Al dejar aquella obra, nos llamaron para la restauración de la explotación de Cantil en el alto de Santo Emiliano de HUNOSA. Entre otros materiales para la restauración poníamos cal viva para regular el ph. La traíamos de Legorreta, muy cerca de la frontera con Francia. A parte de ser de muy buna calidad, tenía buen precio. Se trasportaba en camiones de gran tonelaje. Ya habían llegado varios camiones sin problemas para otras obras. Pero al pedir para esta obra me dijeron que no podrían servirla antes de un mes, por una avería en uno los hornos. Además, acababa de haber una huelga del transporte por carretera y que tenían un stop para servir por orden de pedido. Para nuestra obra aquello era un duro golpe. Por más vueltas que di buscando cal por Asturias y Galicia no pude conseguirlo. No podía parar la obra. Ante la imposibilidad de conseguirlo, lo comente con el jefe y me dijo que no se podía parar. Que si la paraba era mi problema, porque me la quitaba. Salí de la obra para seguir buscando aquel dichoso camión de cal que tanta falta me hacía, pero sin saber que esta cal casi me cuesta la vida.
Bajé a la Felguera a ver a Costa, el transportista que nos traía los camones de distintas partes del país, con cloruro de potasa de las minas de Verían de Navarra, superfosfato de cal de Cartagena y de Sevilla; también camiones de maíz y cebada de León.
Costa fue un gran hombre muy buena persona, cumplidor, serio y amigo de hacer favores. Siempre nos apreciamos mucho. Le conté mi problema. Desde su despacho llamó a varias partes pero no consiguió nada. No podía verme sufrir al saber que no podía parar la obra. Después de pensarlo decidió llamar a Legorreta, Irún, donde le dijeron que no podían complacerle, que estaban muy apurados y lo sentían, pero nada podían hacer. Después de escucharle, le dijo al director:
-Yo te he hecho muchos favores y tú tienes que hacerme este a mí. Arsenio es hombre serio y uno de tus clientes. Si no le sirves ese camión, le quitarán la obra. No me puedes negar este favor.
-¿Cuándo lo cargarías?
-Dentro de dos horas le dijo, tengo un camión esperando muy cerca de esa zona. Dime que sí y le llamo.
-Que salga para acá, lo vamos a cargar.
Le dio las gracias y llamó al camionero, que ya esperaba su llamada. Lo cargó al poco tiempo para llegar a primera hora del día siguiente.
Aquella mañana salimos como siempre, a las 7 y media para entrar a las 8 en Cantil Santo Emiliano. Yo iba con este equipo de nueve hombres, el resto de personal ya había salido más temprano para otra explotación, al ser el camino más largo. Íbamos diez hombres en dos coches. Al marchar les dije:
-Cargar el toldo en uno de los coches, está lloviendo y va a llegar el camión con la cal viva. Hay que taparlo.
Metieron todo y se olvidaron del toldo. Cuando bajamos de los coches, a la entrada de la obra, uno de los chavales dijo:
-Nos hemos olvidado del toldo.
-Yo voy a buscarlo les dije. Poneos a techo, no bajéis a la corta hasta que deje de llover.
Cogí el coche y bajé muy despacio por aquella carretera, que en aquel tiempo era muy peligrosa por su mal piso hasta Mieres. Pero sobretodo en la parte hacia Langreo, en cuanto caían cuatro gotas se producían muchos accidentes por el barrillo que dejaban los camiones que transportaban escombros a una gran escombrera de esa zona. Llevaba el Crysler 150, coche seguro y bien calzado. Bajé con precaución porque llovía. A pesar de circular despacio, al pasar por la curva que había en el Entrego, cerca de la Gasolinera, el coche derrapó hacia la izquierda. De repente vi un camión que circulaba a excesiva velocidad y que se venía encima. Era un camión de tres tracciones vacío. Pegué un volantazo para darle la espalda y librarme de él. Aquí sí que estaba bien despierto, de no haberme dado cuenta a tiempo pudo haber sido trágico. Posiblemente no pudiera escribir este episodio. El coche fue al desguace. Yo me libré por los pelos. El mismo conductor del camión dijo a uno de mis cuñados que me había librado de milagro. Dijo que nada pudo hacer. Sí que lo pudo haber evitado si no hubiera conducido a una excesiva velocidad. Una de las pruebas de la excesiva velocidad del camión, es que del tremendo golpe, el coche salió despedido fuera de la carretera y a una excepcional distancia y en terreno llano, porque había una plazoleta. Tan brutal fue el impacto que el coche quedo hecho un amasijo de hierros y yo dentro. Nadie que lo haya visto se pudo explicar cómo me salvé.
Ya estaba amaneciendo. Los municipales a pesar de no estorbar el coche, desviaron el tráfico a otro lado. Aquello era una pista de patinaje. Había gasoil y, al llover los coches se deslizaban. Siempre me hice esta pregunta: ¿por qué había gasoil allí y quién la derramó? Esa fue una de las razones del accidente y la otra, la velocidad del camión. Llegó una pariente, y su marido. Cuando lo vieron se asustaron. No dejaban de mirarme, al igual que al coche, que está totalmente destrozado. Ella lloraba y me consolaba diciendo: “no te disgustes, te salvaste. No fue tu culpa. Mira como está de malo que hasta han cambiado el tráfico”. Cierto siempre es un consuelo el pensar que tu no tuviste la culpa.
Llegó el camión con la cal y seguía lloviendo. El personal al ver que no regresaba, fueron ellos a por el toldo para taparlo. Aquel día lo pasé en cama, todo mi cuerpo estaba lleno de golpes, pero sin gravedad. Lo más grave del caso fue lo que sufrí, por el susto y por la pérdida del coche, que estaba nuevo y era un buen coche que yo apreciaba mucho por lo seguro que era.
Aquel toldo que se puso para tapar el camión de cal, lo robaron. Menos mal que los ladrones esperaron a robarlo después de parar de llover.
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