Cuando todo parecía ir bien, apareció un demonio. Esta vez el demonio tenía forma de mujer: una vecina. Esta mujer se metía en casa de la que iba ser mi familia política, como lo hizo siempre desde la muerte del padre, para echarle la gran bronca a mi novia y a su madre, diciéndoles que si no les daba vergüenza, a una por quererme y a la otra por dejarla cortejar con un hombre sin manos. Les decía que yo no tenía ni para darle ni de comer, que el Almacén de vinos no era mío, que era de un hermano y me ponía por los suelos.
Esta mujer las insultaba con frecuencia. Hasta pegaba a las niñas pequeñas. Invadía su casa, no tenían intimidad ninguna. Desde la muerte de Arturo (el padre) se había aprovechado de la debilidad de una mujer viuda, madre de cuatro niños y forastera. Ellos eran naturales de Bres, un pueblín cercano a Taramundi, uno de los últimos pueblos de Asturias ya en la raya con la provincia de Lugo. Allí solo vivían del campo y en situación precaria, como todos. Ellos habían intentado huir de la pobreza y la esclavitud para mejorar su situación. Por eso decidieron venir a trabajar a las minas.
Encima de la mala suerte que les acompañó al perder al padre de familia, se quedaron con una mísera pensión debido al poco tiempo que él llevaba trabajando en la mina. Por si esto fuera poco, se encontraron con esta mujer que fué para esta desamparada madre y sus pequeños más mala que una serpiente. Les llamaba “gallegos” como insulto y con desprecio, les decía que no sabían hacer nada, que estaban sin cepillar. Muy curioso, mi suegra era una modista de categoría, hacia todo tipo de ropas para señoras y niños. Hasta mi esposa aprendió con su madre a coser y bordar, pero que muy bien. Mientras que esta intrusa era una señora burra, que hablaba sin sentido por lo mala que era. Una mujer desalmada sin cultura ni vergüenza. Hasta les decía: ¿A qué venís aquí? las minas son para los asturianos.
Aquella ignorante no sabía ni hasta donde llega Asturias ¿Cómo iba a saber ella comportarse con los demás? Esta gente eran tan Asturianos como ella. A mi futura suegra, aturdida por verse atropellada por esa infame mujer, se le presentaba lo que ella creía que iba ser un serio problema: el que su hija mayor se acompañara de mí, por lo de las manos. Hay que darle la importancia que tiene al asunto. Se trataba de un tema demasiado serio para aquella madre. Tuvo la suerte de que yo no le fallé pero ¿Cómo iba ella a adivinar el futuro? Poco podía saber de cómo me iba comportar. Tuvo que pasarlo muy mal pero fue valiente y confió en mí. Nunca le pesaría. Como le prometí al pedirle la mano de su hija, cumplí con mi deber y siempre vivimos muy unidos. Esta mujer, mi suegra, me aprecia hoy como si fuera uno de sus hijos. A cada problema que le surge, viene a mí, segura de que se lo puedo resolver. Siempre la defendí como si fuera mi otra madre, mirando por ella y por sus niños que consideré como mis hermanos.
Aquella madre, que al principio tenía sus dudas, no pudo imaginar que yo iba a ayudarla a criar a sus hijos. Desde aquel momento, ya nunca más estarían abandonadas y sin defensa. Jamás los dejé solos. A partir de aquella fecha comencé a ir todos los días a su casa para interesarme por los problemas y ayudarles en lo que hiciera falta, además de hacerles compañía y dar cariño a los niños. Comenzamos a convivir como si fuéramos ya de toda la vida de la misma casa, algo que mi suegra mucho agradeció hasta su muerte. Murió bendiciéndome, así me lo dijo mi esposa. Tengo que decir que los hermanos de mi esposa me aprecian como si fuera su propio hermano. Ellos nunca se olvidaron de nuestra buena convivencia y eso es digno de apreciar. Yo también los quiero mucho porque siempre formaron parte de nuestra vida.
Desde el almacén hasta mi pueblo, monte arriba, había cinco kilómetros que yo subía a caballo cuando podía, siempre que no hubiera carga de vino para los pueblos. En tal caso, yo tenía que ir andando pero, aún así, todos los días visitaba a la que iba ser mi esposa y su familia. Llegaba a casa y ataba mi caballo Lucero a un lado, donde no molestara a nadie. Era un bonito animal de raza árabe, con una estrella en la frente, de color castaño brillante, con su larga crin, muy lúcido y bien tratado, ensillado con silla Española totalmente nueva que no todos se podían permitir en aquel tiempo. Aún conservo varias fotografías de Lucero.
Dada la forma de pensar de aquella malvada mujer (me refiero aquí a la intrusa) no le gustaba que dejara allí a mi caballo. Lo interesante para ella sería que yo siguiera en la cuneta pero, al ver lo contrario, seguramente se moría de rabia. Como no se atrevía a decirme nada, esperaba a que me fuera y, sin permiso y con violencia, entraba en la casa y les echaba la gran bronca. Siempre tenía algo para reñirles y humillarles sin razón. Ahora le molestaba mi caballo. Les decía que por qué lo dejaba allí si no era mío y así un sinfín de mentiras. En realidad, mi caballo no molestaba a nadie atado allí. Esta persona parece que tenía que invadir su intimidad, tenía que saber hasta lo que comían, era como una pesadilla para esta familia. Todos los días les atormentaba sin más motivo que el que ella misma inventaba.
Lo más importante para mí en esos momentos era evitar y prohibir la intromisión de aquella intrusa. No me gustaba la idea de encarame con ella. Esta clase de mujer suele abusar de ser mujer. No quise compararme a ella y pensé que lo mejor sería hablar con su marido. En efecto, yo sabía que él paraba todas las tardes en un bar. Decidí ir a verle y le hablé con toda claridad explicándole realmente cómo se comportaba su mujer con aquella familia. Entre otras cosas, le dije:
-¿No te da pena y hasta vergüenza que tu mujer insulte y atropelle a esa familia que tan sola se encuentra? Lo que ha hecho hasta ahora es intolerable. A pesar de los comentarios que hay por el pueblo, que por cierto hablan muy mal de tu mujer, tú ni te enteras Te ruego encarecidamente que tomes cartas en el asunto y que no se acerque más a esa casa. Si hasta ahora se encontraban solas e indefensas, a partir de hoy ya tienen quien las defienda. No voy a permitir que tu mujer viole la intimidad de esa casa nunca más. Todos los días pasaré por allí para saber cómo van las cosas y te haré a ti responsable de lo que ocurra. Por mi parte no hay precio para luchar por la libertad de ésta que ya considero mi familia. Que no tenga que repetirte nunca más lo de esta tarde.
Cierto es que este hombre no era mala persona, todo lo contrario. Yo lo consideré siempre como hombre serio y formal. Él me dijo que nunca se había metido en nada y me aseguró que esto no pasaría más, que hablaría con su mujer.
-Si así lo hicieras y deja de ir a la casa, las cosas se quedarán como están. De lo contrario puede que haya problemas. Que no se engañe. No te olvides decirle, por si aún no lo sabe, que tiene al pueblo asustado del atropello que les hace y no se da cuenta del daño que les causa. Nadie la puede ver porque hasta con la gente habla mal de ellos sin ninguna razón. Sé todo lo que incordió para echarme. Sé que protesta por mi caballo y sé también lo mucho que me desprecia sin ningún motivo más que el de su propia maldad. Yo nunca hice daño a nadie. No tiene porque despreciarme de esa forma.
El marido no era mala persona pero si un gallina que no supo imponer respeto a su fierecilla, que montó a caballo en él. Hasta que yo le advertí no se atrevió a frenarla, a decirle lo mal que lo estaba haciendo. Desde el día siguiente ya no asomó por la casa con sus múltiples visitas de cada día y en cualquier momento.
Había gente en el bar que escuchó lo que yo le decía con tanta energía y, como todos sabían que era cierto y que estaba considerada como una mala persona, fue para él una forma rotunda de sentirse avergonzado ante los vecinos y para mí una forma fácil de acabar con todo aquel atropello. Solo él sabrá lo que le dijo pero a partir de aquella tarde nunca más protestó de nada ni se metió más en casa ajena. Mi familia era seria y respetada y la razón casi siempre vence.
Al día siguiente cuando llegué al oscurecer a casa de mi novia, estaban sorprendidos porque no habían recibido más visitas de aquella que para todos era una pesadilla. Se dieron cuenta de que pasaba por delante de casa pero sin molestarles en nada. Le tenían hasta miedo. Aquel día deambuló por el camino o por los alrededores de su propiedad pero no se acercó. Aunque suponían que yo había intervenido, no se podían ni creer que hubiera ese cambio tan rotundo. Cierto que yo había intervenido y con tanta suerte que nunca más les molestó. Fue un remedio fulminante.
A los pocos meses quedó una vivienda libre en otro lugar que, aparte de estar en mejores condiciones, estaba en un piso soleado. Le propuse a la que iba ser mi suegra que se fueran a vivir allí. Le pareció buena la idea y allí se mudaron. En su nueva casa nadie les molestaría nunca y vivieron muy contentas además de recibir mi visita diaria para hacerles compañía.
La pequeña pensión de viudedad de mi suegra no alcanzaba para mantener la casa y a cinco personas (cuatro de ellos niños). Mi suegra tenía que trabajar como modista haciendo ropa para la gente del pueblo y se reventaba a trabajar por cuatro pesetas que tampoco eran suficientes para solventar su mala situación económica. Lo pasaban muy mal.
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