En cierta ocasión vinieron tres individuos, ajenos a nuestro Grupo, para hacer un estudio para pagar a los picadores de nuestro Pozo, que trabajaban a destajo por puntuación. Era una nueva modalidad que llevaba a cabo un grupo de hombres que trabajaban en lo que se llamó Racionalización.
Yo estaba en mi puesto de trabajo y tenia orden de mi jefe, que literalmente me dijo: Arsenio, hay gente que es muy amiga de mandar en los demás. Tú no vas de recadero para nadie, el que quiera criados que los pague. Atiendes el servicio, pero sobre todo mi teléfono.
Los recién llegados, de los que yo no conocía más que a uno, se habían instalado en la oficina del ingeniero ayudante. Eran dos capataces y un ingeniero. Al poco tiempo de llegar, vino uno a mi mesa y me dijo: Vaya a buscar tabaco.
Aunque lo dijo con un tono autoritario como un dictador, yo con toda educación le dije: Un momento, lo encargaré a la señora de la limpieza. No puedo dejar mi servicio, tengo que atender el teléfono del ingeniero, el Satay, la línea del exterior y a la gente que venga.
El individuo sin decir nada, recogió el dinero que había depositado encima de mi mesa y se marchó. Al momento me llamó el ingeniero, que también era forastero y delante de todos y sin poder defenderme me echó la gran bronca. Me faltó al respeto. Tan mal me trató que no le faltó más que pegarme. Cuando terminó le dije:
-Señor, yo no he faltado a nadie y usted me está faltando. Intenta humillarme y me trata como a un perro. Le aseguro que lo va a sentir.
Uno de los otros dos, que había trabajado en uno de los pozos del grupo y que presumía más que un general de división, pero que nunca dió la talla en su trabajo ni sirvió más que para eso, presumir, me dijo, tratándome de usted como si no me conociera:
-Arsenio, ¿cómo se atreve?
Sorprendido por lo que acababa de decir, le dije: Porque tengo que combatir el desprecio y la sinrazón, venga de donde venga. Al contrario de usted, que lo defiende, porque es igual que él, así de claro.
Salí del despacho con un disgusto monumental, pensado en el atropello que acababan de cometer conmigo. El principal culpable no pronunció ni palabra, escuchando aquella escena vergonzosa que protagonizaron dos capataces y un Ingeniero. En este caso los tres fueron unos sinvergüenzas: el primero por decir lo que quiso, el segundo por tratarme tan mal y el tercero por defenderlo. Si yo tuviera manos sería como para coger una estaca y sacar a los tres miserables del despacho a estacazo limpio. En aquel momento creo que hubiera barrido a los tres. Iban a saber ellos lo que era aquel joven asustado, más por el mal comportamiento de aquellos energúmenos que por el mismo trauma que padecía.
Cuando llegaron los dos ingenieros de la mina, mis Jefes, al darles la novedad de la mañana, les conté lo ocurrido. Yo estaba destrozado, no podía comprender lo mal que me habían tratado, sin ninguna razón. A aquel venenoso Ingeniero no le faltó más que coger el latigo, como hacían en la antigüedad.
Yo estaba acostumbrado a cumplir con mi deber y a mis Jefes, que me trataban con cariño y educación. Me querían y me animaban. Siempre se portaron como si fuera algo especial. Mi Jefe, D. Francisco Martín Diego, Ingeniero Jefe del Grupo San Martín muy enfadado y con energía, abrió la puerta del otro despacho y le dijo al ingeniero que me había maltratado:
-¿Cómo te atreves a faltar al respeto a Arsenio? Es hombre de nuestra confianza. Te exijo que ahora mismo que le pidas perdón. Es un crimen tratar mal a este hombre que cumple con su trabajo al pie de la letra. Es uno de los hombres más nobles que he conocido. Lucha como un héroe, trabaja y estudia además de soportar su terrible accidente, que le privó de las dos manos. Es intolerable como lo trataste.
El otro agachó las orejas, se levantó y dirigiéndose a mí, tratándome de tú, dijo:
-No lo sabía, perdóname.
No le dije ni palabra, porque de tener que decirle algo, le diría: “Vd. No siente nada porque no tiene vergüenza ni corazón de humano, sino de animal, quédese con sus disculpas”.
Los otros dos se quedaron sorprendidos por lo que acababan de oír. Mi jefe, después de echarle la gran bronca, cerró de nuevo la puerta y me dijo que me tranquilizara, que ese tío estaba como una “oveya”, como los otros dos que le acompañaban.
Este Ingeniero siempre me trató como si fuera de su familia. Muchas veces me dijo que era una lástima que no tuviera un título, que con mi inteligencia tenía que estar en una oficina técnica, con un secretario. Que haría obras muy importantes, pero que sin título no me admitirían en aquellos tiempos y que se perdía una eminencia por no tener título. Aquel gran hombre sabía observar y analizar el valor de los demás, aunque fuera de un trabajador. Así lo hace la buena gente que valora a las personas con cultura, conciencia y dignidad. Así de noble y buena persona fue Don Francisco Martin Diego, Ingeniero Jefe del Pozo San Mamés. Un madrileño educado y muy trabajador que siempre trato a los obreros con cariño y respeto. Y sin presumir como otros de sangre azul.
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