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Los primeros cinco años de mi destino en oficinas los pasé en la oficina de una sección del grupo, el Lavadero de carbon de Santa Bárbara situado en el Pontón, Sotrondio. Allí trabajaba un gran amigo mio, ya desde la infancia, Aquilino Fernández de la Cerezal. Su madre Ángela, una gran mujer, también era amiga de mi familia, además de buena cliente mía ya que nos compraba vino y abonos. Esta mujer siempre nos apreció mucho, igual que nosotros a ella. Mujer viuda, trabajó mucho. Crió a dos hijos con mucho cariño y, a pesar de los malos tiempos que atravesábamos, pudo dar estudios a su hijo Aquilino que se licenció en Derecho mientras trabajaba en la mina. Cuando terminó la carrera lo pasaron a la oficina y allí estuvimos cinco años juntos. Era un buen compañero, una persona excelente, muy trabajador y servicial. Más tarde, él fue destinado a fábrica en la Felguera y yo a las oficinas centrales del Grupo. Aunque nos veíamos poco, no perdimos la amistad de toda la vida. Murió siendo joven y lo sentí mucho. Fue un gran hombre.

Mientras estuve en esta oficina, el capataz Vidal me destinó a cubrir faltas de algún vigilante que por enfermedad se quedaba de baja. Una mañana me dijo:

-Arsenio, tienes que ir a cubrir la plaza del vigilante que está enfermo. Hay un stock de quince mil toneladas de menudo (finos de carbón) que se están cargando para la Central Térmica de Lada.

Como no había palas cargadoras todo se hacía con los peones y las carboneras. Había un grupo de quince personas para cargar este camión y apilar lo que salía del lavadero. Llegamos junto al grupo de gente que trabajaba. El capataz les dijo:

-Arsenio va ser vuestro jefe. El vigilante está enfermo. A ver si procuráis trabajar un poco más. Es muy bajo el rendimiento que dais y hay que cargar más toneladas.

La gente no dijo nada y se marchó. Al poco tiempo llegaba el camión a cargar. Precisamente acababa de salir de fábrica. Fue el primer camión Pegaso de tres ejes que se conoció. Era una novedad. La gente estaba apilando el carbón y les mandé parar. Pensé que dado lo poco que rendía algo había que hacer para estimularles y conseguir más tonelaje para la Central Eléctrica de Lada. Les dije:

-Sé que es poco lo que pagan, lo mismo me ocurre a mí que a todos los del exterior. Por eso quiero hacer un trato con ustedes. Es muy poco lo que se trabaja aquí y por eso les doy a tarea cargar el stock diario para la Central. Este es el segundo viaje. Si se ponen con gracia pueden cargar la tarea para la 1, aunque hoy terminen un poco más tarde por no comenzar la tarea a principio de jornada. Aun así todavía ganan tiempo. Y en cuanto terminen se marcharán con el día ganado.

Una de las carboneras, María, preguntó: “Arsenio, a ver si lo entiendo bien ¿Es que podemos marchar para casa a la hora que terminemos? “Así es, María, y con el día ganado completo”.” Lo aceptamos” dijo María que era muy trabajadora y formal pero un poco jefa de aquel grupo. Cuando no estaba el vigilante y sin que nadie se lo mandara, ella los dirigía.

“Pues manos a la obra, a trabajar” dije. Hablé con el camionero para que se diera tanta prisa como pudiera y aceptaron la tarea que iba durar mientras que yo estuviera de encargado.

En este grupo de trabajadores había más mujeres que hombres. Dos de éstas eran María y su hermana Andrea. Eran muy trabajadoras, muy buenas personas y cumplidoras que trabajaban más y mejor que alguno de los hombres que había allí. En aquel tiempo había otros dos grupos, uno a cada relevo, en la cinta de escogidos. Un relevo empezaba a las ocho de la mañana y el otro a las cuatro y media de la tarde. Entre estas mujeres las había de pueblos lejanos, que tenían que desplazarse andando por la noche y por caminos muy malos llenos de barro llevando para poder transitar una lámpara de gasolina muy pequeña. A mí me daba mucha pena verlas marchar con su pequeña luz a las once de la noche por lugares tan solitarios y solas, ya que casi nunca había dos del mismo pueblo.

Aceptaron la tarea que les propuse. A la una y media, cuando terminaron de cargar toda la tarea, se marcharon. Yo fui entonces a la oficina para hacer el parte. Al momento llegó Vidal, el capataz, sorprendido de que estuviera allí pues no era normal. Me preguntó

-¿Dónde tienes al personal que no está en la pila del menudo?

-Camino de sus casas, le dije. Ya estoy haciendo el parte. Acaban de terminar la tarea para hoy.

-¿Qué terminaron la tarea ya? ¿Cómo es posible? ¿Cómo te arreglaste?

-Muy fácil: les puse a tarea y ellos aceptaron.

-Me dejas asombrado. Tienes un arte para mandar a la gente extraordinario. Nunca habían cargado más de la mitad. Hoy mismo te voy a proponer al Ingeniero para hacerte vigilante, me dijo el Capataz.

-¡No se te ocurra! repliqué. No quiero ser vigilante. Te lo agradezco mucho pero no me gusta mandar a gente que gana tan poco. Solo podría ser vigilante si pagaran más para entonces poder exigir más. Ya sabes que hasta el mismo vigilante gana muy poco. ¿Cómo voy a cambiar mi corbata por una funda y unas botas para correr toda una jornada por esa trinchera arriba y abajo para ganar “el jornal de la sallaora”? Ni hablar. No tengo fuerza moral para exigir a personal con tan poco sueldo y por los cuatro duros más que me van a pagar, lloviendo, nevando o con calor, mientras que ahora yo paso las inclemencias del tiempo detrás de los cristales de la oficina. No me interesa. Lo único es que pueda echarte un cable si te falta un vigilante. Eso sí lo haría, pero de ninguna manera para seguir de forma permanente. Yo gano muy poco pero un vigilante de exterior gana muy poco más. Lo siento mucho pero no puedo aceptarlo.

-Más lo siento yo. Es una pena: serías un vigilante como la copa de un pino. No todos valen y tú, siempre que te destino, lo manejas muy bien.

-Gracias por valorarme de esa forma, Vidal. Te aseguro que siento el no poder complacerte pero no lo considero nada fácil por el sueldo tan pequeño que se les paga. Siento pena y sobre todo de esas mujeres. 

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