Acompañaba a una chica pero su padre y su abuela se oponían en un plan totalitario. En cambio la madre nos facilitaba en secreto los momentos y lugares para cortejar. A pesar de que procurábamos evitar que nos vieran juntos, algunas veces se enteraban y la reñían e incluso hasta le pegaban. También había broncas para la madre. La chica me contaba todo lo que pasa en casa.
Yo le decía que era mejor dejarlo, que no me gustaba que hubiera peleas por mi culpa. Lo más duro para mí era que le pegaran. Ella no quería dejarlo, siempre decía: “Un día se convencerán de que eres un buen chico y que tienes un negocio que no tienen otros con manos. Ya verás cómo nos terminan dejando seguir juntos” a la vez que me besaba y me decia.que me quería mucho. La verdad es que esta chica tenía mucha gracia y todo lo pintaba de rosa. Yo, en cambio, no lo veía tan claro. También me decía que su abuela quería llamarme la atención en mi trabajo y que su padre había dicho que no podía decirme nada pues yo era un hombre, que la culpa era de su hija que conocía mi situación. Aquella abuela aguantó hasta que una tarde la visitó uno de sus yernos quien le dijo:
-Hoy conocí al famoso chico de las manos, el novio de su nieta. Lo ví por el paseo en Sotrondio. ¿Cómo no va a estar enamorada de un tipo tan elegante, bien vestido con un buen traje y corbata? Iba fumando un buen Farias. Nunca será capaz de alejarla de él.
¡Buena cosa hizo aquel hombre al que mucho aprecio! No por lo que dijo sino por lo buena persona que es. En realidad, aquello había sido una de sus bromas y no pensó que le iba hacer tanto daño a aquella señora. Ésta, tan mal le pareció, que al día siguiente iba a ir a la oficina a llamarme la atención pero no le hizo falta llegar. Como todos los días, yo iba a facturar los trenes del carbón a la estación de Sotrondio. Al regresar, entré en el estanco que había en la carretera general, frente a la plaza donde hay mercado. Era miércoles, hacía un buen día de sol y estaba lleno de gente. La airada señora, que siempre tuvo fama de mala, estaba allí. La despacharon y salió a esperarme a la puerta. Cuando salí y a pesar de la gente que iba y venía, con su corto entendimiento, que no le dejó ver la que iba armar y lo mal que ella misma lo iba a pasar, comenzó a insultarme. Me puse muy nervioso. Sabía que iba venir porque todos los días veía a la chica y me había dicho lo que su abuela pensaba hacer. Comenzó con sus voces a decirme que si no me daba vergüenza cortejar a su nieta, que no tenía manos y que yo no le valdría ni para segarle una “maniega de pación” para su ganado. Que si tuviera manos no la querría. Que sabía que yo era de buena familia a la que conocía de toda la vida, pero que no se me ocurriera intentarlo más. Tan fuertes y desafortunadas fueron sus palabras que la gente saltó a ella después de escucharla. La llamaron sinvergüenza. Le recriminaron que ella misma me daba valor por un lado mientras que por otro me despreciaba insultándome sin razón. Decían que cuántas chicas quisieran que yo fuera su novio. La pusieron como se merecía. Tuvo que marcharse. Tan furiosa se puso la gente con ella que pensé que si en lugar de ser una señora fuera un hombre se hubieran tirado a él. Fue algo terrible, seguro que nunca se le olvidó ni se le ocurrió más armar un circo de esa envergadura en plena calle. Al poco tiempo lo dejamos. Yo no quise más líos.
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