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Infancia

 

A los ocho años comencé a ir a la escuela a San Mamés. El maestro era Don Aurelio, de La Peña, Blimea, un gran maestro y muy buena persona.

Cuando el primer día regresé a casa a comer, a mediodía, ya iba herido con un porrazo en la cabeza. A media mañana salíamos al recreo, era invierno, estaba muy frío y llovía. Ese tiempo libre lo pasábamos en un patio interior techado en forma de cobertizo, prácticamente al aire libre ya que el techo estaba sobre columnas y sin paredes en la parte de arriba por lo que pasábamos frío en cantidad. Al margen izquierdo y separado por un alto muro de unos 2,50 metros de altura, estaban las niñas también al recreo. Yo quise verlas y sin pensarlo dos veces escalé el muro que nos separaba. Una vez arriba, cuando ya me disponía a bajar, un veterano mayor que yo, en vez de ayudarme, me empujó con el mango de una escoba y me lanzó al vacío. Como resultado recibí un fuerte golpe en la frente con una herida que sangraba  en cantidad.

Don Aurelio castigó al malhechor además de darle una gran bofetada con su mano derecha que por cierto tenía lesionada desde hacía varios años, aunque bien que la manejaba para ese menester, pues éramos retorcidos y traviesos  a más no poder, aunque respetamos siempre a nuestro maestro. Supongo que este tipo no se olvidaría en largo tiempo del gran tortazo que recibió.

Si yo tenía pocas ganas de ir a la escuela, éstas menguaban aún más por el frío que pasábamos en clase, sin calefacción y con la poca ropa que llevábamos ya que tampoco teníamos abrigo, ni una simple cazadora. Lo mismo era la ropa que se vestía de verano que la del invierno y, por si el frío fuera poco, a esto se sumaba la escasa comida y el mal estado de los caminos, llenos de barro y agua para ir y venir a casa a comer y regresar a las clases de la tarde. Eran cuatro caminatas diarias para cubrir una distancia de unos dos kilómetros que hay desde San Mamés a mi pueblo en La Bobia. En aquella época no había carreteras en ningún pueblo del concejo. Las caminatas se hacían por los montes y por los malos caminos que teníamos. En aquel tiempo no había medios para construirlos mejor, al menos los que unían las aldeas del concejo.

 

Mientras que mi padre y los hermanos mayores trabajaban en las minas y mi  madre en el campo además de las labores de la  casa, Laudina, Constante, y yo, a pesar de nuestra corta edad, íbamos a trabajar a las tierras, a las praderas, o al monte, a buscar estru para mullir el ganado, a los montes altos del pico Llavayu.

Monte de argoma del pico Llavayu

 

Aunque éramos unos niños teníamos que bajar cargas en los hombros de árgoma seca para “mullir” y estrar el ganado y producir estiércol para abonar las tierras. Las cargas a veces las hacíamos tan grandes  que luego para bajarlas, las pasábamos moradas, pues no cabíamos por los caminos que eran estrechos, y a fuerza de “esbrexar” y algunas veces llorando, conseguíamos llegar a casa con ellas, aunque sudorosos y llenos de barro por el fango que había por algunas caleyas. No había lavadoras para lavar la ropa ni ninguna clase de maquinaria, ni abonos para las tierras. El cucho de las vacas era escaso, sólo se podía aprovechar el del invierno ya que en las demás temporadas las vacas estaban pastando por los montes. Los pocos prados que teníamos se utilizaban para cosechar la hierba que se almacenaba en el pajar para alimentar el ganado en el invierno. No disponíamos de más alimento para el ganado que éste, que además de ser trabajoso para curarlo, recogerlo y llevarlo a las cuadras, también andaba escaso, pues todo el mundo aprovechaba el que tenía.

Hay una anécdota muy curiosa. En aquel tiempo no había váter y para hacer las necesidades íbamos a la cuadra del ganado. Alguna persona, al ir a la cuadra a hacer sus necesidades, no era reconocida por el ganado y al ver a un forastero en sus dominios se asustaba y emitía fuertes mugidos y grandes patadas a lo que pillara, con lo que la persona también asustada salía corriendo con sus ropas en las manos y sin terminar su propósito. El ganado no quiere a su alrededor más que a su amo, sobre todo de noche porque se asusta con facilidad. Siempre hay que hablar con el ganado,  en el campo o en la cuadra. Sobre todo al llegar para que reconozcan por la voz y no se asusten, ya que nunca se sabe su reacción. Algún animal, si está suelto, puede salir huyendo, o te puede atacar si no te reconoce. Sobre todo en los montes al aire libre donde no tienes donde resguardarte.

 

Una prueba de lo mal que lo pasábamos fue una tarde de invierno que estaba muy frío. Me encontraba cuidando a mis hermanos  por ser el mayor. Éramos ocho los pequeños de la casa. cerrados en la cocina que nos daba calor, en el resto de la casa no había calefacción. 

 
Todos teníamos hambre y los más pequeños comenzaron a llorar. Yo, que no sabía qué les podía dar para comer, recordé que al ir a la escuela otro compañero y yo, comíamos nabos crudos. Fui a la huerta a buscarlos. Éstos los dedicábamos al cebo del ganado y se los di a mis hermanos cortados en forma de patatas fritas. No los pudimos comer, sabían muy mal, entonces fue cuando pensé que lo mejor sería freírlos y echarles un poco de pimentón. Al verlos en una media fuente y con el bonito color de pimentón, todos se pusieron a comerlos, pero tampoco les gustaron y siguieron llorando. Nada pude hacer, la bandeja permanecía en la mesa.

 
Mi madre y una de mis hermanas habían ido a lavar toda la ropa de la casa al reguero de La Cerezal, que estaba a más de dos kilómetros de distancia de la casa. Al volver venían cargadas con la ropa en la cabeza, mojadas hasta los huesos y heladas por el frío de aquel invierno. Venían, además, hambrientas y al llegar vieron por la ventana de la cocina aquella bandeja y se creyeron que eran patatas fritas. Al entrar a la cocina muy contentas preguntaron: 
 
–¿De donde sacaste las patatas Arsenio?
 
No me dio tiempo a contestarles cuando ya las habían probado. Aunque quisieron comerlas tampoco pudieron, les sabían tan mal que fue imposible. Mi madre, con lágrimas en los ojos, nos abrazó y nos dijo que, en otra ocasión, podríamos comer. Era lo único que la pobre podía hacer, darnos ánimos, porque comida no tenía.
 
Había alguna clase de nabos que se podían comer crudos aunque sabían muy mal, pero la fame nos obligaba. Los que yo les preparé en aquella ocasión eran de los duros y con un sabor muy fuerte, hasta esa mala suerte tuvimos, pues de ser de los otros, aquella tarde nos hubiera quitado un poco la fame tan terrible que teníamos. 
 

 

Eran tiempos de hambre y escasez para todos. Al trabajo tan enorme que tanto nos costaba realizar por la poca fuerza que teníamos, debido a nuestra mala alimentación, se unía a nuestra corta edad y la poca experiencia para realizar los trabajos. Estábamos casi siempre hambrientos por no haber comida. Aunque algunas veces se disponía de algo de dinero, no había donde comprar. Por ese motivo nació el “estraperlo En su momento hablaré de éste y de sus estafadores.
 
Estábamos obligados a alimentarnos de las escasas cosechas que nosotros mismos teníamos que producir y que eran nuestra esperanza para poder comer durante una parte del año, porque no había para más. Producíamos maíz para hacer pan (boroña de casa), patatas, cebollas y verduras, leche de nuestras vacas. También nos alimentábamos de las castañas que recogíamos con grandes mojaduras y padeciendo el frío del invierno por los castañeos de distintas zonas lejanas. Todas estas dificultades las padecíamos los que no teníamos este fruto, que nos era de primera necesidad y que tanta hambre nos quitó a lo largo de los meses que nos duraban, pues, había días que era lo único que teníamos para comer. Las cosechas eran siempre muy escasas para alimentarnos a toda la familia por la falta de tierras para poder sembrar, a parte de la falta de medios técnicos, que en aquel tiempo no existían. Este problema se agudizaba más aun cuando algunos años fallaban las cosechas por las inclemencias del tiempo. Las tormentas de aire y granizo que eran muy frecuentes las destrozaban; sobre todo a los maizales que los tumba y se rompen, fallando toda su producción, al pudrirse tumbados en el suelo. El maíz y las patatas eran dos productos fundamentales en nuestra alimentación. 
 
Aquellas castañas que tanta hambre nos quitaron, desaparecieron en nuestra zona porque más tarde cortaron todas los castañales para la industria de extractos curtientes. Dejaron arrasados todos los castañeos y precisamente aquellos en los que los árboles estaban bien formados y con muy buenos injertos que eran los que producían castañas en cantidad, porque los árboles sin injertos producen muy poca y de pequeño fruto. Nadie se preocupó más de reponer aquellas importantes plantaciones que fueron las que nos libraron de tanta hambre a todos los de mi época.
 
Si este fruto lo hubiera en cantidad como en aquellos tiempos, podría servir como ayuda para alguna gente que con esta crisis lo está pasando muy mal. La castaña es un alimento muy sano y muy completo. Yo, a mi edad, todo los días como unas pocas, porque además son muy sabrosas. Tengo que decir, con toda mi honradez, que prefiero unas castañas bien asadas, a una raja de carne. Es necesario hacer plantaciones de estos árboles. Hay que repoblar los lugares donde había esta producción que eliminaron sin tener en cuenta el daño que hacían, porque es muy necesaria como alimento y como producción de buenas maderas para muebles y casas. ¿A dónde vamos con estos desguaces de cosas tan necesarias? A medida que la industria fue necesitando gente, cosa muy importante sin duda, se dejaron los pueblos abandonados, la gente emigró a la ciudad. Pero hoy esta industria está fallando y la gente sin trabajo ni donde sembrar para poder comer. Los que viven en los pueblos trabajan las tierras y no pasan hambre. Por ese motivo creo que hay que preparar cursillos para los jóvenes que ni estudian ni tienen trabajo, y enseñarles entre otras muchas cosas más, el saber producir trabajando en el campo. Todo es cuestión de probarlo y lo mismo que nos gusta a los que vivimos de este modo, puede que haya mucha gente que se adapte, por lo menos hasta que la industria vuelva a reponerse y se elimine el paro.
 
En aquellos años las nevadas eran muy grandes y las tormentas tan fuertes que destrozaban las cosechas, quedando sin nada parar comer. Estas terribles nevadas seguidas de fuertes heladas permanecían muchísimo tiempo, hasta teníamos que subir a los tejados de las cuadras y de las casas para quitar la nieve y evitar que se hundieran los edificios. Así mismo, teníamos que hacer camino quitando la nieve a paladas para ir a cebar al ganado y para poder ir también a buscar agua a la fuente para abastecer el servicio de la casa, y para poder soltar el ganado a beber, dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde. Había que llevar los ganados hasta la fuente porque resultaba muy lejos para traer el agua al hombro. Esto sólo se hacía para el servicio de la casa. Había una sola fuente para todo el pueblo, y el agua casi siempre escaseaba excepto en el invierno.
 
Estos trabajos los realizábamos descalzos, ya que las alpargatas que teníamos no se podían mojar porque eran de esparto y se deshacían. Sólo las podíamos usar cuando estaba seco o con madreñas, pero por muchos caminos no se podía transitar con éstas porque había mucho barro y agua y se enterraban en él. Por eso cogíamos las alpargatas y las madreñas en la mano para circular descalzos.
 

Cuando era niño tuve la gran suerte de sobrevivir al “mal de moda”. Esta fue una terrible enfermedad que arrasó la población infantil de toda la nación. En aquel tiempo murieron multitud de niños, se decía que esta epidemia puso de luto a toda España. Esta enfermedad nos atacó a los dos hermanos más pequeños de la casa: a Laudina y a mí. A ella le tocó peor suerte, no lo aguantó y se murió, tenía dos años, y yo uno. Tomábamos el mismo tratamiento y dormíamos en la misma cama, ya que, según el médico que nos trataba, Doctor D. Emiliano Fernández Guerra, decía que los dos íbamos a morir al no haber medicina específica para aquella enfermedad. Dijo a mis padres una mañana que los dos moriríamos aquella noche, que pidieran el ataúd para los dos, ya que debido a tanta mortalidad, andaban escasos. Exactamente aquella noche se moría mi hermana, y aunque yo permanecí varios días más en estado grave, pude aguantar y nunca más estuve enfermo.

Segun me contaron mis padres, la muerte de mi hermana fue un trauma para toda la familia. A pesar de tener sólo dos años, era la atención de mis padres y hermanos mayores. Era una niña muy guapa, además de muy inteligente pues a su corta edad ya se le notaba su dinamismo y fortaleza, pero el mal de moda se la llevó.

Esta desgracia sería la primera de mi familia, seguida de una cadena de desgracias que permanecieron largos años acechando, como si la mala suerte se cebara con nosotros. Hubo muchos accidentes de trabajo, han sido varios los muertos en la mina de nuestra familia en distintas épocas.  Unos por accidente, otros por la silicosis producida por el polvo del carbón y la maleza y los gases de la mina, durante los trabajos. Más adelante y, a su debido tiempo, describiré todo lo sucedido.

El doctor don Emiliano, no se olvidó de aquella tragedia que azotó a los más jóvenes. Más tarde, y después de perder mis manos, y trabajando en las oficinas del grupo minero, hubo un tiempo que los viernes, yo iba al botiquín de accidentes de la empresa Duro Felguera, con los médicos que curaban a los accidentados, además de ser, los  médicos del seguro de enfermedad que estaba junto el de accidentes. Por eso los viernes se reunían todos. La misión mía era el tomar nota de los accidentados de cada sección, para las Oficinas centrales del Grupo. Como es normal, después de terminar con el trabajo, los médicos se reunían en una mesa grande, donde yo trabajaba. Siempre salía algún comentario, cosas del trabajo, pero también de hechos como lo del "mal de moda", que don. Emiliano, sabía que me había atacado a mí. Les dijo: Arsenio es hombre de suerte, porque estuvo al borde de la muerte. Su hermana se murió y él lo aguantó y aunque haya perdido las manos, fue bravo y lo superó, vive como uno más.

 Allí estaban tres médicos, D. Emiliano, D. Alfonso Arguelles, y D. Tobías y los practicantes, D. Elviro García Noriega, D. Manuel García Carcedo, Don Jeremías. Todos ellos eran grandes profesionales, además de buenas personas. Desde esta página, quiero recordarles con mucho afecto y hacerles un pequeño homenaje por lo cumplidores que fueron, lo bien que me trataron y lo mucho que me apreciaron en aquellos duros y amargos días de mi vida en los que perdí las manos, además por lo mucho que aprendí de ellos ya que en esa época se juntaba mi  falta de experiencia con la escasa cultura que teníamos la gente trabajadora. Había pasado muy poco tiempo de mi accidente y no había despegado de aquella mala situación. Sin ninguna duda, el trabajar entre aquella buena gente, fue muy importante para mí, pues aquello fue como una escuela donde muy pronto me di cuenta de que tenía que ponerme las pilas, estudiar y trabajar.