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El mismo día que llegamos a París fuimos al ortopédico que nos iba a hacer las manos. Tomó las medidas y al momento ya estábamos libres durante los dos meses que tardaría su fabricación. Alejandro quiso ir a Bruselas pero yo me vine para Asturias. Aquí tenía a mi novia que hacía ya tiempo que no veía, además de la familia. Eran las diez de la mañana de un viernes y estábamos solos allí, sin conocer a nadie y discutiendo en medio de una capital extranjera, Alejandro quería que yo fuera con él, no le gustaba marchar solo, pero yo no podía permitirme gastar tanto dinero y tenía una morriña enorme. No sólo por mi novia, sino también por mi familia. Al día siguiente se casaba mi hermana Marce y quise coger el medio más rápido para poder llegar. No tuve más remedio que viajar en tren. Al no querer acompañarle, Alejandro se enfadó mucho y se marchó sólo y sin rumbo por Paris para esperar el tren que salía para Bruselas por la noche, al igual que el mío para España. Fuimos uno para cada lado, cuando podíamos haber pasado el día junto, pero no pudo ser.

Cogí mi pesado equipaje y bajé al metro. Con el peso de éste se rompió el cable de mi mano derecha y me quedé sin poder manejarme y con un gran disgusto. ¿Quién me pondría un cable nuevo en París? ¿Adónde iría? ¿Cómo me las iba a arreglar para hacer tantas horas de viaje hasta España? No conocía nada ni a nadie en esa capital tan grande como solitaria. No hablaba el idioma y eso era un problema grave. En el viaje lo pasaría muy mal. Aquel día lo pasé sin poder ni comer por lo que sufría. Al no saber Francés no podía dirigirme a nadie. Fui a la Estación de Austerlitz para dejar el équipage en consigna. Pasé todo el día paseando sin comer ni beber nada. El tren no salía hasta las once de la noche. Me atormentaban dos cosas: la rotura del cable y el no poder llegar a tiempo a la boda con mi familia y mi novia, que iba estar allí con ellos.

Mientras que paseaba para matar el tiempo, no dejaba de pensar en cómo me las iba arreglar para ir al servicio ya que no podía vestirme. Esto me torturaba. Ya no me importaba no comer, pero el no poder valerme era lo que temía. Después de pasar todo el día se me ocurrió pensar que por las maletas españolas, que precisamente eran diferentes a las europeas, podría intentar conocer a alguien que me pusiera el dichoso cable, que era de tanta necesidad. Entré en la estación y comencé andar entre tanta gente. Todo esto poco antes de las diez de la noche, pues antes no había pasajeros europeos, sino trenes de cercanías donde no conocía a nadie. Por mucho que busqué todo el día nada pude hacer para poner el cable.

A las diez de la noche me encontré un grupo de seis españoles del Sur. Eran mujeres con sus maridos. Les saludé y me contestaron en español. Les conté mi problema y no dudaron en ayudarme. Fue algo muy duro que me hizo pasar un día de angustia. Aunque tenía las maletas en consigna, yo llevaba en una pequeña maleta de mano todo lo necesario para poner el cable. Quité mi chaqueta y la camisa, que entregué a una señora. En la camiseta llevaba una especie de bolsillo que mi madre había cosido para poner el dinero, pero también llevaba en la chaqueta más dinero, separado por si las moscas, pues con mucha frecuencia se comentaban los robos de los que eran víctimas los viajeros por esos lugares desconocidos. Entre el miedo a que me dejaran sin blanca y la vergüenza de desnudarme entre tanta gente me puse tan nervioso que las gotas de sudor eran tan grandes que caían sin cesar. Era algo desconocido, algo que jamás vi. Tanta cantidad era que mojaba el suelo. No es ninguna exageración. He visto sudar a compañeros en la mina o en el campo por el esfuerzo y el calor, pero jamás vi tantas gotas bajar por un rostro humano. Aquella gente se asustó y me preguntaron si estaba enfermo. Una de aquellas mujeres dijo que temían que me pasara algo malo.

-Muchas gracias pero no estoy enfermo. Esto se cura en cuanto termine de ponerse el cable de mis aparatos. Sólo es por lo nervioso que estoy.

Aunque era muy fácil colocar el cable, el señor que lo puso, viendo como corrían las gotas de mi sudor se puso también muy nervioso, como el resto del grupo que no cesaban de mirarme y tardó mucho en ponérmelo. A parte de lo de las manos, que sin duda la gente sufre al verlo por primera vez, no era normal ver tampoco aquel río de agua por mi cara. Todos pensaron que me ocurría algo grave. Pusimos el cable y una vez vestido de nuevo, saqué mi pañuelo, sequé mi sudor y todo pasó. Les di las gracias y ya tranquilo les expliqué que era por los nervios que suponía desnudarme en público con tanta gente y que yo tampoco conocí tanto sudor nunca. Al verme normal se tranquilizaron. Ellos también lo habían pasado mal. Se dieron cuenta de lo mucho que había sufrido. Se portaron muy bien conmigo. Mucho me gustaría poder verlos de nuevo para saludarles y darles las gracias porque sin quererlo les hice pasar un mal rato. Seguro que nunca se olvidaron de aquel día. Hasta pienso que no me creyeron al decirles que no estaba enfermo. Aquello fue como para sufrir una deshidratación. No me pasó nada ni nunca más estuve enfermo de nada, aunque tampoco lo pasé más tan mal como ese día en esa estación Francesa.   

Salió el tren a las once de la noche como estaba previsto. Allí mismo nos despedimos y nunca más volví a verlos. Ellos tenían su reserva en un lugar lejano al mío y ni en la frontera los vería al hacer el trasbordo. Ellos iban para el Sur y yo para el Norte.  

A pesar de intentar acortar mi viaje tardé dos días y una noche en llegar. Eran las once y media de la noche cuando llegué al Café Díaz, en Blimea, donde era la boda. Ya se iban todos cuando se llevaron la gran sorpresa puesto que nadie contaba conmigo. Allí, con toda la familia, estaba mi novia. Yo quise que fuera a esa boda aunque yo no estuviera.

Sin afeitar y a pesar de haber comido muy poco, no tenía hambre. Nos abrazamos todos pero el que más sufrió fue mi padre que me abrazaba y lloraba como un niño diciéndome que lo había pasado muy mal porque yo no estaba. Más tarde me contaron mis hermanas que durante todo el día estuvo pendiente de la puerta para ver si llegaba su hijo. ¡Cuánto sufrió por mi desgracia! ¡Qué noble y cariñoso fue! Aunque mi madre también lo sentía, ella era más tranquila. Era mujer fuerte y serena que pudo soportarlo mucho mejor que mi padre que nunca pudo remediar sufrir por todos. Tomé un vino sobre la marcha y nos fuimos. Sabía que mis padres también estarían a disgusto sin mi presencia, ya que era el único que faltaba de toda la familia en un día tan significativo como la boda de mi hermana.

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