mentalidad de aquellos tiempos.

 

 Los catorce nos criamos juntos.

A pesar de lo duro de aquella época y de ser catorce hermanos nos criamos fuertes y sanos como robles; cuando íbamos juntos a trabajar a las tierras o las praderas era la atención del resto de los vecinos. "Aquel rebaño de gente no hay quién les meta mano terminan con la hierba de un prado a la velocidad del rayo”, decían algunos de los vecinos que trabajaban en las fincas cercanas.

Recuerdo con cierta nostalgia aquellos tiempos por las montañas de nuestro valle. Trabajábamos unidos con mucha gracia y afición. No sé si porque veíamos la necesidad en la casa, o porque llevábamos en la sangre ese privilegio de haber salido todos tan trabajadores como lo eran nuestros padres y abuelos.

El tiempo corría sin detenerse, la gente evolucionaba. Se formaban nuevas familias, comenzaron a casarse primero nuestras hermanas mayores y más tarde los hermanos. Ya habían empezado a trabajar los hermanos mayores en la mina, como mi padre, y quedábamos en casa, nuestra madre y ocho hermanos, los pequeños de la familia, de los cuales el mayor era yo. 

…/…

Los abuelos estaban desesperados, por tanto tiempo transcurrido pero al fin nos vieron. Estábamos a una distancia que sólo se veía el bulto pero sí oir. Nuestro abuelo supuso que seríamos nosotros porque con aquella nevada y de esa parte nadie iba circular y nos llamó. Le contesté diciéndole:

– ¡Ya llegamos, abuelo, tranquilo!

Lo primero que nos dijo fue:

– ¿Estáis bien?

– Sí que estamos bien y con la castañal a nuestro lado.

– Dejadla para mañana, ya fue bastante por hoy.

– Para lo poco que queda terminaremos de llevarla a su sitio, le dije.

Preguntamos si había llegado nuestro padre.

– No ha llegado todavía, estará al llegar dijo.

Mi padre ya nos había oído desde el camino que venía de la otra parte de la montaña, a poca distancia. Nos escuchó y nos dijo que ya estaba cerca.

Para poder comunicarnos a esa distancia había que hablar fuerte y en el silencio de la noche la voz camina mucho más que por el día. Lo mismo se hacía para hablar de una casa a la otra y por eso nos pudo oír. Nuestro padre se acercaba por el oeste y nosotros por el lado contrario, el este, pero con la diferencia de que nuestra casa estaba justo en el medio de esta distancia y mi padre seguía a casa y nosotros a la de nuestros abuelos. Quedaba ya poco camino y conseguimos llegar con nuestro trofeo que fue un reto para los dos.

De no haberlo conseguido en ese día perdería mérito para nosotros. Así de duros éramos los bravos niños de aquel tiempo que, a pesar de nuestra corta edad, no temíamos ni a la nevada, ni a la noche, ni a las alimañas que había. Los lobos no estarían muy lejos. Los berridos del zorro, el ave quejona o la curuxa se oían con mucha frecuencia y había gente que sentía miedo. Nosotros los escuchábamos con toda la atención por las noches y desde la cama o desde donde estuviéramos porque nos gustaba oírlos, pero sin miedo, ya que todo eso nace de la costumbre de convivir en las montañas con las alimañas a nuestro alrededor, ya fuera invierno o verano, siempre las reconocíamos.

Hace unos cuantos años ya que no siento esas alimañas y cuando las recuerdo las echo de menos, ya que no me olvido de mi juventud en las montañas donde nací y me crie.

Aquella noche, como muchas otras, cenamos con los abuelos mientras nos contaban lo mal que lo habían pasado. Eran más de las once de la noche y ya había oscurecido a las seis. Aunque sólo habían transcurrido unas horas, para ellos fue como un siglo. El abuelo nos pasó revista, quería saber si estábamos bien para su tranquilidad, nos quería tanto como nosotros a él, era cariñoso, le gustaba que lo pasáramos lo mejor posible.

Quiso saber con todo detalle los inconvenientes y las peripecias que habíamos pasado. Le contamos todo y una de las cosas que más le impresionó fue cuando le contamos la primera prueba para saber la cantidad de nieve que había. Le conté que me había tragado la nieve y me había quedado enterrado.

– ¿Cuánto tiempo estuviste bajo la nieve? ¿Cómo saliste y cómo lo pasaste?–me preguntaba casi emocionado.

Tuve que contárselo todo. Le dije que había sido la soga y la fuerza de mi hermano lo que me había salvado.

El gran problema en un caso como este de quedarte enterrado bajo tanta nieve, es el orientarte para salir. Puedes perderte y en poco tiempo te asfixias, pero no en mi caso que estaba atado a la soga y esta me ayudo junto con la fuerza de mi hermano Constante, que era bravo y ágil como un rayo.

Mi gran hermano Constante que siempre va en mi memoria, fue un hombre duro y fuerte, un gran trabajador, hombre valiente y luchador sin igual para su corta edad. Toda la vida estuvimos muy unidos. Además de hermanos éramos amigos inseparables, sin su ayuda es posible que no hubiera conseguido salir de allí. A pesar de ser dos años más joven que yo, se defendía igual, hacía las cosas con arte de mayor, tiraba y bregaba con mucha fuerza, era muy voluntarioso, un pura sangre, fue una gran pena que se haya marchado tan joven y lleno de vida. Su pérdida nos dejó destrozada a toda la familia.

Después de tanta lucha llegó la hora de la cena que fue a base de tocino crudo, sopas de ajo, unos traguinos de vino y tortas de harina de maíz con un poco de centeno. Estas tortas que hacía nuestra abuela sabían como un manjar, nadie en aquel contorno las preparaba mejor que ella. Éstas, el potaje con verduras y la tortilla que también se le daba muy bien. Era una gran cocinera; mujer de pocas bujías, todo lo hacía muy despacio; pero muy trabajadora en la casa. Hacía manteca y buenes “fayueles” por carnaval. El vino que mi abuelo tenía era excelente, vino de Toro con Tierra de León, que él ya podía permitirse el lujo de tener su “pelleyu” de vino en casa. Pocos podían permitirse esto, porque era sólo para gente que se manejara bien. El resto ni soñarlo, por la época de escasez que se vivía durante la posguerra.

Mientras comíamos nuestro abuelo le dijo a la abuela:

– Trae más tortas y más tocino, si trabajaron como chinos también tienen que comer o ¿crees que son gallinas? Estos dos son como el acero de duros, ni pasado el río habrá otros igual. Son trabajadores de marca y hay que atenderles como se merecen.

Nuestra abuela, que le escuchaba, dijo:

– ¡Me cago en infierno, paisano! Primero casi lus revientis trabayando y ahora quieris reventalus comiendo. 

– Estos dos comen lo que les deas, deja que se fartuquen que bien lo merecen, no les pasa nada por comer.

Los abuelos nos daban con mucha frecuencia de comer, se manejaban mejor que el resto de la familia, tenían mejor economía pues eran sólo dos y cobraban la paga por su retiro. Cosechaban trigo, centeno, maíz, patatas verduras y también tenían una vaca, la Pastora, para la producción de leche. Mi abuelo la tenía tan mimada que se iba a donde él se fuera, como si de un perrito se tratara, hasta intentaba entrar con él a la casa. El abuelo era una persona excelente. La abuela era muy católica, iba rezando siempre por los caminos o por donde fuera, pero era menos generosa que el abuelo. Algunas veces le decía, hay que darles de comer a los niños, o crees que se mantienen del aire, eres muy apurada, (poco generosa) ¡que fácilmente te olvidas de lo mucho que nos ayudan! Son trabajadores y listos como rayos. Son tan nietos nuestros como el que más y precisamente son los únicos que nos ayudan. Debes tratarlos mejor. ¿Quién nos trae leña y el agua de lejos? Llevan nuestro ganado con el de ellos a pastar y lo cuidan, nos ayudan en todo lo que pueden, son dignos de apreciar y tú no te preocupas de ellos.

Así de claro reconocía nuestro abuelo las cosas, siempre valorándolas por su propio mérito. Hombre honrado y con muy buen corazón. Bien claro se veía que le daba pena de nosotros, por el hambre que pasábamos y por la forma de tratarnos de nuestra abuela, muchas veces con brusquedad, sin darse cuenta de lo mal que lo pasábamos.

El abuelo era cariñoso, generoso, muy espléndido y comprensivo. Era muy culto, fue uno de los más ilustres de su época en nuestra zona. Estaba muy preparado, su afición además del trabajo, era leer mucho. Sabía de todo, tenía fama de ser muy inteligente. Nos enseñaba a comportarnos, cómo había que estudiar, a ser educados y respetar a los demás, y cómo se trabajaba. Nos contaba historias de los antiguos cuando estábamos caleciendo en el fuego por el invierno. El fuego lo atizaban en el suelo encima de las “llábanas” unas piedras planas que se ponían como baldosa en el suelo de la casa. Para dar salida al humo hay una gran chimenea estratégicamente colocada en la esquina de la casa, destinada a este menester, y que aún se conserva como estaba.

La chimenea comienza a una altura de dos metros aproximadamente, donde se colocado el “Sardu ” una base de “cebatu” construido de varas de castaño. Lo utilizaban para varias cosas, curar las castañas encima, colgar el tocino y los chorizos a curar y les “calamiyeres” para enganchar el pote y cocinar en mayor cantidad, también para calentar el agua para bañarse. Este fuego, además de calentar el gran pote fue donde se cocinó toda la vida. También hacían las comidas, cuando era poca cantidad, encima de unas “trébedes”. La leña para atizar la buscaban por bosques y montes y se transportaba al hombro, al “llombu” como lo llamamos en bable. Se preparaban unas cargas atadas con una cuerda para poder manejarlas con más facilidad. Aunque más tarde ya tuvieron cocina de carbón, el fuego en el suelo nunca se dejó de atizar por el invierno ya que era la única calefacción que había.

Aun conservamos toda la casa como ellos la dejaron. Las paredes fueron construidas de piedra y barro amasado, los tabiques se hacían con ladrillo cocido de barro macizo, y se colocaban con pasta de arena de río y cal, porque no había cemento. También se blanqueaba con cal. La casa de mis abuelos fue construida en el año 1.905, mi padre nació en esa casa.

Mientras comíamos, al lado del fuego, mi abuelo nos decía:

– Esta nevada es muy mala, va a tardar mucho tiempo en marcharse y es de temer que vuelva a caer otra nevada. Tenemos poca leña para atizar, no sé cómo lo pasaremos con tanto frío.

– ¿Por qué lo sabes, abuelo, le pregunte? 

– Por las “chovas” que llevan por aquí varios días y no se marchan, estas son las que anuncian las nevadas, es la señal para saber que va haber un mal invierno, decía con seguridad.

Así fue. No se equivocó. Aquel invierno fue uno de los más crudos de la época, aunque en aquel tiempo, todos eran muy malos. Caían fuertes nevadas, muchas heladas, se veían colgando de los techos de las casas los carámbanos de hielo largo tiempo y los fríos eran mucho más duros que hoy. Nunca más hubo una nevada tan grande y que durase tanto tiempo hasta el día de hoy.

 

…/…

La lucha contra tanta nieve y contra la pendiente de la montaña fue muy dura. Teníamos que ir sondeando el terreno para evitar el peligro. Tardamos varias horas en llegar al punto de destino. Cada poco nos encontrábamos con lugares donde la nieve acumulada por el aire era tan elevada que no podíamos circular. En uno de mis intentos por saber la profundidad de ésta, me quedé enterrado. Al perderme de vista, mi hermano se puso muy nervioso, no sabía dónde estaba y me llamaba.

– ¿Dónde estás, Arsenio, te pasó algo?

Después de poder respirar y de tranquilizarme un poco le puede decir que tirara de la soga. Comenzó a tirar con todas sus fuerzas y logré salir. Menos mal que antes de explorar aquella pila de nieve le dije que cogiera mi soga por el extremo, por si me tragara la nieve y tuviera que ayudarme a salir. Así lo hizo, con nervios, pero conseguimos saber la profundidad de la nieve, y ya no volveríamos a penetrar en tanta masa por lo peligroso que podía ser. Decidimos quitarla con nuestras palas, aunque nos llevaría mucho más tiempo, era más seguro.

Cuando estábamos paliando con toda gracia, se rompió el mango de una de nuestras palas. Por un momento tuve que dejar solo a mi hermano. Se quedó trabajando mientras yo retrocedía a buscar otra. Cuando regresé ya estaba mi hermano sudando por el esfuerzo del trabajo y sin frío a pesar de la helada encima de la nieve. Seguimos trabajando para dejar paso y regresar con la histórica “castañalona”. Esto nunca iba ser olvidado por la familia y, sobre todo, por nuestro abuelo que lo había considerado una gran hazaña, como él lo llamo. Con cierta frecuencia lo recordaba.

Luchando y con grandes gotas de sudor llegamos a la chimenea de La Julia. No sabíamos ciertamente donde se encontraba la castañal, el monte era raso, todo parecía igual, con aquel blanco manto que lo cubría. Comenzamos uno por cada lado a sondear con una madera. No tardamos mucho en encontrar el árbol. Comenzamos de nuevo a paliar nieve hasta descubrirlo para dejar libre unos metros más de camino y poder arrancarla de su lecho. Después de dar este quite a la nieve, nos sentamos a descansar encima de éste, a la vez que chupábamos nieve para apagar la sed. Allí no teníamos agua pero la nieve nos sirvió para saciar la sed y también para sofocar el calor que nos produjo el bregar entre aquella nevada ya que teníamos que palearla con fuerza porque sabíamos que en una sola tarde iba ser muy difícil regresar con este pesado árbol, pero la recompensa sería que daría leña para atizar el fuego unos cuantos días a nuestros abuelos, a los que tanto apreciábamos.

El árbol se encontraba a unos veinte metros de distancia de la chimenea. Lástima fue que no estuviera a lado de ésta, pues nos hubiera evitado un gran trabajo. En las chimeneas de las minas que salen a las praderas o montes para ventilar estas, sale un aire caliente con un grado de humedad en forma de vapor, que parece humo. Es muy curioso, este aire sale caliente, en el invierno y frío en el verano. Estas corrientes circulan por el interior de las minas de montaña, unas veces sale y otras entra, según la presión atmosférica. Esto lo teníamos muy en cuenta los mineros, si el aire tira arriba, no se podía dar fuego en la parte más baja de la mina, ya que el humo, al invadir la parte de arriba, asfixiaría a la gente que allí trabajaban. En algunos lugares estas corrientes casi no se notan, en otros son tan fuertes que casi dejan sin vista por el polvo que levantan. Cuando esta corriente es pequeña, para saber en que dirección circula el aire, dábamos una palmada en nuestra ropa saber hacia dónde se desplazaba el polvo.

Alrededor de estas chimeneas, en un círculo de unos ocho metros no cuaja la nieve por ese calor que viene del interior de la tierra y que nosotros, ya desde niños, aprovechábamos para librarnos del frío cuando cuidábamos nuestro ganado. En el invierno procurábamos cobijarnos en estos lugares que aun hay por nuestra zona y que respiran a través de los minados que permanecen sin hundirse por tratarse de zona de roca.

Preparamos aquel árbol cortándole las ramas que tenía para poder arrastrarlo. Le clavamos las clavijas, atamos las sogas una para cada uno, y cuando ya todo estaba preparado la miramos y por un momento dudamos si podríamos moverla. Le dije a mi hermano:

– Puede ser que tengamos que quitar más nieve. Si no podemos llegar hoy, mañana durante el día lo conseguiremos, porque a casa ha de llegar.

Nos aparejamos como si fuéramos dos machos de la tira y decidimos salir.

Adelante, compañero, le dije, y conseguimos arrancarla del sitio, que era lo más difícil ya que podía tener una de sus gruesas ramas espetada en la tierra.

Echamos toda la tarde tirando por ella, y quitando nieve que, con frecuencia se acumulaba delante y no podíamos con tanto peso, había que limpiarlo para poder arrastrarla. Ya estaba cayendo la noche y aun estábamos muy lejos. En uno de nuestros descansos, comenté a mi hermano que lo peor sería si no llegáramos a casa para las once de la noche, que es cuando nuestro padre venía de trabajar. Si no llegamos saldrá en nuestra búsqueda, con lo malo que está para transitar por esa montaña que tiene que atravesar y lo cansado que vendrá después de su jornada de trabajo. Llegará agotado y si encima del susto tiene que salir a buscarnos, terminará reventado y eso no puede ocurrir. Debemos calcular la hora para llegar a casa antes de las once y evitarle tanta molestia a nuestro padre.

El problema era saber la hora que era, porque de noche nunca pudimos saberla. En cambio de día sí la sabíamos por el sol y los árboles, que nos servían de referencia. Aunque no siempre es igual, pues en el verano es un árbol y en el invierno otro por la diferencia de la altura del sol.

Seguimos luchando con el árbol que en algunos sitios no cabía por el estrecho camino. Hasta nos picaban los ojos por las gotas de sudor que, al no tener pañuelo, lo limpiábamos con la nieve.

Los dos estábamos muy nerviosos por el miedo de llegar tarde, pero tampoco queríamos dejarlo. Procuramos apurar al máximo y tuvimos suerte, como si supiéramos la hora, ya que llegamos sólo unos minutos antes que nuestro padre.

Continuará en el siguiente artículo

 

 

En el año 1948, cayó la “nevaona” fue famosa en todo el territorio por ser la mayor de las nevadas que conocían los nacidos. Así comentaban los antiguos. En mi pueblo de La Bobia, donde menos había era de un metro, en algunas partes había bastante más del metro. La casa de mis padres está situada al oeste del pueblo en medio de una gran vega muy vistosa y soleyera, a una distancia de unos trescientos metros de la casa de mis abuelos. Al amanecer con tal nevada, lo primero que hicimos fue quitar nieve para hacer camino hasta la cuadra para cebar el ganado y ordeñarlo. Para luego seguir quitando nieve hasta la fuente, que estaba a unos seiscientos metros de distancia aproximadamente. Para seguir después hasta la casa de mis abuelos que se encontraban solos. Aunque la cuadra estaba pegada a la casa y una vaca que tenían la podían cebar, estaban aislados y sin agua. Todos los días había que traerla desde la fuente. La transportábamos mi hermano Constante y yo, con varios calderos colgados de una pieza de madera que poníamos al hombro, tirando uno por cada extremo. De esta forma abastecíamos las dos casas del agua necesaria para el consumo y lavarse todos. Los que más gastaban eran los mineros que llegaban negros y llenos del polvo  del carbón. Tenían que bañarse en un barcal , en el cobertizo, el que lo tuviera, el resto a aire libre, lloviendo o con sol, para evitar mojar toda la casa.

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Aquel día de tanta nieve también trabajamos todos hasta que llegó la noche, momento en que  llegamos mi hermano Constante y yo a casa de nuestros abuelos. Fue un largo trayecto y de duro trabajo, pero después de paliar varias toneladas de nieve fuimos recibidos por los abuelos. Se pusieron muy contentos y nos dieron una buena merienda. Comimos un pedazo de tortilla de patata, un pedazo de tocino de lo blanco, una torta de las que mi abuela preparaba y unos traguitos de vino que mi abuelo nos dio; pues en nuestra casa no había nada de todo aquello y nos sabía a gloria. El tocino, a pesar de ser de lo blanco, lo comíamos con las mismas ganas que si fuera un manjar. No conocíamos el jamón ni el tocino entrevenado hasta que más tarde mejoraron las economías familiares y ya se podía criar un cerdo en la casa

Al terminar de merendar y sabiendo que mi abuelo tenía poca leña para el fuego, le pregunté si sabía dónde había algo de madera al que pudiéramos ir con tanta nieve. Dijo:

-Sí que hay una castañalona junto a la chimenea en mina de la Julia en los Collainos, pero allí no podéis llegar con tanta nieve, aparte de que puede ser peligroso para ti y para tu hermano. Este paraje está situado al sur de nuestro pueblo, y al otro lado de la montaña dando vista a Santa Bárbara. La distancia es de unos 1500 metros, pero el camino es muy malo, estrecho, entre dos paredes, con muchas pozas en su suelo y con mucho barro. Así como las subidas y bajadas, que también son muy pendientes, además de esta terrible nevada.

-Ya es difícil arrastrar la madera en tiempo seco por esos lugares tan malos, con tanta nieve no lo conseguiréis dijo mi abuelo. Seguíamos analizando las posibilidades pero él decía que no podía ser.

-La pared del camino no se ve porque todo está tapado y podéis saliros de éste y perderos por debajo de la nieve en ese abismo con tanta pendiente y de largo recorrido. Si por desgracia os deslizáis por debajo sería imposible el encontrar una persona, hasta que no se marche la nevada por lo accidentado del terreno y la inmensa longitud de la montaña.

Después de estudiar los posibles peligros, le dije al abuelo:

-Vamos a ir a buscar esa madera, lo más importante es saber los peligros que nos acechan, y como los sabemos, procuraremos evitarlos. Por ejemplo para no perdernos en el abismo, vamos a ir atados con una soga por la cintura, una para mi hermano, y otra para mí. Esta soga la ataremos a la castañal y si resbalamos quedaremos atados ella. Procuraremos sondear para saber dónde están las paredes para poder guiarnos, y circular por el camino. Sobre todo en los lugares que bien conocemos como más peligrosos. Llevaremos dos palas para quitar la nieve que nos moleste al caminar. Llevará muchas horas pero conseguiremos traerla, no lo dudes, yo no tengo ningún miedo. Tranquilo que no  pasa nada abuelo.

-Sí, pero para bajarla desde la Julia al camino es monte raso, si uno se desliza no aparece ni en quince días. Ese lugar es lo más peligroso, dijo el abuelo. Si por desgracia se marcha uno por debajo de esa cantidad de nieve, puede bajar hasta el final de la montaña y tiene más de un kilometro, es imposible.

-En efecto le dije, claro que lo es, por eso llevaremos las sogas, allí bajaremos atados a los arbustos que alguno hay a medida que vayamos avanzando con ella hasta llegar al camino. De esa forma evitaremos echar a rodar. Será lo mejor para bajarla. Y si uno se marcha no se aleja más que la longitud de la soga, te coges a ella y vas subiendo de nuevo a tu posición. Si Constante me acompaña mañana, al medio día saldremos  a por ella, creo que para la noche podremos regresar. En caso de que llegue la noche o nos cansáramos por demasiadas horas, lo dejaríamos para el día siguiente.

Mi hermano dijo que sí, que el también quería ir, mañana saldremos al medio día y lo conseguiremos.

Intervino nuestra abuela, que hasta ese momento nos escuchaba sin decir palabra, y le dijo a mi abuelo:

-Paisano, no se te ocurrirá dejarles ir, eso es muy peligroso, les puede pasar algo.

Mi abuelo que había analizado mis planes le dijo:

-Sí que lo van a conseguir, Arsenio lo planeó muy bien, yo no lo hubiera hecho mejor. Si lo hacen como dice, no les pasará nada, pero es indispensable cumplir con lo que dice hacer. Porque sin las sogas, las palas y el hacho, sería muy peligroso.

-No sé qué cuentas te vas a echar si pasa algo, dijo, la abuela.

-Ya está decido le contestó, estos dos son fuertes como robles para su edad y todavía no hay en todo el contorno mayores quien les gane. Así que si ellos lo deciden que así sea.

Mi abuelo se levantó de su aposento, me puso la mano en el hombro y dijo: 

-Arsenio, eres invencible, ten mucho cuidado con tu  hermano y contigo mismo y os  saldrá bien.

Era medio día cuando ya preparados para partir le dije a mi abuelo:

-Tranquilo abuelo, que no pasa nada. Si nos oscurece y no estamos muy cansados, igual bregamos también por la noche.

Cuando nos alejábamos me llamó y me dijo:

– No te olvides de lo peligroso de la nieve. Ten mucho cuidado. Le saludé con mi brazo en alto y seguimos caminando. No dejaron de mirarnos hasta que nos perdieron de vista, a medida que nos alejábamos hacia la montaña, que nos iba separando de ellos. Mi abuela también se quedó a su lado viendo como bregábamos en la gran nevada.

Continuará en el siguiente artículo

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