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Trabajando en las calderas del pozo Cerezal

El Pozo Cerezal que pertenecía a nuestro grupo, tenía una máquina de extracción a vapor y como es normal, esta máquina disponía de dos calderas: una trabajaba y otra de repuesto. Estaban colocadas en lo más alto a lado de la casa de máquinas, una junto a la otra siempre a punto por si surgía una avería en la que se estaba trabajando. A medida que transcurría el tiempo en servicio, se le iba pegando una costra dentro que había que limpiar a base de ir picando con una piqueta. Era una obra muy mala, saltaba a los ojos al picarlo y no se podían poner gafas porque el vapor las empañaba. Estas dos grandes calderas estaban enlazadas por las tuberías que conducían el agua caliente a una temperatura de muchos grados para mandarlo a cada una en su momento. Con la presión de esta agua tan caliente, siempre pasaba algo de vapor a través de las llaves que perdían, por lo que las gafas se toldaban y no podía ver. Se trataba de un penoso trabajo. Ademas del calor del vapor, estas calderas estaban colocdas en la parte de arriba de un gran horno que daba un inmenso calor. Aquel horno era el que calentraba el agua para que funcionara una potente maquina de extracción del pozo, que tenia 9 plantas unos 600 metros de profundidad

Para limpiarla se necesitaba más de una semana. Hacer este pesado trabajo que aparte de la dureza de esta capa que más bien parecía de hierro que de material de la caliza, era peor el calor  del vapor y la poca visibilidad, pues la lámpara se cubría de vapor, por que trabajaba en lugr muy oscuro . De todo este duro trabajo, recuerdo sobretodo el primer día por dos razones: una, por lo difícil que resultaba el adatarse a aquel medio con un tremendo calor y con una mojadura enorme, además de muy oscuro y cerrado, pues la escotilla de entrada era tan pequeña que era lo justo para que mi cuerpo pudira entrar. Ese vapor resultaba muy molesto y no dejaba ver lo suficiente. Te sentías aislado como si estuvieras fuera del mundo, solo con tu lámpara que no alumbraba lo suficiente para trabajar. Al principio pase algo de miedo por lo aislado que me sentia.

 Lo que tampoco nunca olvidare, fue que mi padre que trabajaba en aquel pozo, no sabía que yo estaba metido en aquellas calderas, ya que mi lugar de trabajo era en Taller de San Martín, que así se llamaba. Situado en la Sección del pozo San Mamés, del mismo Grupo al lado mismo de Lavadero, a una distancia de unos 3 kilómetros aproximadamente. Mi destino para ese punto fue aquella misma mañana y mi padre ya en la mina, no podía suponer que su hijo estuviera allí. Después de un duro trabajo de toda la mañana, salí un momento a descansar y poder respirar oxígeno puro, ya que adentro se respiraba mucho vapor, había excesiva humedad y mucha temperatura. Desde aquella altura de las calderas, aunque no sabía la hora que era, vi que ya salía el relevo de la mina, bajé y esperé a una de las jaulas de donde salió mi padre para saludarle. Entraban a las seis de la mañana y salían a las dos para irse a casa, pero yo no salía hasta los seis de la tarde.

Cuando mi padre salió de la jaula yo le estaba esperando, pasó por mi lado y no me conoció, le dije:

-Papá, ¿no me conoces? 

-Pero ¿cómo estás así, hijo mío? ¿Qué te pasó? muy sorprendido me dijo.

-Nada, padre, es que me destinaron a limpiar las calderas y salí para descansar y verte.

-¿Cuánto tiempo tienes que estar allí? me preguntó.

-Todo el día y muchos más porque es una obra de más de una semana.

-¿Y vas a trabajar con esa mojadura tanto tiempo?

-No hay más remedio que soportarla. Si cambio la ropa en el momento de entrar ya se pone como ésta, completamente mojada, lo único que tiene es que no paso frío, hace mucho calor y la mojadura se soporta mejor que cuando es fría. 

Mi padre se marchó mal a gusto, aquello no era normal, nos saludamos y volví a mi trabajo. Una vez en casa me dijo:

-Eso es demasiado, deberían por lo menos rebajar la jornada a cinco horas. Es muy enfermizo trabajar en ese lugar cerrado, además de mucho trabajo.

Cierto que era demasiado, pero nada se podía hacer solo trabajar y cumplir. El que manda, manda, en aquel tiempo las cosas fueron así. 

Este trabajo, sin duda, había que hacerlo y alguien lo tenía que hacer, pero era un trabajo considerado como muy penoso y por lo tanto eran suficientes trabajar las cinco horas que mi padre proponía y no las ocho. Además de pagarme una bonificación por exceso de sufrimiento. Era insoportable tanto calor y tanta oscuridad, además de la gran mojadura y dentro de aquella caldera con una entrada muy pequeña para uno como yo, si tuviera más gordo ya no podría  entrar. Aguanté hasta terminar de limpiarla, no me dieron ni las gracias. Mucho aprecio, mucho valorar lo que hice primero, pero nadie se acordó de pagar al esclavo, ni antes ni después, más que el mínimo salario de ocho pesetas. Así de gordas las pasamos, unos de una forma y otros de otra, había para todos.

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