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Eran las 11 menos veinte de la mañana del viernes 3 de agosto del 2001. Estábamos en Candás pasando los tres meses del verano. Mi esposa se encontraba en las labores de la casa en la cocina, yo en el salón escribiendo al ordenador. El teléfono rompió el gran silencio que reinaba en toda la casa por lo tristes que estábamos. Los dos dejamos nuestra labor para dirigirnos al mismo lado a cogerlo. Sorprendidos nos miramos sin cruzar palabra. Contesté al teléfono. En efecto, resultó lo que los dos pensábamos: era mi hermana Celia envuelta en lágrimas, me dijo:

-Hermano, Marcelino ha muerto. ¿Me oyes?

-Sí que te he oído.

Sin decir más, deshecha por el suceso colgó. Yo me quedé con el móvil en la mano, y con la vista fija en el aparato por unos instantes no sabía qué hacer. Reaccioné, pulsé la tecla y lo dejé sobre la mesa. Me fui de nuevo al ordenador para apagarlo. El disgusto fue tan fuerte que me aturdió tanto que casi no encontraba los mandos para apagarlo.

En el acto cogí las llaves del coche el móvil y dije a mi esposa:

-Vamos para el Hospital del Valle del Nalón donde yace el cuerpo de Marcelino sin vida.

Allí estaba desde hacía diez días, sufriendo terribles dolores que lo iban a matar al final. Aún no sabemos por qué ni de qué murió.

Bajamos las escaleras desde el cuarto, que me perecieron interminables. A la puerta  esperé a mi esposa. Ella me abrazó cuando le dije que la muerte nos había arrebatado a Marcelino. ¡Qué cruel es la vida algunas veces! Recorrimos los trescientos metros que nos separaban de la cochera para coger el coche y desplazarnos desde Candás al Hospital de Villa. Esta vez me pareció demasiado largo. Parecía como estar viajando a largas distancias, a pesar de no haber mucho tráfico a esta hora. Iba absorbido en mi sufrimiento. ¡Cómo sería mi dolor por Marcelino que cuando llegamos al parking del hospital para dirigirnos a urgencias. Vi a la puerta a un vecino, Jesús Alonso, quien nos preguntó si teníamos a alguno de la familia hospitalizado, yo no le pregunté por qué estaba él allí

Le explicamos lo sucedido porque no sabía nada y nos fuimos sin preguntarle el motivo de su estancia allí, como él lo había hecho con nosotros. Más tarde me di cuenta que por algún motivo estaría, y lo comenté con mis familiares y dijeron que solo era por una simple caída de un niño, una casa simple.

Hay que ver cómo adsorbe el sufrimiento y la pena en esos momentos tan duros resta posibilidades, te hace perder hasta la memoria porque te aterra pensar que ya se va para siempre.

Marcelino en el momento de morir lo habían llevado a hacerle la autopsia y no nos lo entregaron hasta las cuatro de la tarde. Se quedaron Goyo, su cuñado y algunos familiares más, para dar las vueltas de rigor. Goyo me dijo:

-Arsenio, sería mejor que subieras a La Bobia para que acompañéis a tu hermana Laudina y a Marcelo, no conviene que estén solos.

-Tienes mucha razón.

En el acto cogimos el coche para acompañar a mi hermana y a su esposo. Estuvimos en la casa hasta que ya por fin se le pudo traer para el tanatorio de Sama para poder a acompañarlo hasta que llegara la hora de darle sepultura al día siguiente a las cinco de la tarde.

Si la pena por Marcelino era grande, no menos era la que sentía por sus padres, los dos estaban muy afectados. ¡Sabe Dios como iban a soportar esta pérdida! Les faltaba ese hijo al que adoraban y que siempre había sido un modelo de hombre. Siempre les había tratado con cariño, como ellos a él. Los tres vivían juntos como una piña. Eran inseparables. Marcelino era quien los llevaba en su coche a todas partes. Acompañaba a su madre a la compra, o el mismo bajaba al súper muchas veces para que su madre no se molestara. Trabajaba la hacienda que tenían. Era tan trabajador y tan cumplidor como noble. Un hombre recto, serio y apasionado por su familia. Solo con pensar en su ausencia nos quedábamos pasmados, pensando en el porvenir que les espera a Laudina y a Marcelo. Le llevarán en su mente mientras vivan. Es demasiado es mucho lo que van a sufrir, lo sé muy bien. Yo nunca olvidé lo que sufrieron mis padres por la muerte de dos de mis hermanos, Daniel y Constante, a quien siempre llevaron en su mente, sin poder liberarse del terrible sufrimiento que padecieron hasta que se fueron a la tumba. Así les va a suceder a mi hermana y a mi cuñado, sus vidas serán como una eterna pesadilla que les atormentará noche y día. No sé si podrán soportar tanto dolor. Marcelo está muy delicado por padecer una brutal silicosis y eso le va resultar muy peligroso.

Marcelino había padecido una enfermedad hacía 9 años, pero ya estaba curado y hacía vida normal, aunque sus padres nunca lo asumieron. Los médicos que le trataron les dijeron que podía hacer vida normal: trabajar y comer de todo. Que estaba totalmente curado, que estuvieran tranquilos porque de esa enfermedad no se iba a morir.

A pesar de todo esto, sus padres nunca más vivieron tranquilos pensando que se podría repetir. Esa incertidumbre fue la que los torturó. Si cierto es que esa  enfermedad dejó huellas de dolor en Marcelo. También en mi hermana, que fue más débil y le afectó con más fuerza. Terminó en un tratamiento para sus depresiones, las que seguramente podrán agravarse. La pregunta que queda en el aire es: “¿qué le sucederá a partir de perder a su hijo? Eso atormenta a toda la familia. Eso nos quita el sueño y nos lleva hacia la amargura.

Trabajaba con ganas, comía muy bien, hasta se había comprado una segadora para la hierba. Él mismo había cerrado una finca de hormigón y con una bonita alambrada. Había hecho una cochera para el coche, además un salón bien preparado con su chimenea y cocina para poder cocinar. Se sentía perfectamente y con muchas ganas de vivir. Su moral era enorme, pensaba regalar el coche, que estaba nuevo, a su sobrina María Amor y comprase un todo terreno para él. Pues le gustaba mucho la montaña, al igual que a sus padres. Tenía muchos planes de futuro, pero en diez días y sin saber de qué, se murió. Todo se fue a la porra. ¡Qué pena y qué dolor! ¡Qué perdida tan grande para todos nosotros! Fue como una pesadilla, nos cayó encima como si fuera un rayo. Toda la familia estaba desolada. Creo que a todos nos ocurrió lo mismo. Fue como si se hubiera muerto un poco de nuestro cuerpo, de nuestro ser.

Marcelino era muy apreciado por todos. Era un hombre reservado, tranquilo, de los que no admiten curvas. Yo siempre le aprecié. Cuando comencé a escribir este libro había escrito un pequeño articulo  de cómo era este gran hombre, con un merito muy importante, por saber comportarse ante la terrible enfermedad. Yo bien conocía su gran forma de razonar las cosas. Desde muy joven comenzó a trabajar conmigo. Siempre fue un gran cumplidor de su deber, con los compañeros, con el trabajo y con los clientes. Además era un gran bracero, trabajaba con arte y dinamismo, fue hombre fuerte. Siempre supo apreciar las cosas por su propio valor.

A pesar de su terrible sufrimiento y de saber que la muerte le seguía, en estos últimos días, supo aguantar en silencio.

-Una tarde cuando llegué al hospital a visitarlo, estaba durmiendo, eran las 5, tenía puesto el oxígeno en la nariz y dos mangueras en sus venas, una le suministraba suero con un fuerte calmante, y la otra el tratamiento. Le miré detenidamente y vi que sus brazos estaban muy inflamados, al igual que sus párpados, aunque cerrados, bien se le notaba. Su barriga daba la impresión de ser la de una mujer embarazada. Me quedé de piedra, el susto que llevé fue mayúsculo. No había sido informado de lo que había y lo primero que pensé fue que estaba en coma. Fue tan fuerte la impresión que llevé que tuve que salir de la habitación. Me dirigí a su padre, que permanecía con varios familiares en el pasillo y le dije:

-Marcelo ¿qué pasa? ¿Es que Marcelino ya está en coma?

-No, hombre, está durmiendo.

-¡Gracias a Dios! le dije: y como si aquello hubiera sido una inyección de fuerza, volví a su lado para seguir contemplándolo.

Al poco tiempo se despertó y le dije:

-Marcelino, ¿cómo te encuentras? Estás sudando mucho.

Levantó su cabeza, que hasta ese momento permanecía agachada, me miró con mucha tristeza y con voz muy decaída me dijo:

-Muy mal, ya no soporto el calor que me abrasa.

Volvió a la posición de antes. Al momento cogió el pañuelo y se sonó. Tenía un poco de constipado. Miró con detenimiento lo que dejó en el pañuelo y vio que estaba mezclado con sangre. Cerró el pañuelo, lo volvió abrir y de nuevo lo miró. No pronunció palabra ni miró a ninguna parte, sino que se quedó agachado y muy pensativo, como si dijera “ya no hay nada que hacer”. Yo desde luego pensé eso también. En un momento que quise calmarle, le dije:

-Aguanta Marcelino, aguanta. Tú eres fuerte y eso te ayudará a vencer. Cuando te veas apurado resiste y acuérdate de lo mucho que yo aguanté. Al final vencí, aunque vi la muerte cerca, las fuerzas creo que fueron las que la alejaron. Ten fe y no te olvides que la fuerza es vida y tú la tienes.

Me miro de nuevo y con la misma tristeza dijo:

-Ya no sirve la fuerza, aquí no hay nada que hacer.

En efecto, él ya lo sabía. Al poco rato dijo a su padre:

-Yo a la Bobia ya no vuelvo, por eso te pido que me llevéis al tanatorio de Sama y no a casa. No quiero subir a casa siendo cadáver.

Tan mal le vi, que no me atreví a comentarlo más que con mi esposa, a la que le dije:

-Estamos perdidos, compañera, Marcelino ya es casi un cadáver. Ya no levantará cabeza nunca más. Su fin está cerca.

-¿Acaso habrá alguna suerte, hombre? Ten fe- me dijo asustada.

-No tengo ninguna esperanza, creo que él también lo ve venir.

Fue algo muy rápido. A los dos días le llevaron a la UCI. Al día siguiente lo tuvieron que entubar y al poco tiempo perdió el conocimiento. Nunca más levantó cabeza. Allí se quedó inmóvil para la eternidad, con su cuerpo inflamado. Daba pavor mirarlo, con aquel volumen tan elevado no perecía Marcelino, casi no se le conocía. Se quedó totalmente desfigurado.

Marcelino ya descansa en Fariseo, en el cementerio de la Parroquia de Blimea. Sus padres ya no descansarán hasta que no le acompañen. Mientras que le velábamos en Sama, había visto el sufrimiento de toda la familia y también el de la gente que le conocía. Quedamos sorprendidos por la cantidad de personas que desfilaron por allí a mostrar su dolor por él. Hasta le pusieron sobre el féretro la bandera del Sporting, su equipo favorito. Quisieron que el símbolo y el escudo de éste le acompañara en su último viaje por este mundo. Yo desde aquí, en nombre de Marcelino, de sus padres, el de la familia y en el mío propio, les doy las más expresivas gracias, por tener con él esa distinción tan particular. Descanse en paz y que Dios le lleve a su gloria, como se merece por lo buena persona que siempre fue.

22 de Marzo  del 2002. Después de haber transcurrido casi los ocho meses, aun no sabemos por qué murió Marcelino, nadie nos dice la causa y eso agudiza nuestro dolor. Solo sabemos que él estaba tan normal y que en diez días se fue sin ninguna razón aparente que lo justifique. Marcelino se sentía perfectamente y de la noche a la mañana comenzó a sentirse mal. Eso es lo único que sabemos. La pregunta que sigue en el aire es la que todos y cada día nos hacemos: “¿qué le pasó? ¿Por qué murió?”  Desde aquel triste día toda la familia sigue sufriendo por su pérdida y por ver con asombro como día a día, nuestra hermana Laudina y Marcelo se van deteriorando. Los dos bajaron en barrena, solo viven para el sufrimiento y el recuerdo de su hijo. Ni de noche ni de día descansan. Son prisioneros del dolor. La pena que les invade no les deja moverse ni alejarse de su casa.

Nadie les podrá sacar de ese suplicio que es la pena por Marcelino. Todos vamos a visitarlos para procurar distraerles, sacarles de casa y llevarles lejos de su pesadilla, pero sus salidas no van más allá de los alrededores del pueblo. No hay quien los saque de allí. Es mayor la pena que sus propias fuerzas. No son capaces de librarse de ella en ningún momento.

Muchas veces les hemos invitamos mi esposa y yo para llevarlos a Candás a pasar unos días pero no lo conseguimos. Lo malo es que no veo posibilidades de que cambien, y eso les hace más daño. La soledad de las noches es muy mala,  sería muy importante sacarlos y distraerles, que viajaran algo, aunque sea por las cercanías, pero que salieran de casa y respiraran otros aires que les sacaran de tanta pena. Mi hermana Laudina se pasa la vida llorando por su hijo, solo se calma un poco cuando los acompañamos, pero ese es el gran problema, que no siempre podemos estar junto a ellos, cada uno tiene deberes que cumplir. La familia acude todos los días pero la noche llega y hay que regresar a casa. Se quedan solos de nuevo. La pena puede ser tan fuerte que te puede llevar a la muerte,  ya se han dado casos de que el dolor llevo a la tumba algunas personas.

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