Al trasladar el almacén de vinos a la nueva casa necesitaba dos vigas de roble para encantelar los bocoyes de vino. Las compré a un vecino de San Mamés, me pidió por el árbol un pelleyu de vino, y lo acepté. Un sábado lo cortamos y lo labramos para el día siguiente domingo, ir a subirlo a la carretera. Este roble estaba en el reguero del Cuello, San Mames, en lo más profundo de éste. El prado era muy pendiente y húmedo en cantidad. Era el mes de marzo y había mucha agua por todo el prado. Me acompañaban para subirlo nueve chavales, todos éramos jóvenes, el mayor era yo, tenía 29 años, la mayoría, alrededor de los 20. Yo tenía mucho miedo a que por falta de experiencia y por el fuerte peso del árbol pudieran fallar algunos. Una de las vigas era muy pesada y sentía pavor de meternos debajo de ésta. Quise dejarla hasta contar con más gente y que alguno fuera mayor, además de la experiencia, seriamos más. Todos dijeron que no pasaba nada, que había que sacarla y se pusieron a cargarla en los hombros. Les paré y les dije:
-¡Mucho ojo! Escuchadme bien lo que os digo: yo me colocaré el último por abajo, si la gente fallara y doy la voz de alarma, posad la viga por la parte de adelante lo más rápido posible, yo con rodilla en tierra la aguantaré hasta que salgáis todos, no vaya ser que coja debajo a uno, sería muy peligroso.
Nos pusimos de acuerdo y nos dispusimos a subirla. Cargamos aquella pesada viga y cuando ya habíamos subido 40 metros la gente comenzó a fallar. Di la voz de salida y todos lo hicieron muy bien, yo con rodilla en tierra aguante hasta que se quedó libre. Cuando la solté me caí al suelo con unos de dolores insoportables. El tremendo esfuerzo me dejo inmóvil en medio del prado y en una posición de peligro para marchar rodando. Mis compañeros pensaron que me había roto la columna. Nada les deje aunque también lo pensaba. Les dije:
-Procurad no moverme hasta ver lo que pasa. Poneos alguno en la parte de abajo por si echo a rodar.
Pasé en esta posición un buen rato hasta que cesaron un poco los fuertes dolores, aunque intenté moverme, no me fue posible. Todos opinaban que ya no podría seguir más allí por la humedad y el frío. Cierto, un cuerpo lesionado e inmóvil no puede permanecer mucho tiempo en esas condiciones. Pensaron que lo mejor era subirme en una escalera para no lesionar mi columna. Fueron a por una y me sacaron al camino donde estuve como hora y media en el suelo, sin poder moverme, ni las piernas ni brazos. Inmóvil, solo podía ver, respirar y hablar poco. Esperé a ver si me pasaba. En el largo rato de espera pensé que ya era hombre al agua, que me había destrozado para siempre. Me acordaba de mi esposa, de mis pequeños y de mis padres y me decía: “¿tan negra la tendré como para dejar a mi familia sin criar?”. En esos momentos de tanto sufrimiento pedí en el mayor del silencio, que por lo menos me dejara poder dar estudios a mis hijos y verlos criados. Conocía bien el resultado de los que rompían la columna. En la Clínica donde me rehabilite por la pérdida de las manos había varios casos y casi todos duraron poco tiempo. Pensar eso me aterrorizaba.
Cuando ya se calmaron un poco los dolores les dije:
-Es muy tarde y a todos nos esperan las familias para comer, ayudadme a levantarme a ver si puedo caminar, creo que ya tengo fuerzas.
Una vez de pie tuve que esperar a recuperarme por un momento no podía caminar, aunque me tenía en pie. Al poco tiempo ya pude marchar a casa, aunque los dolores durarían mucho tiempo.
Seguí trabajando, aguanté hasta que no pude más. La consulta de un buen médico era cara y nuestra economía era débil, por ese motivo soporte tantos dolores largo tiempo. Viendo que no cesaban y que me impedían rendir lo suficiente en los trabajos, no me quedo otro remedio más que ir a consultarlo a un gran especialista, el Dr. Sánchez Juan, un médico excepcional, gozaba de una gran fama entre los mineros de toda Asturias y con mucha razón. En su consulta se informó muy bien, primero de cómo fue el accidente, de cómo vivía, en qué trabajaba, como era mi situación económica y una serie de cosas necesarias para su diagnóstico. Luego me examinó con rayos x y me hizo las correspondientes radiografías. El resultado fue matemático, vio las secuelas de aquel inmenso tirón y también otro problema que padecía. Con su forma de ser, escueto y rotundo, me dijo:
-Amigo Arsenio, lo siento, pero si no haces al pie de la letra lo que te digo no tienes salvación, te mueres en poco tiempo y sin remedio.
Mi esposa se quedó asustada, yo sin habla, esperando a que nos explicara el motivo. Después de su silencio dijo:
-¿Has visto a un gato cuando lo ataca un perro o una fiera cómo pone su lomo curvado y sus pelos de punta?
-Sí, lo he visto.
-Pues ese gato, en esa posición, solo puede durar unos minutos, muy pocos, de seguir sin librarse de la mirada de la fiera, automáticamente se muere. Pues ese problema lo padeces tú. Estás reventado de trabajo, tú misma mujer lo dice. Debes dinero, no duermes, no descansas y sufres más de lo que puede aguantar tu cuerpo.
-¿Y no tiene cura? le preguntó mi esposa.
-Sí que la tiene, si se aleja del trabajo y de toda la lucha que tiene. Sin remedio y contra tu voluntad, cogerás un mes de vacaciones en Castilla, alejado de todo y sin pensar en ello. Al regreso trabajarás lo normal y sin ese estrés que sufres permanentemente, te curarás.
-¿Cómo voy a ir de vacaciones si no tengo dinero? Además, debo una hipoteca de de la casa. Es imposible, no puedo ir y dejar el trabajo.
-No hay otra opción. Si quieres ver a tus hijos criados no tienes otro remedio que dejarlo todo. En poco tiempo caerás y el dinero no te va solucionar nada y mucho menos el trabajo. No le des vueltas, que no hay otra salida a tu caso, es imposible aguantar lo que tú estás aguantando. Tienes que vivir, eres responsable de una familia, ¿qué pretendes, dejarla sola?
Salimos de su consulta que echábamos fuego pensando en la falta de dinero y las dichosas vacaciones, aunque muy agradecido de aquel gran médico, que, además, me pareció un adivino pues enseguida comprendió mi situación. Yo no quería darme de baja pero me encontraba verdaderamente reventado, no solo por el exceso de trabajo, sino por el sufrimiento de deber dinero, me atormentaba. Si cierto es que siempre fui fuerte para el trabajo, débil y pesimista por deber dinero y tener miedo a no poder pagarlo, eso siempre fue superior a mí. Es posible que ese miedo me haya limitado en mis primeros años de empresario y por eso tarde mucho en equilibrar mi economía.
Fuimos a ver a mis padres que esperaban con impaciencia, seguro que sufrían tanto como nosotros. Les contamos lo que pasaba. Yo proponía bajar el trabajo y procurar serenarme un poco, no pensando tanto en la deuda, pero no ir de vacaciones, no lo podía asimilar. Entre mi esposa, que estaba amedrentada por el médico, y mis padres no tuvimos más remedio que marcharnos a León. Cogimos el petate y a tomar el sol en Valencia de don Juan, “como si fuera un potentado económicamente”, decía yo a mi esposa.
Desde luego aquello resultó como el médico había dicho: me curé y me serené un poco. No podía dejar el trabajo, era mi medio de vida y en lugar de menguarlo, crecería aun más. El negocio del vino no daba un duro pero me las iba a reglando con la cría de ganado y la venta de muchas toneladas de abono, aunque se ganaba poco también. Mucho movimiento pero poco margen, si subía algo el precio vendía menos y, si no, era muy escaso. Eran tiempos muy difíciles y no conseguía mejorar mi economía, para poder liberarme de la maldita presión por deber el préstamo para la casa. Hasta que no consegui pagar lo que debía no descase.
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