Cuando tenía veinticinco años, cinco después de mi accidente y trabajando en las oficinas de nuestro Grupo, conocí a un compañero de mi padre en la guerra. Este buen hombre también había sido minero. De mayor pasó a guarda jurado de la misma empresa Duro Felguera. Una tarde llegó a la oficina, tendió su mano para saludarme y se presentó:
–Soy Manolo, del Molín de La Estaca de Santa Bárbara. Tú no me conoces pero yo a ti sí. A pesar de no haberte visto nunca te conozco de oír hablar a tu padre de ti cuando solo tenías un año. Nos encontrábamos en la guerra en Teruel.
Me recordó que un poco antes de mi accidente se encontró con mi padre, y después de saludarse y hablar un poco del pasado le preguntó por mí, y que si todavía seguía queriendo tanto a su hijo, Arsenio.
-Claro que si hombre es un trabajador de marca, esta picando en el Pozo Villar y muy contento, gana mucho dinero y está a gusto.
Manolo le dijo que tenía mucha gana de conocerme.
Algún día sería, va algunas veces por Santa Bárbara al baile, aun que tenía que pasar por delante de su casa. ¿Quién conoce a los jóvenes que pasaban por allí? No me conoció hasta ya después de perder las manos.
Manolo me contó lo mal que lo pasaron en aquel frente, donde los compañeros caían muertos como pajarillos. Pero sobretodo aquel día, que como muchos otros, les atacó la aviación, y en una de las pasadas un obús dejó enterrado a uno de los compañeros de la trinchera. A punto estuvo de caer mi padre por estar cerca y enterrarle parte de la tierra que levantó la explosión. Aunque no le hirió de gravedad si le produjo golpes. Todos permanecieron agachados en el fondo de la trinchera esperando ser enterrados de un momento a otro, ya que los aviones no cesaban de dar pasadas soltando sus terribles cañonazos. Sabían que uno de los compañeros estaba enterrado pero no podían moverse para auxiliarlo.
Cuando cesó el ataque fueron a socorrerle pero nada pudieron hacer. Estaba hecho pedazos. Su cuerpo había sido alcanzado por el medio. Aquel triste día fue una carnicería, cayó mucha gente por otras posiciones cercanas. Mientras que sacaban al cuerpo sin vida y llorando de pena por él y temiendo correr la misma suerte que ellos, mi padre le dijo:
-Manolo, hoy la tuve muy cerca, si caigo y tú tienes la suerte de salvarte, te ruego que digas a mi familia lo mucho que los quiero, y que sentiría mucho no poder estar con ellos para criar a mi hijo de un año que deje allá y que tanto quiero.
Manolo le prometió que así sería si eso sucediera, pero que había que seguir adelante.
Al escribir este episodio recordé un recorte de la Nueva España, que aún conservo, donde se describe un incendio en los montes de Teruel, ocurrido los días anteriores al 18 de Septiembre de 2000, fecha de su publicación en el periódico:
Decía oí, los bomberos y cuadrillas forestales no podían acercarse a sofocar el incendio que había ya arrasado un gran bosque. Zona donde habían tenido lugar de los crueles combates durante la guerra. El fuego explosionaba la munición enterrada superficialmente. Proyectiles, bombas, minas, y cintas de ametralladora, sesenta y tres años después de aquella batalla se ha removido la bestia de la guerra.
La batalla de Teruel, la única durante la contienda en la que el Ejército Republicano tomó una capital de provincia al enemigo. Se desarrolló, como se sabe, en condiciones climatológicas espantosas. La mitad de las bajas, de las muchas habidas en los dos bandos, lo fueron por congelación y pulmonías. Fue el del 37 el invierno más riguroso del siglo XX en España y la zona de Teruel, donde esa extremosidad del frío sacudió con más violencia. Las tropas iban muy mal pertrechadas. Tanto, que muchos soldados calzaban alpargatas y otros se abrigaban con hojas de periódico ante la carencia de abrigos y capotes.
La ciudad de Teruel, en manos del Ejército sublevado, cayó en diciembre en poder de los gubernamentales, y luego de una feroz contra ofensiva que obligó a Franco a retraer importantes efectivos de otros escenarios, volvió a ser tomada por las tropas de éste.
Miles de hombres jóvenes perdieron la vida en esa batalla, miles de esposas, de padres, de hijos de hermanos lloraron su muerte, y hace unos días, 63 años después de la carnicería, volvió a encenderse, fantasmal, su fragor inhumano.
Las guerras, en efecto, se sabe cuándo empiezan, pero no cuándo se terminan.
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