La ducha con manguera en plena calle y con las fuertes heladas de aquel invierno, que fue el más frio que conocimos los nacidos. La mojadura y la masa de natillas que tenía encima me restaban movilidad, pero no podía descansar ni un minuto porque me a tacaba el frío por aquella mojadura tan tremenda. Al acabar la jornada tenía que meterme debajo de una manguera de agua fría a presión para quitarme todo el fango. Una tarde estando bajo esta manguera llegó el vigilante Manolín, que fue un gran vigilante y buen hombre, me miró y dijo:
-Arsenio, no se puede estar tanto tiempo con esa mojadura, esa alcantarilla es muy trabajosa además de peligrosa. Tienes que terminar reventado de tanto trabajo, sin poder descasar ni un momento en toda la jornada por el frio, eso no hay animal que lo aguante, a partir de mañana trabajaras de ocho a una, cinco horas porque si no vas destrozarte, ese trabajo es enfermo.
-Sí que es desagradable y todavía tengo que ir a casa para poder quitármelo de encima. Mañana traeré una funda aparte para quitarme la ropa al comenzar a trabajar y ponerme solo la funda y unas botas. Al terminar la jornada me quitaré la funda y desnudo, con la manguera a presión me quitaré el lodo y podré ponerme ropa seca. Coloque la manguera en alto de un muro que había, aunque la potencia del agua era más fuerte que la ducha, me serbia para líbrame más fácil de aquellas natillas que no se quitaban sin antes flotarlas con fuerza, eran muy pegajosas como si tuviera grasa.
Le di las gracias y nunca me olvidaría de la bondad de Manolin El “Gijonés” así le llamaban. Fue un hombre muy educado para mandar al personal, siempre con amabilidad y seriedad, nunca lo vi poner mala cara a nadie, sin duda fue uno de los pocos que en aquel tiempo mandaba con esa tranquilidad y respeto al personal. Un gran hombre, que sabía lo que era trabajar y mandar con todo orden., pero sin presumir de ser jefe como otros animales que reventaron a la gente, además de someternos a peligrosos trabajos sin ninguna compasión del trabajador.
El agua que se bombeaba para lavar el carbón era del Río Nalón, estaba tan fría como las heladas que caían. Me duchaba debajo de la manguera que había para lavar los vagones y en plena calle. Desde luego que a lo primero es un fuerte impacto, pero después uno ya se va acostumbrado, ya que no iba ir para casa cinco kilómetros montaña arriba con aquella mojadura y lleno de natas, era muy molesto aparte del intenso frió. Lavarse en casa era más difícil, solo podíamos lavarnos en un barcal y el agua había que traerla desde la fuente lejana. Después de aguantarlo, posiblemente me haya servido aquella agua tan fría para acostumbrarme a ella, porque siempre me bañaría con agua fría, y todavía hoy lo sigo haciendo. Pero con la gran diferencia que encasa hay calefacción, allá no Nunca me lavo ni me baño con la caliente, no me gusta. A pesar de pasar los años no perdí la costumbre. Aunque mi esposa protesta cuando me enjabona la espalda, se queja de que le duelen los dedos. No tiene comparación, el agua helada molesta más a la intemperie que dentro de casa.
Para desplazarme por aquella alcantarilla, reptando como una serpiente por lo estrecho que era. Delante llevaba el cajón al entrar, y al salir lo arrastro con una cuerda dando marcha atrás, y a oscuras. La lámpara siempre la tenía a lante en el testero, ya que no podía manejar el cajón y esta a la vez. Con las manos cogía la masa y la cargaba por encima del cajón. Allí no había otra forma de poder hacerlo. Tiraba por ésta hasta que lo acercaba a mí, y luego podía desplazarme la longitud de la cuerda para repetirlo en todo el trayecto hasta la calle. No podía tirar por este y moverme a la vez porque no había espacio libre, solo el necesario para mi cuerpo y con los brazos estirados.
Cuando salía de allí no me reconocían nadie, lleno de aquel lodo y negro como el carbón. Por eso le dio pena a aquel buen hombre y me ayudo a quitarme de encima parte de las horas. Cada día que pasaba más avanzaba. Manolin, muy preocupado pasaba por allí y como no sabía cómo me encontraba, ni sentían mis movimientos por la lejanía, me llamaba para saber cómo me encontraba. Así lo hacía Faustino del Campo, que también paso mucha pena por mí, al ver aquella esclavitud que el capataz me preparo, sin pensar en lo que podía ocurrir.
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