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Visita al pabellón sobiético

En aquella visita nos esperaba una intérprete en la estación de Bruselas. Aunque dormíamos en casa de un hermano de Alejandro, la intérprete nos acompañaba por la Exposición todo el día. El primer pabellón que visitamos fue el soviético, por lo de las manos mecánicas que anunciaban.

Como medida de precaución, por si no estuvieran en Bruselas aquellos aparatos que anunciaron, había pedido permiso en Madrid, para sacar pasaporte a Rusia, con el fin de ir a ver las manos en aquel país. Aunque en aquel tiempo las relaciones diplomáticas, políticas y comerciales estaban cerradas y no daban pasaporte para Rusia, ni para ningún país del telón de acero desde España, estaba totalmente prohibido viajar a países del Este.

Lo comenté con el jefe del Ministerio de Trabajo  Don Francisco Lavadíe Otermín, que muy atento dijo que si no estaban en la feria, que fuera a Rusia o a cualquier país del mundo donde tuvieran, que eran más importantes mis manos que el viaje por mucho que éste costara, agregó. La política no debe interferir en tu progreso porque te lo mereces por lo luchador que eres. Vete tranquilo que nadie se meterá contigo, tú vas por una necesaria y justa razón, no por política.

Nunca me cansaré de recordar la bondad de aquel gran hombre, que siempre actuó con nobleza y ánimo de ayudar a sus semejantes con todo lo que pudiera. Fue un político de mucha talla, lástima que no haya muchos como él, porque buena falta nos hacen, hombres luchadores como Don Francisco Lavadíe Otermín.  Nunca lo vi poner mala cara a nadie, ni fallar en sus propósitos, porque era hombre firme y seguro para todo.

Dimos vueltas por el Pabellón Soviético pero no encontramos nada. Pedimos audiencia para visitar al director y al poco rato nos recibió. Íbamos acompañados de la intérprete, como siempre. El Director Soviético, no conocía las manos ni la noticia del periódico que le mostré. Ya no fue necesario viajar a Rusia. 

Es posible que aquella noticia fuera mal interpretada por unos aparatos muy grandes que había  en esa exposición. Una especie de pinza muy parecida pero de muy grandes dimensiones. La presentaron dentro de una vitrina de unos quince metros cuadrados y cerrada herméticamente con una cristalera enorme. Se manejaban en forma de robot, con unos brazos de dos metros de largo. Eran para manejar la radioactividad atómica. Trabajaban automáticamente. Había mucha tecnología.

Tenían distintos prototipos de los artefactos que enviaban al espacio y a la Luna, entre estos, estaban el de la famosa perra Laica y la rueda de camión más grande del mundo, que era mayor que la de una paleadora y al camión había que subir por una escalera.

Visitamos distintos pabellones, entre ellos el americano, el francés y alemán, unos de los más importantes. Todos con grandes tecnologías ya en aquellos tiempos. Entre otras cosas mostraban unas vistas de un árbol en América por el que atravesaba una carretera. Había unas maderas redondas de doce metros de diámetro, serradas en forma circular como una  rueda, y unas vigas de roble de veinticinco metros de largo, igual de gordo por arriba que por abajo. Teníamos varias fotografías, entre ellas la de la maqueta que subió a Laica a la Luna, que era una de las que más me gustó.

Realmente lo pasé muy regular, mi objetivo estaba en las manos y luego me di cuenta que todo era tecnología muy avanzada, pero en otros temas, no en manos que era lo mío. Tampoco me gustaban las comidas, estábamos en casa del hermano de Alejandro que, al igual que su mujer, era muy bueno. Nos apreciaron mucho, fueron muy atentos y generosos. Había buena cama, buena casa, pero la comida no me gustaba, no podía comerla, era superior a mis fuerzas. Los dos se interesaron mucho y me preguntaban por qué no comía. Les decía que no lo sabía. Así pasaron los quince días. Me daba vergüenza pero no podía comer. Quise ir a un hotel a probar si podría comer allí pero no me dejaron, diciendo que era muy caro y que cómo iba a estar solo. Tenían toda la razón pero yo nada pude hacer para conseguir comer. Tomaba por las mañanas antes de salir de casa un vaso de leche con galletas y comía en la Feria un bocata con coca cola, que por cierto acababa de salir al mercado en aquel tiempo, allí la conocí, en España no había. El agua sabía mal y el vino era muy caro. Por beber solo coca cola, la repugné durante más de treinta años, y aunque bebo alguna no me acaba de convencer. Sentí mucho lo de aquella familia que tan bién se portó.  Después de irnos de allí no supe más de ellos.

Tenía que ir a Lieja, a visitar a unos amigos: Pepe y su mujer, que además de amigos el era hermano de mí cuñado Juan. Siempre hubo muy buena relación familiar.

Pepe, desde muy joven vivía en Bélgica, pero nos conocíamos desde niños. Siempre fuimos amigos. Como sabían que iba a visitarles, me encargaron el libro de García Lorca que precisamente estaba prohibida su venta. Pero lo busqué y lo conseguí. Fue un regalo para ellos importante y de época, ya que era muy apreciado.

Me acompañó Alejandro y pasamos unos días muy buenos. La mujer de Pepe, una buena cocinera, nos daba de comer a lo grande. Cocinaba a la española, era muy generosa y nos trataron con mucho cariño. Me hubiera gustado estar más tiempo pero éramos dos y no quisieron cobrarnos nada. Alejandro no había querido quedarse en Bruselas, dijo que a dónde iba solo si sus hermanos pasaban el día en el trabajo.

Regresamos a nuestra tierra y a trabajar nuevamente, a luchar por el negocio, los estudios, el diseño y los problemas que surgían cuando la economía andaba mal. Las horas del día eran pocas para mí, aunque trabajaba catorce, hasta dieciséis horas, o más, las que fueran necesarias.

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