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Diversos y serios problemas al construir nuestra casa. El mismo día que nos casamos ya nos fuimos a vivir juntos, a casa de su madre. Allí vivimos con ella y con los tres hermanos de mi esposa dos años en el pueblín de Carabeo, San Mamés. Fue en este tiempo cuando compré una finca al lado de mi trabajo, donde más tarde se construyó nuestra casa y almacenes para continuar con el almacén de vinos y de abonos químicos.

Después de comprar la finca empecé a hacer la excavación para construir. A pesar de meter una excavadora, ésta no podía quitar todo el escombro. Era peligroso, ya que delante tenía el canal que abastecía de agua a Sama. Por miedo a producir una avería decidí continuar a pico y pala. Contraté a unos hombres, que yo sabía eran buenos trabajadores del exterior del Pozo. Los tres hombres trabajaban muy contentos y yo también. Cuando ya les quedaba poco para terminar, un buen día la Empresa les dio una contrata fuera del horario laboral para cabecear mampostas. A consecuencia de esto tuvieron que dejar mi obra.

Les dio pena dejarme solo y en plena invernada, pero nada pudieron hacer. Les pagué lo que habían trabajado y me dieron las gracias. Al marchar uno de ellos, muy atento, me dijo:

-Vi ayer a uno en el bar El Puente que andaba buscando trabajo. Si lo veo hoy al bajar te lo mando.

Así fue. Al día siguiente a primera hora vino a verme. Le presenté el tajo que se trataba de un cuadrado de tierra de unos treinta metros cúbicos aproximadamente. Lo había medido y cubicado y sabía el tiempo que le llevaría quitarlo y por lo tanto, el dinero que iba costar. Le pregunté si lo quería a contrata o si le interesaba a jornal. Le pagaría lo estipulado para un peón. Él mismo escogió la contrata, que consideró era mejor, ya que ganaría más dinero por día que a jornal. Yo lo había calculado muy bien y puse un poco más por los inconvenientes que pudieran surgir.

Así se lo expliqué y así lo aceptó. Al día siguiente empezó a trabajar. Yo le miraba desde la oficina y parecía que siempre estaba de la misma manera: con el pico en la mano, pero sin hacer nada. La gente que pasaba le miraba y algunos me decían: “Parece que el operario no tiene muchas ganas de trabajar,  Arsenio. ¿De dónde sacaste a ese pollo?” En efecto, siempre le encontraba de la misma forma: mirando a los aires. Pasaron unos cuantos días sin que él diera ni golpe. El viernes al terminar la semana, le dije:

-Esto dura mucho, ¿No le gusta este trabajo?

Se quedó mirándome sin decir nada. Cuando menos me lo esperaba, dijo con un tono amenazador:

-Hijo de puta, yo aquí hago lo que me da la gana. Cobraré lo que yo diga y si no estás a gusto te clavo el pico en el pecho y te entierro aquí mismo.

Cierto es que él tenía el pico y que yo no me podría defender, pero yo estaba a salvo encima de la pila de la tierra y a mi lado tenía el canal para poder correr en caso de que intentara darme con el pico. Me quedé pensando por unos instantes y decidí darle contestación. No se me ocurrió más que decirle:

-¡Es usted un miserable vago! Si no sale de mi finca ahora mismo llamo a la Guardia Civil. En cuanto se aleje de aquí mediré la tierra que cavó y, con toda mi honradez, le pagaré mañana por la mañana en un sobre por debajo de aquella alambrada, señalando con mi brazo el lugar delante de las oficinas del pozo. Si por su mala cabeza intenta darme la lata, basado en que no tengo manos para defenderme, se equivoca. Le aseguro que no soy fácil de combatir. Tengo una escopeta en casa y antes de que me atropelle me defenderé al precio que sea, como si tengo que darle fuego, pero no me dejaré pisar. Le ordeno que salga ya de esta finca y en el acto. 

Rápidamente me di cuenta de que tenía que demostrar más fortaleza que él, ya que su forma de proceder era la de un cobarde y lo mío era defender mis derechos y mi propia integridad. No me quedó más remedio, pensé en el acto, que ponerme fuerte ante aquel malvado. No existía tal escopeta. Nunca se me había pasado por la imaginación ni tenerla. No me quedo más remedio que mentir para evitar un mal peor.

Este tipejo me escuchó y sin pronunciar palabra dejó caer el pico en el suelo, sin molestarse en arrimarlo a un lado, como es norma para quien maneja una herramienta con ganas. Se marchó pero yo aun seguía muy preocupado por lo que acababa de oír, sin saber si habría conseguido meterle el miedo en el cuerpo o se iba con malas intenciones. No tenía con qué defenderme ni nada que hacer. Sólo podía esperar a que pasara el tiempo. Hasta pensé que podría ir de noche a mi casa. No sabía cómo me iba a defender de él, que miraba con tanta maldad. Daba miedo, pues no se le ocurre a cualquiera amenazar a quien le paga y le trata con educación y respeto. Si cogió este trabajo pudo haberlo dejado cuando hubiera querido pero sin atropellar a nadie. Esta clase de gente siempre es de temer y nunca sabes por dónde salen.

Seguramente creyó que al ponerme a construir una casa yo tendría mucho dinero y pensó en hacerme chantaje con sus amenazas. Su equivocación fue doble, primero porque yo no tenía más dinero que para pagar el muro que se iba hacer, pues era muy joven y la vida estaba muy cara y resultaba difícil manejar dinero por aquellos tiempos. Segundo, porque no me iba a dejar chantajear y eso creo que lo pudo observar cuando vio mi postura de hombre duro. Creo con toda sinceridad que no hay nada mejor para ser duro y fuerte que cumplir en la vida, ser realista y respetar a los demás. Eso es lo que te hace ser más valiente ante un problema de esa envergadura. Aquella noche la pasé sin dormir, sin saber qué iba a pasar al día siguiente. Era nervioso por naturaleza y no me gustaban los problemas. En verdad pasé mucho miedo porque me sentía indefenso y sin saber qué hacer para librarme de aquel que por su actuación me pareció un criminal. Además, no solo se trataba de defender mi vida sino que era padre de familia, debía velar por mi esposa y los dos hijos primeros que teníamos Ana y Norberto (Mónica aún no había nacido).

A las nueve en punto llegó el sujeto este a la oficina. Yo le esperaba. Al verle, bajé y por debajo de la alambrada sin pronunciar palabra, ni él ni yo, le di el sobre y se fue. Al poco rato bajé al Cuartel de la Guardia Civil y le conté lo sucedido al Sargento, que era muy buena persona además de amigo. Le pedí que me autorizara un arma, que no quería seguir indefenso. Solo con tirar al aire ya podría poner en fuga a un bandido como el que me salió en la finca. Así se lo hice saber.

Muy atento, el sargento me dijo:

-Claro que sí. Te haces somatén y te damos una pistola y algún otro armamento.

-No quiero ser eso. La gente los mira mal y aunque no me meta con nadie, siempre ha de haber alguien que te critique. Imposible, le dije.

-Si no quieres ser somatén, dijo aquel gran hombre, te podemos autorizar a tener una escopeta.

-Pues muy bien, escopeta al canto. No quiero vivir más indefenso. Puede llegar un tipo de esos de noche a casa, atarme, robar y hasta violar a la mujer y a la niña. Oliendo a pólvora ya es otra cosa, el respeto se impone al poder defenderse.

-Te comprendo perfectamente amigo, en tu caso, que no te puedes defender, sí lo necesitas.    

Lo estaba pasando yo muy mal por los problemas de aquel trabajo para hacer el solar de la casa. En el momento que compré la finca, me puse a trabajar. En la parte inferior de esta había un matojo y una pendiente muy considerable del medio de la finca para abajo. Esta se quitó para hacer la base para edificar. Puse una portilla en la entrada. Uno de los dueños (eran dos) de la finca colindante me envió una carta diciendo que tenía que quitar esa portilla porque no tenía entrada por allí. Cierto es que no tenía paso, pero este miserable pensó que yo sería como aquellos que él había pisoteado tiempo atrás, que por ocupar un cargo público y sentirse el más fuerte y con poder ya podría hacer lo que él quisiera. Este sujeto estaba acostumbrado, según me contaron los mayores de la zona, a hacer de las suyas y tenía un historial pésimo entre la gente, por estafador y tramposo. Parece que había atropellado con sus trampas a mucha gente, amparado en la ignorancia de aquellos tiempos y presumiendo de su rango. Todo esto y mucho más era lo que comentaba la gente, que bien conocía sus fechorías y que, al comprar yo la finca, me habían advertido que tenía un mal colindante. Que anduviera vivo porque podía darme problemas porque todo lo quería para él.

Este problema fue muy difícil para mí por lo mucho que me hizo sufrir, pero para él también lo sería, porque esta vez no pudo salirse con la suya. A pesar de lo mucho que lo intentó no pudo conseguir su propósito de dejarme incomunicado en mi finca. Coloqué mi entrada a la finca pareada a la de él, porque no había otra alternativa para entrar a la finca. Otro socio suyo, que fue un gran señor y que era ciertamente intelectual (era abogado) no se metió en nada y jamás me molestó. Era letrado y sabía bien por donde andaba. Bien sabía él que durante la época de producción de la tejera se extrajeron miles de toneladas de tierra para hacer el barro y con ello el camino que esta finca tenía por la parte superior y por el sur.

La entrada de esta finca, que precisamente aun está como la dejaron, con una corta de una altura de unos veinte metros, se había dejado sin servicio de entrada.

El camino que este sujeto quería para mi finca implicaba dar un rodeo de unos mil metros por la parte de atrás del pueblo, más otros trescientos metros por la finca de arriba con bastante pendiente y además limitada a personas, sin acceso para vehículos. Esto haría imposible construir la casa. En cambio, al abrir una entrada por la parte de abajo, había solo seis metros hasta la carretera compartiendo el camino de entrada a su finca y sin extorsión alguna ni para su servicio ni para el mío.

Esta pequeña parcela de seis por siete metros, de ser buen ciudadano, debería haberla dejado para las maniobras de los coches y autocares del servicio del pozo por estar en un punto estratégico para este servicio. La prueba de esto es que después de varios años y de comprarles yo la finca, la dejé para esas maniobras poniendo mi portón a seis metros de la carretera, para así evitar el caos de circulación que había en aquel tiempo de autocares y coches del personal del Pozo donde trabajábamos mil quinientos hombres. La mayoría del tiempo estaba bloqueado y sobre todo a la salida de los relevos.

Si por la parte de arriba era imposible la entrada para ninguna clase de vehículo, por la de abajo el acceso estaba también muy mal. Aunque la distancia era corta, el acceso a mi finca era, de momento, por un sendero muy estrecho. Había una profundidad de tres metros que tuve que rellenar para construir una entrada decente, pero me encontré con la oposición de aquel individuo. A fuerza de darle vueltas y de pasar noches sin dormir, por mi poca experiencia de hombre joven, acompañado del miedo que le tenía, pues tenía muy mala fama, cansado de pensar cómo podía resolver este grave problema, llegué una noche a la conclusión final de que yo tenía toda la razón. Si no me daban un helicóptero, este sujeto tendría que dejar paso. Una prueba era que, además de destruir con su industria el camino que había, nunca se atrevió a plantarme cara. Solo se comunicaba conmigo por carta. Analizando todo eso llegué a una conclusión: nada puede hacer, esta vez la ley está de mi parte.

Aquella noche decidí comenzar a rellenar con escombro de mina aquel socavón tan enorme que había. El arrendatario de esta misma finca, al ver como metía camiones de escombro, se acercó y me dijo:

-Tienes toda la razón. Sigue rellenando hasta ponerlo a punto para los dos y quedará una entrada perfecta. No puede hacerte nada. Tú no vas a entrar a tu finca por el aire. No sufras más, todo está de tu parte. Seguro que no subirá ni a verlo, no tendrá más remedio que guardar su pico bajo el ala.

Este señor era mayor y me apreciaba. Sabía cómo trabajaba yo y que era un hombre prudente.

El socavón se iba rellenado y yo seguía recibiendo cartas de aquel sujeto que no sé si vendría por las noches a verlo o cómo se enteraba, porque a la obra nunca se presentó. Yo las leía y al archivo con ellas.

Yo seguía esperando su visita para pedirle el helicóptero para entrar y salir a mi finca, pero nunca se atrevió. Nunca llegué a verle.

Solo Dios sabe lo débil que era mi economía. Sin esta finca yo no podría evolucionar. No podría trabajar para traer el pan a casa pues otra finca no podía comprar por falta de medios económicos.

Al terminar las excavaciones, quedó una corta de 3,50 metros de altura de tierra suelta. El tiempo cambió radicalmente y empezó a llover. Se me presentaba así un grave problema, no solo porque bajara todo el talud, sino porque allí estaba el canal que abastecía de agua a Sama de Langreo. Si este canal llegara a romperse inundaría la carretera y hasta podría inundar el Pozo San Mamés, pudiendo incluso causar accidentes al personal. Además dejaría sin agua a todo el Concejo. Si esto hubiera sucedido el pago de las obras de restauración más la multa me hubiera arruinado. No tuve otra opción que buscar a gente urgentemente para tratar de evitarlo. Con una gran mojadura pasamos una tarde y una noche trabajando sin descanso para postearlo y entablarlo para evitar lo que sería para mí la ruina total. Durante el tiempo que duró la obra de posteo no cesó de llover y, como si fuera un castigo, siguió durante varios días. Trabajamos bajo la lluvia todo el tiempo sin poder evitar la mojadura pero lo conseguimos. Cuando pasaron las lluvias con mucha precaución y después de esperar a que no diera agua la tierra, echamos los cimientos con barras de hierro y se hizo el muro, dejando un hueco para más tarde hacer una bodega subterránea para el vino.

Una vez hecho el muro de contención y tras haber comenzado la excavación de los cimientos para la casa, apareció una roca de unos dos metros de largo, uno de ancho y uno de grosor. Esa roca tenía que quitarse de ahí pero no había con que moverla. Con esta tremenda roca atravesada en medio del solar no podía seguir la obra. La única forma de librarme de ella seria volarla con dinamita. Pero había que hacer una voladura controlada porque a un lado tenía la casa de un vecino; al frente, otra casa, y al otro lado, muy cerca, un transformador de alta tensión. Resultaba peligroso y yo tenía mucho miedo a fallar en los cálculos de la detonación a pesar de estar acostumbrado a manejar estas cosas en el trabajo. Sufrí mucho antes de decidirme hasta que un día, después de hacer varios cálculos, un vecino me ayudó y perforamos un tiro en el centro. Yo revolvía la punterola y él daba con la maza. Con la cantidad de dinamita apropiada y bien atacada con arcilla, disparamos y volamos la dichosa piedra sin salir ningún fragmento (ni tampoco nosotros) por los aires. En ese momento me sentí libre de lo que era para mí una pesadilla. Ya se pudieron echar los cimientos sin problemas. En aquel tiempo no había maquinas para manejar tanto peso como el de aquella piadra

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