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Él gran jefe más enfurecido que un puma, porque no conseguía hacerme tragar lo que él decía y con el fumillo de siempre, me dijo que a la salida del trabajo pasara por su despacho y se fue. Empleaba este sistema para amedrentar a la gente y echarles la gran bronca. Yo no le tenía ningún miedo, bien seguro estaba de haber trabajado más de lo normal. La realidad era que siempre cumplí como un buen trabajador porque así fui siempre. Esa era mi fama, no solo entre ellos mismos, sino también entre el personal del Pozo. Mi forma de ser de hombre duro y cumplidor en el trabajo ya eran conocidos por los altos mandos del la empresa, desde que comencé a trabajar en el exterior del Pozo y del lavadero, cuando solo tenía catorce años. No tenía ninguna razón para tenerle miedo aunque siempre sería un palizas y avasallador, presumiendo de gallito y gritando a la gente. Conmigo no le valió su sistema de meter miedo con sus broncas y mala boca que tenia, la verdad una vez más triunfó.

Seguíamos trabajando, el vigilante viendo que no había arreglo, se colocó en un punto estratégico para vigilarnos. Éramos diez hombres desplegados por todo el recorrido del pozo, que tenía una longitud de sesenta metros y alejado del frente de la rampla por aquellos estrechones, que no cabíamos ni de rodillas y donde había que trabajar tumbados en las chapas para arrastra el carbón hasta el contraataque. Dije a un compañero:

-Por las malas no pueden con nosotros, vamos echarlo de ahí.

-¿Cómo? dijo mi compañero.

-Muy fácil, ¿tú acabas de llegar de hacer una necesidad, no es así? Pues vete y lo coges en una rajola y lo depositas en la parte de debajo de la “encelegada” donde está el vigilante. La encelegada es un mazizo de tierra y costero entrabalado para sostener el techo de la mina. lleva la lámpara a pagada para que no tebea, le olerá mal y se irá  muy rápida mente.

Las deyecciones humanas en la mina apestan, no hay quien las aguante, sobre todo cuando los ratones las mueven. En el momento que las coloques comenzaremos a quejarnos de que los ratones lo están comiendo y que nos apestan con tan mal olor. Estas picardías y otras más, eran la única defensa que teníamos los trabajadores, ante aquellos déspotas y dictadores, que no valía más que lo que ellos mandaban con razón o sin ella. 

Así fue, en el momento que regresó dije en voz muy alta:

-Aquí no hay quien pare, esto es insoportable, los ratones nos arruinan. Todos comenzaron a protestar. Sin decir nada se alejó, y nos dejó a nuestro ritmo de trabajo normal. No teníamos por qué reventarnos si no pagaba lo que era justo. (El cebo se lo colocamos mismamente debajo de él para que no nos molestara a nosotros). Aunque nos quejamos como si fuera verdad, así se la tuvo que tragar por ser más torpe que un mulo. Otro vigilante cualquiera no tendría ese problema porque era fácil de resolver. Siempre respetamos al que sabe por dónde anda y cumple con su deber, mandando y dirigiendo los trabajos, pero con orden y seriedad.  Los falsos y trafulleros nunca tiene salida, porque la verdad es poderosa y no hay quien la mueva.

Cuando ya se terminó la jornada, después de ducharme en la casa de aseo, salí con dirección al despacho del fiera, que así le llamaban, con toda mi tranquilidad, porque si seguía con su bronca y no razonaba, pensaba dejarlo en su despacho para que riñera con la mesa, lo que iba suponer un desprecio que le iba molestar mucho, teniendo encuenta su rango de ditador, pero no ocurrió así. Al pasar por delante de la oficina de los vigilantes, que estaba antes de ésta, me esperaba el vigilante. Con palabras ya diferentes y con cierta amabilidad, cosa anormal en él, pues pocas veces sabía comportarse con cultura, me dijo:

-Bobia, no vayas a ver al capataz porque los dos tenéis mucho genio, y seguro que la volvéis armar. Sería una pena que terminaras marchando del Pozo. No vayas me repitió, no pasa nada yo te destinaré para el lunes a tu punto de partida con el postiador, a los contraataques. No se te ocurra marchar del Pozo, estás bien mirado, eres muy buen trabajador, estás cerca de casa, no te marches, porque un día llegaras a promocionar.

-Con la misma prudencia que él me había hablado le dije:

-Vale. Si efectivamente me mandas a mi punto de partida, seguiré dispuesto a prestar ayuda en cualquier momento e incluso a esporiar, pero no permanentemente como vosotros queríais. Cubriré faltas, pero no para seguir, ya sabes que siempre me gustó colaborar, pero no de esa forma. Tú bien sabes que yo no ando al revés, no quiero problemas y que cumplo siempre y a donde vaya.

-Cierto, por eso no quiero que te vayas.

En lugar de decirle, ¿si reconoces que es cierto y que tenemos razón, porque no lo reconociste primero cuando te dige lo necesario que era el bonificar a los rampleros? Mira el lio que armaste por no pagarles  cuatro perras.

 Para no liarla de nuevo y teniendo encuentra que el hombre prudente y educado debe perder muchas veces de su derecho, redije:

Muchas gracias por reconocer la verdad y destinarme a donde me corresponde, quedamos de acuerdo, aun sabiendo que no iba pagarme las horas extras que me debía, pues era costumbre de algunos vigilantes no pagar todas las horas extraordinarias. Nunca supimos si era cosa de ellos o norma de la empresa, pero si sé que otros me pagaron siempre lo que trabajé, lo mismo que a mis compañeros. Nunca pude entender ese sistema de explotar al que trabaja.

Seguí en mi puesto de trabajo en los contraataques hasta que un día el postiador con el que yo trabajaba se quedó de baja por enfermedad. Me destinaron a echar carbón con un picador. Entrábamos por segunda para “dar tira” o llevar la madera para abajo. Un día de éstos estando dando la tira todo el personal de la rampla, “Manolón”, un picador de 1.90 de altura, tan grueso como un hipopótamo, torpe y avasallador sin ningún motivo, dijo a mi picador: 

-Vallina, él tu guaje ye un hijo de puta, me robó ayer las tablas del tayú.

El picador le respondió:

-¿Cómo te atreves a decir esa salvajada? ¿Cómo te va a robar si hay tablas bastantes? Él, cuando llega la tira a nuestro tayu, aparta las que yo le mando. De eso bien seguro estás tú. ¿Por qué te empeñas en decir esa grave mentira? Fíjate lo tonto que eres, si todos llegamos a la vez y marchamos juntos, ¿Qué viene el guaje de noche arrobarte tus tablas? Es de ridículo Manolon, ni se te ocurra. 

Siguió ladrando, que era lo que casi siempre hacía, y amenazándome con pegarme unas ostias cualquier día. Todo el personal le oyó. Unos se reían, otros callaron, pero un picador, Miliano le dijo:

-Manolón, el único hijo de puta que hay aquí eres tú. Si pegas al mejor guaje del pozo, te cuelgo el hacho del pescuezo. Eres un mentiroso ¿qué tienes contra él? ¿A qué fin va a robar tablas para nadie si lo que sobran son tablas en la rampla?

El picador, que precisamente no era muy alto sino más bien bajo pero dinámico y muy buena persona, tuvo los cojones de enfrentarse a aquel que presumía de matón y consiguió meterle miedo en el cuerpo. Mientras que estuve en aquella rampla jamás volvió a chillar ni a meterse con nadie. Aquel día había recibido una gran lección y avergonzado no le dio ni contestación.

El picador, que le reprochó su mala forma de ser, me defendió porque bien le conocía. Le siguió diciendo:

-Todos sabemos que quieres ser postiador y que no lo consigues porque el vigilante no te hace ni caso, y como el guaje ye sobrin de él, quieres vengarte. ¡Qué culpa tiene el guaje de que tú no valgas o el vigilante no te quiera para ser posteador!

Aquellas palabras del picador Emiliano, dejaron fuera de combate al que siempre fue amigo de dar palos, y que presumía de ser muy valiente. 

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