La diferencia de nacer y vivir en aquel tiempo en la aldea, cultural mente es abismal, en los pueblos de montaña no bajábamos más que a trabajar a la mina. Estábamos muy atrasados, hablábamos aldeano cerrado y desconocíamos muchas cosas por su nombre real. Una mañana en la oficina me mandaron darle material a la señora de la limpieza. El individuo leía en una cartulina los artículos que yo iba sacando de unos apartamentos debajo del mostrador de la oficina: dos gamuzas, tres bayetas, seis pastillas de jabón de lavar, y seis de tocador. Yo no conocía el nombre de este jabón y le pregunté que dónde estaba. El tipo explotó en risas. Con aquello me atormentaron unos cuantos días. No asimilaron ni se dieron cuenta de dónde venía ni por lo que estaba pasando. El mismo sufrimiento te resta posibilidades hasta en la memoria. Vives sumido en tus tristes pensamientos, dándole vueltas a las cosas para ver si encuentras una salida que te libere de tanto dolor. No se dieron cuenta hasta donde se puede llegar con las bulas. Yo estaba reventando del sufrimiento que me invadía y no podía soportar aquellas tontas risas. Eran momentos trágicos y prefería la soledad. Aparte, nunca me gusto hacer de menos a nadie, porque hay gente muy pesada en algunos casos y muy mal tomada en otros. Muchas veces terminan en el trabajo o en cualquier lugar en discusiones fuertes y muy desagradables. Se reían de mí y decían un montón de tonterías. Aunque me callaba, en algún momento pensé que allí había alguno mucho peor que los animalitos del monte, pero con una corbata que ni se la merecían.
Una tarde fuimos al botiquín de la empresa a tallar a los quintos, que por ser mineros libraban de la mili trabajando en las minas. Éramos un grupo de cinco hombres: el médico de accidentes de la empresa, un practicante y tres que íbamos de la oficina. La misión mía era llamar a los quintos por orden alfabético leyendo los nombres y apellidos en el expediente de cada uno. Al llamar al primero me equivoqué y leí el nombre del médico: Emiliano Fernández Guerra. Lo repetí dos veces y dije:
-¿Dónde andará este pollo?
El médico, que estaba mi lado, dijo:
-Ese soy yo. El nombre del quinto está más abajo. Muy atento, me lo enseñó. Yo no conocía nada de aquello, nervioso y con pocos conocimientos, me equivoque porque nadie me en seño. Todo el mundo se calló, menos el más viejo de toda la oficina que se rió de mí al momento y a lo zorro. Tenía más duro el corazón que una hiena. Como allí no pudo seguir burlándose de mí, de vez en cuando me miraba y se reía por lo bajo cuando los demás no le miraban. Yo, que ya conocía su maldad, aunque de poco tiempo, me di cuenta de que ya iba tener para largo con aquella burla. En efecto: lo guardó para el día siguiente y no se olvidó.
A primera hora fue a mi aposento y me dijo que pasara por su mesa a firmar el expediente que el médico había hecho contra mí por insulto. Me presentó unos papeles, que ni los mire como tampoco a él. No estaba en condiciones para aguantar un energúmeno como él, que siempre me machacó. Mal tratar a un niño como yo que acababa de perderlas dos manos, es increíble admitir y creer que haya esta clase de gente y encima de traje y corbata presumiendo más que un general de división.
Algunas veces me ponía a escribir a máquina con el fin de aprender. Nunca ninguno de los jefes me llamó la atención, pero él no me dejaba en paz. Me quitaba la máquina y me echaba la gran bronca, diciendo que las estropeaba. Nunca pudo soportar verme a la máquina, hasta se ponía furioso por la maldad que tenía en su cuerpo. Si quería aprender a escribir, no tenía más remedio que comprarme una máquina, ya era imposible soportarlo. ¿Porque tenía que importarle a él si era otro más de la oficina?
A pesar de mi pobre economía, no tuve más remedio que comprarme una máquina de escribir de ocasión. Por culpa de aquel individuo que me atormentaba por escribir con la maquina más vieja de allí. Hasta me insultaba a pesar de ser mayor. Desde luego que hay tipos retorcidos y malos por el mundo algunas veces, pero como aquel yo nunca vi otro. Compré una Olivetti, como las que había en aquella oficina, Yo quería aprender a escribir, a la vez que estudiaba
Aunque el tiempo me era muy escaso entre el trabajo en las Oficinas y el particular mío para poder sustentar los gastos de casa.
Trabajé durante años con aquella maquina y jamás le pasó nada. A pesar de que en aquel tiempo todavía llevaba aparatos sin goma, siempre procuré escribir con una goma redonda en cada aparato, que la había preparado para proteger las teclas y no estropearlas.
Aunque aquel malvado, que era un fiera, ya no debía decirme nada, ni antes ni después. Primero porque las maquinas no eran de el sino de la empresa y después por ser de mi propiedad. Pues seguía con toda su maldad. Muchas veces se acercaba a mi lugar de trabajo, se ponía delante de mí, largo tiempo, riéndose y burlándose al ver cómo escribía. Solo lo hacía para machacarme y reírse. A pesar de que su mesa estaba en una oficina y la mía fuera de esta, se desplazaba a mi punto de trabajo, para hacerme daño, porque eso siempre fue lo suyo y con todos los que pudo. Por si fuera poco el daño que hacía, al marchar decía.
-Ésta para la chatarra dentro de poco, ¿para qué quieres tú ninguna máquina? ¿Qué falta te hace si no te va a servir más que para deshacerla?
Así me decía aquel mal hombre, sin darse cuenta de que yo también tenía derecho a la vida y al progreso, a evolucionar mi vida. ¿Qué pensaría más tarde cundo vio que funde una empresa?, que dio trabajo a mucha gente joven durante años y pagándoles como un banco. Además de respetarles como es debido, lo que aquel sin vergüenza nunca supo hacer, se reía hasta de su sombra, como si fuera superior a los demás, cuando era el más animal, en forma de un humano que conocí.
Me trato con desprecio, no le falto más que decirme, ¿para qué quieres una maquina? si eres un inútil, no vales para nada, porque no tienes manos. Solo se le dio bien criticar a todo el mundo y molestar al más débil. Se pasaba el día fumando y sin hacer nada, mirando por las ventanas. Lo que nuca entendí fue como se puede pagar un salario a un miserable bajo. Seguro estoy que él fue mucho más inútil con las dos manos que yo sin ellas. Eso está muy claro, porque nunca dio golpe ni supo más de trabajos que de una oficina y de ser el más vago de la cuadrilla.
Sin que se confundan mis argumentos, ni tampoco con ánimos de presumir, sino de mostrar la verdad. Pase delante de él, en todos los casos, menos en la maldad. Porque trabaje sin manos en multitud de cosas. En ganadería, en trabajos del campo, en mecánica, en diseño y montaje de muchas maquinas, en trabajos de oficina, conducir y hasta en la fabricación de mis propias manos. Porque para mí sí lo son, aunque de acero. Esa es la gran diferencia del hombre que lucha por una causa. No como vago miserable que por su desdichada forma de ser, atacaba y maltratando a los obreros, que trabajaban para que el viviera del cuento.
Se le daba muy bien abusar de la gente como una alimaña, siempre dando guerra. Pobre de aquel que cayera en sus manos. Había una frase que pronunciaba con mucha frecuencia: Cuando tenía que hacer un expediente a un trabajador. Ese provisionalmente fusilado y después procesado y riéndose ante los compañeros. Siempre fue el que hizo los expedientes de castigo o de despido a los trabadores. Eso sí que lo manejo muy bien.
Si este hombre supiera cómo lo consideraba la gente de la zona, posiblemente hubiera reflexionado acerca de su forma de tratar a los trabajadores, que no le podían ver ni en pintura. Tenía la fama que se merecía. La gente, aunque callaba, bien le conocía.
Un día llegó una señora muy mayor de un pueblo alto de Santa Bárbara, de las ancianas que llevaban el pañuelo en su cabeza. Picó en la taquilla y le abrió la portezuela, le preguntó.
-¡Qué quiere, señora!
-Una libreta para el economato-le dijo ella.
-¡Otra que mejor baila¡ ¡Esto no es el economato le dijo el tío sin vergüenza¡ con un despotismo de fiera¡ y le dio un portazo a la taquilla que casi se rompe el cristal, dejando a la pobre señora sin ninguna explicación y trancada al otro lado
Dio pena ver cómo se quedó sin pronunciar palabra la pobre señora. Seguramente que si este miserable supiera que al otro lado de la taquilla había dos hombres que presenciaron su actitud, se habría comportado de otra forma. Estos señores se quedaron sorprendidos, a la vez que indignados de lo que acaban de ver. Sus comentarios, entre otras cosas, fueron:
-¡Qué lástima que no estuviera un hijo de esta mujer!
-Si lo hace a mi madre lo saco por la taquilla. Es un hijo de puta, que no tiene compasión ni de su madre, dijo el otro.
La pobre señora, que seguro estaría muy cansada a su larga edad y del largo camino que había recorrido y que aún le quedaba el regreso, pues en aquel tiempo no había transporte a los pueblos y todos nos desplazábamos andando, se fue sin decir palabra. Me acerqué y le indiqué dónde tenía que ir a por su libreta, me dio las gracias y se quedo mirando para mí con su carita de agradecimiento, como diciendo, menos mal que hay una persona que atiende a la gente.





 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		 
		
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