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Mientras que aquella rampla seguía mal, sufrí un pequeño accidente. Estaba postiando el tayu cuando se me escapó el hacho hacia mi dedo índice de la mano izquierda. Lo cogió por la primera falange y lo abrió. Sangraba abundantemente, parecían las mandíbulas de un lagarto. Arranqué el bolsillo de mi camisa y lo tapé, avisé al vigilante que me había herido al hacer una cuña para forrar una manposta, y salí de la mina para ir a curarme al botiquín.

En este tiempo había algunos accidentes de gente que se encontraba pasándolo muy mal. Se auto-lesionaban para quedarse de baja por accidente. Parece duro el que puedan surgir esas cosas pero es de toda la vida, que el hombre busca recursos muchas veces de la única forma que puede, para libarse de la opresión. En aquellos tiempos, bajo la dictadura de algún jefe, la gente tenía que soportar obligado a tragar lo que le echaran. No se tenía defensa alguna, no se podía mover una paja sin permiso. Trabajar a reventar sin ninguna clase de seguridad, por poco dinero, poca comida. A la mínima te ponían firme.

Fue una esclavitud, no hay otro nombre para describir lo que pasamos. Desde luego que esta dictadura que muchas veces teníamos en la mina ya era por sistema. No la mandaba el ejército ni el General Franco, eran algunos de nuestros mismos vecinos, amparados por el mando y la costumbre de lo que había sido en la guerra. La prueba es que había jefes con prudencia y honradez que sabían tratar al trabajador y pagarle lo estipulado aunque era poco. Así de grande era la diferencia de unas personas a otras y así efectivamente había gente que se auto-lesionaba para librarse de esa opresión, y como todo se sabe, esto estaba perseguido y castigado con el despido.

La diferencia entre aquellos tiempos a los de hoy es abismal. Primero por mucho y después por poco, como dicen en mi pueblo: “pasó el carro por delante de los bueyes”. Por esa razón y muchas más la gente en secreto hacía de las suyas. Como era normal, los jefes sabían que existía el auto-lesión y lo perseguían, aunque les era difícil de demostrarlo. Si tú estabas solo en tu punto de trabajo no era fácil saber el motivo, si fue casual o no. Lo malo de todo esto es que algunas veces pagamos unos por otros.

Cuando llegué al botiquín el practicante quiso investigar si lo mío era auto-lesión. Cuando me estaba dando más vueltas que a un mono llegó Felipón. Siempre estaba metido donde no le llamaban. Era un miserable, arrastrado, que trabajaba allí, en el exterior, de peón. Según las malas lenguas había sido condenado a muerte por ser del bando contrario y después se pasó al otro, y que al parecer, lo habían castigado de duro. Después se arrastró ante los mismos que le dieron leña. Se metía en todo y siempre a favor de los jefes. Tenía muy mala fama, fue muy criticado por los mayores, que bien le conocían, y que por su dudosa conducta le temían. Yo no le conocí hasta aquel día y me di cuenta de que era cierto lo que se comentaba de él.

Se unió al practicante y los dos comenzaron a buscar posturas metidos bajo la mesa para averiguar la forma en la que me había accidentado, a la vez que me interrogaban. Me atormentaron durante largo tiempo y lucharon para ver si entre los dos sacaban lo que no era cierto. Al final  claudicaron porque no pudieron conmigo. El practicante era también de órdago, más tarde tuvo que meterse su piquito debajo del ala porque algún obrero le puso firme. Faltaría a mis principios de paisano si no dijera que yo, en aquel momento, también pasé ganas de coger una estaca y sacarlos de allí a estacazo limpio y mandarlos a trabajar como animales que eran, lo mismo al practicante por mala persona, que no debía ocupar un puesto de esa envergadura al maltratar a un trabajador sin razón alguna ni fundamento, solo por quedar bien ante los Jefes y declararse él mismo el listo de turno; lo mismo que al tal Felipón. Es muy triste verte entre dos miserables de esa clase, un par de sinvergüenzas, intentando obligarte a decir lo que no era, sabiendo que me podía costar el despido.

Lo del practicante era ya por sí despreciable y duro ¿por qué tenía que ser como ellos pensaban? Pero lo del peón, que había sido oprimido por la dictadura y condenado, a lo mejor hasta sin razón, o por el simple hecho de ser político, y que iba en contra de los pobres trabajadores, era lo que jamás podré concebir, el que una persona pueda ser tan traidora y capaz de vender a su propia madre. ¿Cómo puede haber miserables de esa clase? Fue siempre y hasta que se murió de esa calaña.  Metido donde no tenía que estar y perjudicando, si podía, al más débil. ¿Qué le importaba a él como me accidenté? Fue mucho peor que el mismo practicante. Nunca lo olvidé, ni a uno ni a otro, por sinvergüenzas y avasalladores. Yo era muy joven no había cumplido los 19 años, pero bravo y valiente, seguramente más fuerte que los dos, porque nunca dieron ni golpe. Los hombre de la montaña, por ser nacidos y criados en aquel medio, siempre fuimos duros cómo los regodones, pero nunca nos dejamos avasallar, aunque no seamos guerreros como los dos pigarras, que tan mal se comportaron con migo.

Más tarde cuando fui a trabajar a la oficina del lavadero, ese fulano trabajaba en el cargadero y pude comprobar cómo se arrastraba al capataz y a los vigilantes. Hasta con sus compañeros, se porto mal, siempre fue un traidor, esa era la fama que tenia.

Solo estuve tres semanas de baja, para regresar a trabajar en aquel infierno, donde todos estábamos desesperados, porque seguía igual de malo.

Todo el personal estuvo amargado hasta que pasó una buena temporada y decidieron los Jefes, parar aquella rampla. Era sábado y como siempre el zorro del vigilante nos hizo una de las suyas. No sabíamos nada, y cuando llegó la hora de salir subió por los tajos y nos dijo que íbamos a ser destinados para la Julia de segunda planta del Rimadero. Que había que entrar por Sotrondio. Nos ordenó que sacáramos los martillos, mangas, hachos, palas y picas, y lo cargásemos en un vagón. Que lo engancháramos al tren para que saliese después del personal y pudiéramos recogerlo antes de irnos a casa. Así meterlo en la chabola y el lunes cargarlo en el carro que, tirado por una mula, lo llevaría hasta su destino: la boca mina del Rimadero.

Todo esto lo tuvimos que hacer corriendo para llegar tarde a la jaula. La maldad del vigilante fue que no quiso decirlo primero y así evitar estas carreras. Si su comportamiento fue malo con el personal, conmigo lo fue peor, porque yo era el único que no iba para el Rimadero. Alfonso no quiso soltarme de su zona. Una vez que nos mudamos y que esperábamos a que el vagón saliera del pozo, el canalla me dijo:

-Bobia, te libras de la julia, te quedas para el sur. Coge lo tuyo y sepáralo para quedarte con ello.

Si este vigilante fuera como debe ser un hombre y hubiera tenido un poco de sentido, me lo hubiera dicho en la mina. Mis herramientas se hubieran quedado escondidas en la misma galería, muy cerca donde iba ser mi destino, y me hubiera librado de bajar con ello al Pozo de nuevo y recorrer la distancia de galería tan grande que había con mi cargamento, aunque algo me ayudaron mis nuevos compañeros. La molestia no fue pequeña. Así como éstas nos las hacía aquel individuo con mucha frecuencia, era más zorro y más duro que un asno. Siempre con su falsa risa se reía hasta de su sombra.

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