Aquella visita al Ingeniero fue de sábado y el lunes comenzaría en el relevo de las seis de la mañana a trabajar en el interior de la mina como era mi propósito. Fui destinado a la Rampla de San Gaspar de segunda planta de la zona del Rimadero.
Faustino del Campo no supo nada hasta que vio mi falta el lunes en el taller. Preguntó por mí y le dijeron que había sido destinado al interior de la mina. Se llevó un gran disgusto y hasta intentó, a través del ingeniero, sacarme de nuevo de la mina. Vino a visitarme a la salida del relevo y a pedirme que por favor regresara al taller, que me quería tanto como a un hijo y que no le diera ese disgusto. Desde luego yo también lo pasé muy mal, me daba mucha pena ver como sufría aquel gran hombre que quería promocionarme y me apreciaba. Era hombre firme y serio además de muy inteligente. Para mí no fue fácil atravesar por aquel disgusto que se llevó. Yo también le apreciaba mucho porque siempre me valoro, yo creo que demasiado.
Mi destino fue de ramplero a una sobreguía con Ángel Lamuño, para los vecinos “Gelín” de la Bobia, vecino de mi pueblo. Arrancábamos en una chimenea en dirección sur. En retroceso para el norte arrancaba con su sobreguía otro picador, Secundino. Las sobreguías tanto una como la otra estaban avanzadas hasta la tercera jugada, arrancaban con la de cuatro. Él ancho de la rampla era de 2.20 aproximadamente, la tierra que llevaba en medio de las dos venas era de gran cantidad, se destinaba a hacer “encelegadas”, esto es colocar en la parte más alta de aquella sobreguia los costeros y la tierra que salía, sujetada por unas tablas y mampostas, que servían para postear Por lo que el ramplero “el guaje” estaba en la parte de abajo de esta tierra sacando el carbón que picaba el picador
El segundo día de mi llegada a esta mina me lleve el primer susto. El picador que trabajaba en la mencionada sobreguia frente a la nuestra era un poco chapuzas, no sabía postear. Por defecto al cabecear mal la madera y al colocarle tanto peso encima de éstas, no lo aguantaron y cuando el guaje estaba paliando, todo se vino abajo y se quedó enterrado. El picador pidió auxilio y rápidamente nos pusimos a quitar la tierra que cubría por completo a nuestro compañero, para poder sacarlo lo más rápido posible, ya que el riesgo era muy elevado. Había encima de su cuerpo varias toneladas de escombro y en poco tiempo podía morirse asfixiado por tanto peso. Trabajamos a gran velocidad Ángel y yo. El otro picador, casi no era capaz de moverse por lo nervioso que estaba, lo único que se le ocurrió fue gritar, chillar por el miedo que tenía a que se muriera el “guaje”, que así era como nos llaman a los Rampleros. Cuando llegamos a él, comprobamos que a pesar de tanto peligro todavía respiraba, aunque con dificultad. Lo reanimamos y, a pesar de que todo su cuerpo estuvo tanto tiempo bajo la presión de tanto peso, lo pudo aguantar pero sufrió múltiples golpes y magulladuras, además se había fracturado el dedo pulgar de la mano derecha, con herida abierta. Lo sacamos y lo trasladamos seguidamente al botiquín.
Aquel ramplero, que sólo sé que se apellidaba Villaamil, se quedó de baja hasta curarse aquella herida y reponerse de los golpes, pero no quiso volver al interior de la mina. Se fue de la zona ya que era de la parte occidental de la provincia y uno de los productores que la empresa tenía en su residencia llamada “La Colonia”. El miedo le alejó de aquí y nunca más supe de él. Era hombre muy fuerte de unos veinticinco años, pero nuevo en la mina y le cogió miedo, cosa muy normal después del gran susto que el hombre se llevo. También pensó que era su hora, así nos lo dijo al recuperarse.
El susto que me llevé fue gordo pero no fue lo suficiente, a pesar de ser nuevo en la mina, para que le cogiera miedo y desistiera en mi empeño de ser minero, seguí trabajando en el interior de ésta. Sin duda el vivir desde niño en el ambiente minero me valió para fortalecer la resistencia al miedo, además ya estaba acostumbrado a la mina por las que había en mi pueblo.
Trabajaba en estas sobreguías de gran potencia, llenas de grisú, que ayudaba a que el testero fuera fácil de picar y con esa facilidad, el avance del picador era muy elevado. Para poder seguir el ritmo del picador sacándole el carbón me veía agotado. Era un trabajo muy duro con el que yo no podía, aunque seguí aguantando hasta que mi fuerza física se adaptó a esta batalla que suponía paliar el equivalente a diez vagones al principio y el doble en las últimas jugadas de esta sobreguía, porque había que dar dos paliaduras al carbón por la distancia para echarlo al pozo,
Cuando ya llevaba bastante tiempo con este pésimo trabajo, del que salía diezmado, tuve la gran suerte de que un picador, Secundino Caleru, de Santa Bárbara, me reclamó a subir un coladero con él. Mi trabajo consistía en velar por su seguridad, mientas picaba en el coladero. Aunque en esta mina la pendiente era casi vertical y el carbón bajaba por su peso Para poder calar el coladero en el día, cerrábamos la ventilación, yo mismo estaba al lado de la llave para cerrar el aire comprimido, que se producía a través de un difusor que proporcionaba ventilación evitando la acumulación de grisú. Al cerrar ésta se acumula el grisú y entonces el coladero se “ponía fácil de picar” pero el peligro aumentaba considerablemente. Sin embargo se conseguía subir el coladero en la jornada de ocho horas. Esto sería imposible si este coladero estuviera ventilado, llevaría, según los casos, hasta cuatro días, o más, calarlo. Cómo se dice en términos mineros “esto está más duro que un estaño” cuando está bien ventilado, si le quitamos la ventilación se pone como ceniza y es cuando se avanza en cantidad y muy rápido.
Mi jornal de 11 Ptas, se lo descontaban al picador del precio de su contrata, normalmente los picadores no tenían guaje más que en las sobreguías, donde había que paliar el carbón.
Secundino dijo al vigilante:
-Manda conmigo a Arsenio Bobia, así me llamaban los compañeros de trabajo.
-¿Cómo te voy mandar éste, si tú vas a subir un coladero? le dijo el vigilante.
-Voy a subir un coladero, es cierto, pero quiero tener conmigo alguien que vigile mi seguridad, no quiero morir asfixiado en el coladero.
-Si te empeñas te mandaré a Domingo le dijo el vigilante, Arsenio tiene que vigilar y cargar los trenes porque es el que mejor lo conoce y no pierden tiempo los trenistas.
Él otro ramplero era nuevo y forastero. Secundino le dijo:
-No me interesa, tiene que ser Bobia, que a pesar de ser nuevo también, ya es un experto, conoce la mina como yo porque está acostumbrado desde niño a entrar en las chimeneas de su pueblo, aparte de que es muy a vil y de confianza. ¿Qué pasaría si me fio de uno y se duerme? El resultado ya lo sabes, quedarme durmiendo sin que me entere, para que encima dijeran, Secundino, se murió por torpe, de eso nada, le dijo.
El vigilante me destinó con él. Una vez en el punto de trabajo el picador me dijo:
-Bobia, voy a subir al coladero, tú te quedarás aquí a su entrada, cuando yo llegue al testero y comience a picar cierras el aire del difusor. Vigila muy atento y si ves que paro de picar rápidamente subes a buscarme por si me pasó algo, puedo quedarme asfixiado.
El picador sin duda confiaba en mí, pero como el sueño en la mina se produce con mucha facilidad cuando uno está parado, para evitar que durmiera, de vez en cuando paraba un momento de picar para saber si yo salía en su defensa. Efectivamente yo sabía el peligro que había, no solamente para él que arriba se encontraba, sino para los dos, ya que si él se quedaba asfixiado el riesgo también era para mí al ir a buscarlo, en este caso caeríamos los dos. Por muy rápido que actuara, el grisú lo puede ser más. Es un buen método para ganar un buen sueldo en el día, pero con ese método murieron algunos, hay que ser muy abril como lo era Secundino, un buen minero, y buen paisano.
Solo con pensar en que pasara algo, los dos podríamos quedarnos dormidos para la eternidad, era lo suficiente como para que yo estuviera atento. En cuanto veía que paraba su martillo, me lanzaba a la máxima velocidad al coladero a arriba a rescatarlo. Él veía mi grado de cumplimiento, se reía y decía:
-Eres bravo, eres bravo, por algo te reclamo conmigo.
Al terminar esta tarea el dolor de cabeza de ambos era grande, la cantidad de polvo y maleza que tragábamos era muy dañina. El grisú de la zona del Rimadero siempre fue temido, era una zona peligrosa, no solamente por la falta de tecnología adecuada para la ventilación de aquel tiempo, sino por la excesiva cantidad de éste que allí había, y que se oía “cantar” en las sobreguías, coladeros y chimeneas, como si fueran culebras en el bosque. Producía muchas veces pequeñas explosiones a medida que se picaba el carbón, porque aparecían pequeñas bolsas de este gas.
Estaba terminantemente prohibido cerrar la ventilación de los coladeros para evitar accidentes mortales, pero teniendo en cuenta la veteranía de un profesional y del trabajo que se realizaba en una sola jornada, aunque un poco arriesgado, resultaba muy rentable el trabajar sin ventilar
Secundino era muy buena persona, buen compañero y un gran picador. Manejaba el martillo para picar y el acho para postiar con arte y destreza, era un veterano de la mina.
Trabajando en aquella rampla de san Gaspar del Rimadero, me salió una hernia por tirar por las piezas de eucalipto muy pesadas. Después de operarme de esta hernia, fui destinado para la zona sur, del Pozo, ya nunca más vi a Secundino Caleru. Era mayor, yo un niño de dieciséis años, No sé qué fue de él. Lo recuerdo como buen compañero que fue, porque me trato muy bien, sabiendo valorar el merito de los demás, al revés de algunos que pegaban a los ayudantes. Seguramente moriría de la silicosis porque era muy trabajador y en aquellos tiempos, ese era el destino de los mineros, morir casi reventados de trabajo y silicosis. Siempre recordare a Secundino, con mucho afecto, y como un buen compañero que fue, además de inteligente para trabajar y para conocer a la gente, valorando las cosas como son.
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