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Yo, Arsenio Fernández García, hijo de Arsenio y de Mercedes, nací el día 1 de agosto de 1.934, en el pueblo de La Bobia, parroquia de Blimea, en el concejo de San Martín del Rey Aurelio, en Asturias. Criado entre el hambre y la esclavitud debido a la guerra civil y después a los duros años de la posguerra y más tarde, a los avatares que el azar me deparó.

Nuestra tradición, como mineros, siempre fue celebrar nuestra patrona Santa Bárbara, el día 4 de diciembre. Todos los años se oficiaba una misa en la parroquia de Santa Bárbara. Días antes se bajaba la santa al Pozo Cerezal, antiguamente llamado Pozo Santa Bárbara, para llevarla a la Iglesia en una bonita y numerosa procesión. Dado que este pozo fue cerrado, ahora se lleva a la que fue la mina el Prado Molín, donde le construyeron una especie de santuario muy bonito que merece la pena conocer. Desde aquí comienza esta procesión hasta la Iglesia Parroquial.

En aquel tiempo, como casi no existían los voladores, se disparaba dinamita en cantidad. Cada minero sacaba de la mina lo que creía necesario para dispararlo por los pueblos, cada uno en el suyo. Siempre antes de ir a la misa, anunciando el comienzo de esta  fiesta. Después, durante la procesión y durante todo el día, se seguía disparando la dinamita.

Me disponía, en esa terrible mañana del 4 de diciembre de 1954, a detonar cinco cartuchos de goma-1.  Rodilla en tierra y con una cerilla encendida en el suelo, un cartucho de dinamita en cada mano,  les di fuego a todos encendiéndolos de dos en dos.

Cartucho de dinamita

Ya había dado fuego a los tres primeros y, al dar fuego a los dos últimos, observé que uno de éstos se quemaba a demasiada velocidad. Intuí el peligro y me levanté velozmente pero no me dio tiempo a nada, sólo vi volar mi mano derecha. Pero el que llevaba en la izquierda también se había disparado con el mismo resultado, y ya sólo vi fuego y sangre a mi alrededor.

Gracias al instinto de conservación y a pesar de darme cuenta de que ya no tenía manos, sólo un reguero de sangre, se me ocurrió salir corriendo a toda velocidad. De no ser así, los otros tres cartuchos que aún no se habían disparado, pero que ya estaban ardiendo, me hubieran volado todo mi cuerpo en un lapso de tiempo muy corto, ya que detonaron en el mismo momento de darme la vuelta. Era una cantidad de explosivo suficiente como para volar una montaña de roca. Además, había otro peligro y ese estaba en mi propio cuerpo, pues en el bolsillo superior de mi chaqueta llevaba otros siete detonadores, también más que suficiente para “enviarme a Marte” si los hubiera alcanzado la onda expansiva al detonar los primeros. A pesar de la grave situación, mi vida estuvo en un peligro incalculable. Al levantarme  hice un giro hacia la derecha lo que fue suficiente para salvarme de una muerte segura, ya que ese movimiento  dirigió la onda explosiva hacia mi derecha, la prueba es que me causo varias heridas en la cara y piernas,  cortándome parte de mi chaqueta y la cadena del reloj de bolsillo pero no me tocó mi parte izquierda que era donde tenía los siete detonadores.  

Técnicamente es imposible sobrevivir a una explosión de esta envergadura pero en este caso así fue, me salvé de milagro.

 

El lugar escogido para detonar estas cargas fue un prado cercano a mi casa.  Me puse a seis metros del camino vecinal, a una altura de 2,50 metros aproximadamente. Al salir huyendo di un salto tan grande que me estrellé contra la pared del otro hastial del camino y, como me di cuenta de que ya no tenía defensa por la pérdida de las manos, puse los codos para defender mi rostro. Al estar lleno de sangre, nadie podía reconocerme, a no ser por la voz. El fuerte golpe contra la pared me dejó en el suelo, sin conocimiento, por unos momentos. Luego me recuperé y dándome cuenta de lo que había, salí corriendo. Durante mi carrera hacia la casa, una distancia de 200 metros, de los dos brazos manaban tanta sangre que dejaban a mi paso dos regueros de sangre. Mis dos hermanos pequeños, al ver la tragedia, huyeron a casa aterrorizados. No sabían si estaría herido de muerte. 

Yo no tenía fuerzas, estaba casi desangrado y mis gritos movilizaron a toda la familia, al pueblo entero y, al poco tiempo, a todo el valle. Salió mi padre, mi madre y todos los hermanos. Estaban aterrorizados de lo que estaban viendo. El primer vecino que llegó fue Alfonso Cuello, era uno de los más cercanos. Al verme lloraba como un niño. Dijo a mi padre:

-¡Trae una sabana para romperla y vendarle, está desangrándose! ¡Arsenio, tu hijo se muere, estamos perdidos!

Esa frase que pronunció Alfonso, me llegó a lo más hondo de mi ser. Vi que nos apreciaba, que nos quería a todos. Nunca olvidé aquella escena de terror que junto con los míos padeció Alfonso. Con rapidez desguazó la sabana para ponerme los vendajes y evitar tanta pérdida de sangre. Fue un gran hombre al que siempre apreciamos. 

Mientras vendaba el primer brazo, Alfonso se dio cuenta de los detonadores que había en mi bolso, y le dijo a mi padre:

-En cuanto paremos la hemorragia le miraremos mejor, puede ser que le haya explotado alguno más por el cuerpo.

Miraron por mi cuerpo pero no había más heridas que las que ya habían visto. Todo esto ocurría mientras que Marcelo, mi cuñado, caminaba a toda velocidad hacia Sotrondio a buscar un taxi. En aquellos tiempos no había teléfono ni coches en los  pueblos, solo caballos. La distancia a Sotrondio es de 5 km. que Marcelo recorrió a gran velocidad, pues aparte de ser cuñados y vecinos siempre fuimos amigos desde niños.

Me subieron a una yegua que teníamos. Subió conmigo mi primo Luis García para poder mantenerme erguido, pues casi no me tenía entre los fuertes dolores y la pérdida de sangre que me dejaba sin fuerzas para mantenerme solo en la yegua. Bajamos por la carretera hasta la fuente de la Mondera, allí ya llegó el taxista al que siempre se le llamó El Compañero. Me bajaron de la yegua y me subieron al coche. El Compañero iba poner su gabardina a parar mi sangre, pues los vendajes no podían detener la fuerte hemorragia, que no cesaría hasta que me operaron en el Sanatorio Adaro, ya casi sin sangre por lo que mi vida estuvo en otro grave peligro, según dijo el médico al mirarme las heridas. Cuando El Compañero iba colocar su gabardina le dije:

-No pongas la tuya, pon la mía que yo ya no la necesitaré más. No vayas a estropearla.

Así lo hizo, me tapó con la suya y puso la mía para parar la sangre.

Los gritos de la gente se oían en todo el valle. Poco tardaron en llegar desde todos los pueblos. Fue un triste dolor para todos. Aquel día lloró todo el mundo, hasta un santanderino que era serrador y que estaba de posada en un bar de la zona. Esto me lo contó 44 años mas tarde. Estaba con mi mujer una tarde tomando el sol en un pueblo de Campo de Caso, delante de un bar y al verme se acercó y me dijo:

-¿Es usted Arsenio?

-El mismo- le dije. 

Se presentó y me recordó todo lo de aquel día. Conocía a mi familia porque había estado trabajando por nuestro valle largo tiempo. Había serrado madera para la casa de uno de mis hermanos. Hasta conocía al Compañero, éste tampoco se olvidó de ese día. Hace poco tiempo me dijo:

-¿Recuerdas cuando me decías: “corre más, Compañero que me muero de dolores”?

-Sí, lo recuerdo, también sé que las pasaste moradas. Menos mal que eres buen conductor y que en esa fecha no había tráfico de coches; el tuyo y pocos más. Le pegaste duro al acelerador a pesar de que también estabas nervioso.

-El estado en el que te encontrabas no era para menos. No te puedes imaginar el susto que todos llevamos por tu accidente. Ya sé que fue fuerte pero a pesar del tiempo transcurrido, nadie de nuestra zona se olvidó de aquel día. Lo sé porque con frecuencia me lo comentan y me recuerdan lo duro que fue poder soportarlo y llegar hasta aquí.

Una niña de Riolapiedra, un pueblo cercano al nuestro, hija de Miro, al pasar junto a su casa y ver como dejaba las gotas de mi sangre en la carretera las siguió hasta la Fuente de la Mondera, situada más abajo de San Mamés a donde llegó el taxi a buscarme. Mucho tiempo después y cuando ya era moza me lo contó.

Toda la gente se lamentaba de aquella desgracia, y decían: “pobre Arsenio, mucho más valía que se hubiera muerto, así dejaba de sufrir, ¿cómo va ser su  vida sin manos? No podrá ni comer, y mucho menos defenderse, ni para sus necesidades y sin trabajo. ¿Qué va ser de él cuando se mueran sus padres?”

En aquel tiempo la pérdida de las dos manos era considerada peor que la misma muerte. No se conocían medios, no había televisión, ni teléfonos. Aislados en estos pueblos vivíamos en las tinieblas. Yo mismo quería morir. Dije a mi padre y Alfonso:

-Ponerme un paquete de dinamita en mi cabeza y volarla, no me dejéis sufrir tanto.

Lloraban amargamente, mientras me vendaban. No atendieron mi petición. Es normal ¿Cómo me iban a matar mi propio padre que tanto me quiso y Alfonso que como buen vecino y buen jefe minero que siempre me apreció?               

SANATORIO ADARO. SAMA, LANGREO

En el viaje al hospital me acompañaron mi padre y Corsino, mi hermano mayor. Fuimos recibidos por el Director, D. Vicente Vallina, un gran médico, de prestigio internacional, por su gran especialidad en curar, precisamente, a mineros. Era natural de aquí, de Sotrondio, y muy apreciado por todos. Al verme dijo: 

-Arsenio, te tocó a ti,  hijo. Mala suerte has tenido.

Él conocía a todos los de su valle, y sobre todo a mí, porque ya me había  intervenido varias veces. Allí había sido operado de una hernia, a los 16 años y del apéndice a los 18  y a los 19 curado de las lesiones que me produje cuando un derrabe me dejó enterrado en la mina y que por cierto, también  me salvé por los pelos. El tiempo que estuve debajo del peñón fue de hora y media. Con tanto peso encima, mi cuerpo fue aplastado y me quedé sin habla durante cuatro días, aunque no se rompieron muchos huesos, sólo la clavícula.

Me pasaron a la sala de curas para ver lo que había. Don Vicente me dijo:

-Aguanta un poco, voy a ver el desecho de tus huesos.

Apretó la primera muñeca y perdí el conocimiento. Cuando me llevaban en la camilla iban deprisa y al entrar en el ascensor tropezó, y me desperté. Íbamos al quirófano, me subieron a la mesa de operaciones, ataron mis piernas y mi cintura. Esta vez los brazos no los ataron, ya no se movían, mis fuerzas las había perdido porque ya me encontraba casi desangrado. Lo primero fue hacerme una transfusión de sangre. Mi vida estaba en peligro, el derrame había sido muy grande y por mucho tiempo, debido a la falta de coche cerca. Me pusieron la careta con su éter. No acaba de dormirme y les dije:

-Suelten más, que esto no me duerme.

Los dos médicos nada dijeron pero el practicante, que ya era conocido por todos los obreros de la comarca como el más déspota y mal hablado, tuvo la osadía de decirme con su torpe voz:

-Tienes que aguantar, también fuiste a explotar la dinamita.

Hay que ser salvaje y tener poca vergüenza y nada de compasión hacia la gente para decir esas palabras a un hombre en aquellas circunstancias y con los dolores que tenía. 

El Dr. D. Luis Donate le dijo:

-Por favor, no le hables así, bastante está sufriendo el hombre.

En el Adaro había un equipo de médicos muy bueno, lo mismo que los practicantes, enfermeros y monjas, a cual mejor. Fue un hospital modelo, de los más adelantados de la época. En éste nos curaron a los mineros de toda Asturias. Se hicieron operaciones del estómago, de hernias, del apéndice, de la columna y de huesos en general. Valoro lo mucho que trabajaron y lo bien que trataron a la gente, pues yo mismo estuve cuatro veces interno allá. Aparte de la opinión favorable de mis compañeros, que también apreciaron lo bueno. Sin duda fueron de lo mejor

Al poco tiempo sentí como un estallido. Ya no me enteré de nada. Cuando desperté ya estaba en cama de la habitación.

Continuará en el siguiente artículo.

 

2 respuestas a Cómo perdí las manos

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