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Medalla del trabajo a Don Severino García Iglesias, de Riolapiedra San Mamés

El mismo día del accidente, el 4 de diciembre de 1954, impusieron la medalla del trabajo a varios productores del concejo. Uno de ellos era Don Severino García Iglesias, vigilante de primera del grupo de minas de montaña del paquete San Mamés. Este acto fue presidido por el gobernador de Asturias, Don Francisco Lavadíe Otermín, Don Elviro Martínez, alcalde de San Martín del Rey Aurelio y altos cargos de la empresa Duro Felguera.

Don Severino, casado y padre de varios hijos, fue un hombre ejemplar, buen vecino, cumplidor en todos los órdenes, además de un buen profesional, ejerciendo como jefe de grupo de Minas de San Mamés, donde trabajaban mi padre y mis hermanos. Fue un gran protector del trabajador, procurando dar a cada uno lo suyo con un grado de honradez digno de apreciar y así fue considerado por todos. Muchas veces oí decir a mi padre y también a mis hermanos que era muy buena persona y en eso coincidían con la opinión de mucha más gente.

Allí mismo, ante las autoridades, Don Severino nos mostró su interés por defender a su gente: con su bondad y gran sentimiento se le ocurrió pedir ayuda para los dos mineros que aquella misma mañana habíamos perdido las dos manos. Dio una lección de solidaridad, de buen compañero y de sufrir por sus semejantes. Don Severino pidió que hicieran por nosotros todo lo necesario para que pudiéramos emprender una nueva vida, que no nos dejaran sin protección. Así de grande fue, así de noble, ayudando siempre al necesitado.

Don Francisco Lavadíe y Don Elviro Martínez, al igual que el resto de la gente, le ovacionaron como él se merecía. Le dieron las gracias por su gran acierto y le prometieron hacer lo necesario. Dijeron que nos llevarían a Madrid para rehabilitarnos y lo cumplieron, lo que iba ser para nosotros muy importante. Mi familia que siempre le había apreciado, al igual que a toda su familia, nunca olvidaron aquel bien que él, con cariño, pidió a las autoridades y que se cumplió.

Desde aquí quiero recordar a este gran hombre, Severino, con el mayor de mis afectos, manifestar mi agradecimiento y felicitar a toda su familia porque él ya no está.

A partir de aquel día, Don Elviro Martínez estaría siempre pendiente de nuestra estancia en el hospital. No se olvidó de la desgracia tan enorme que dos hombres, trabajadores de su tierra, padecían. En contacto con el gobernador, Don Francisco Lavadíe del que era amigo, no cesó en su empeño hasta conseguir que ingresáramos en el Hospital Clínica  Nacional del Trabajo de Madrid, uno de los mejores de nuestro país y siguió interesándose por nuestro estado en la clínica y también después de regresar.

Fue un gran hombre muy popular, no sólo por ser alcalde, sino también por su cumplimiento del deber. Fue un hombre humanitario, amigo de ayudar, era culto y educado. Con su nobleza, trató siempre a la gente sin diferencias de clases, pobres o ricos, todos eran iguales para él. Siempre luchó por causas justas con honradez y con entrega a sus deberes como autoridad que fue. Murió muy joven y fue una pérdida para todo el pueblo que mucho lo sintió. Se notaba la tristeza de toda la gente que asistió a despedirlo en su último viaje. No tengo palabras para describir su gran personalidad. También quiero destacar la gran personalidad de su esposa, Doña Laurita, inteligente y culta, agradable, sencilla, amable para tratar con la gente. Muy valiente para soportar la pérdida de su gran esposo, el hombre de su vida que se lo llevaron siendo muy joven, pero ella supo resistir y luchar para seguir con sus hijos que la necesitaban.

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Alejandro no fue capaz de soportar tanto sufrimiento. Desde el primer día del accidente y hasta el último de su vida, vivió bajo aquella insoportable presión. La tortura de nuestros pensamientos en aquellas circunstancias extremas era insoportable. Una mañana cuando llevábamos una semana sin manos Alejandro me dijo:

–Arsenio, ¿puedes salir al pasillo un momento? Quiero hablar contigo a solas.

Le acompañé y, mientras dábamos un paseo por el largo pasillo de la Sala del Perpetuo Socorro, Alejandro puso su brazo sobre mi hombro y dijo:

–Es que en la habitación no puedo hablarte, nunca te dejan solo.

–Cierto, me cuidan noche y día.

Mis padres no permitieron que quedara solo, tenían miedo a que lo pasara mal o a que me pasara “algo”.

–Oye, Arsenio, ¿tú te has parado a pensar un poco en el grave problema que tenemos y cómo va ser nuestra vida sin las dos manos? 

–¿Tú te crees que me duermo en los laureles? ¡Cómo para no pensar están las cosas! Nuestro problema es demasiado serio.

–Yo pienso en un buen remedio para los dos y creo que es el mejor –me dijo muy convencido.

–¿Qué clase de remedio es?

–Muy fácil, tú y yo tenemos que suicidarnos, ¿qué hacemos aquí? Nunca valdremos para nada. Seremos una carga para la familia. Lo mejor es que en un descuido de tu familia, bajemos a la vía del tren, nos abracemos, cerremos los ojos y nos tiremos al tren. No sentiremos mucho y dejaremos de sufrir. ¿Qué vamos a hacer aquí si no podemos ni comer, cuanto más ganarlo? ¿No te parece demasiado? Por la parte de atrás del hospital pasa la vía del ferrocarril, que arrastra el carbón del Pozo María Luisa.

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 Sí que era fácil esquivar a mi guardián, y valoré los argumentos de mi compañero para decidirnos a desaparecer. Tardé un momento en darle contestación a su propuesta. Los dos seguíamos con la mirada hacia el suelo. En un lapso de tiempo tan corto, pasaron por mi mente varios pensamientos. El ordenador que llevamos en nuestro cerebro es más rápido que el viento. Me di cuenta de que tenía cierta razón. Para mí la vida en aquel momento tampoco tenía mucha importancia. Creo que los dos temíamos más a la vida que a la muerte. Ese no era el problema, lo que más me atormentaba, ¡y qué rápidamente se me vino a la memoria!, era el sufrimiento y la desolación que había en mi casa. ¡Pobres de mis padres si tomaba esa decisión! 

Alejandro me dijo.

–No dices nada, ¿tienes miedo a la muerte?

–No, no tengo miedo a la muerte es posible que fuera lo mejor, pero yo no me voy a suicidar.

Después de valorar lo que acababa de oír, le dije:

–Alejandro, puede que tengas razón, nuestros horizontes son demasiado oscuros, y como tú, dudo mucho del futuro, pero a pesar de todo yo no puedo disponer de mi vida. No me pertenece por entero, tengo que compartirla con los míos. Tengo una deuda muy grande que pagar. Allá, en aquel pueblín donde nací, están mis padres envueltos en lágrimas. No descansan ni de noche ni de día por mi culpa. Por eso no puedo abandonarles. Yo, con mi accidente, llevé a la casa la desgracia y el dolor que ahora padecen, por eso tengo que intentar llevarles la sonrisa y la alegría que perdieron. Si nos suicidamos, pensarán que me olvidé de ellos y no es así. Yo les quiero y no puedo abandonarles, no debo permitir agravar más su dolor. Aguantaré hasta donde pueda, por mucho que tenga que sufrir, tendré que soportarlo haciéndoles compañía, al menos hasta que mis padres mueran. En ese momento mis hermanos ya tendrán sus propios hogares y estarán divididos por distintos pueblos de nuestra región y soportarán mejor mi desaparición. Ahora es imposible. Ni te acuerdes del tema, no puedo ser tan cobarde como para dejarles. Tengo que permanecer con ellos para darles el cariño que se merecen, porque son mis padres, son mis hermanos, siempre vivimos con cariño y muy unidos, no puedo ni debo abandonarles. De momento hay que seguir adelante, compañero, sufrir es vencer. Anímate tú y esperemos a ver lo que la vida nos presenta. De alguna forma hay que empezar a luchar, amigo. Si las manos que nos van a poner nos sirven para trabajar y la Duro Felguera nos coloca en las oficinas de nuestro grupo, quizá podamos evolucionar nuevamente. Esperemos a conocer los resultados de nuestra rehabilitación, a lo mejor tenemos suerte y, aunque nuestra vida vaya a ser dura, podemos continuar. De nuevo te repito que no cuentes conmigo, yo no pienso hacer esa trastada y tú tampoco lo harás, aguanta como yo, no seas cobarde ya veremos lo que el tiempo nos presenta. Deja que corra, éste nos indicará el camino que debemos seguir. ¡Sabe Dios la suerte que aun podemos tener! Puede que con arte y nuestras nuevas manos podamos seguir entre los nuestros. Para lo que tú propones siempre habrá tiempo.

Aquí quiero hacer un inciso para reflejar algo muy importante: la familia.

 

De corazón digo que es posible que, de no tener familia, yo hubiera aceptado la proposición de mi compañero.

 

Está más que claro que el cariño, el calor de familia, está por encima de todo. En mi opinión, hay que mantener la familia siempre que sea posible. Cierto es que hay casos que son insostenibles, pero la mayoría son por tonterías y sin fundamento. Hay que aguantar. Esos lazos que nos unen hacen milagros, bien claro está en mi caso. No pude vivir sin ellos. Ni siquiera después de mi estancia en la capital pude dejarlos. Eso sólo lo consiguió mi esposa, porque debo decir que me casé y fui a vivir con ella. No sentí, entonces, la marcha de mi casa, todo lo contrario, me sentí contento porque el amor todo lo allana, además no me fui muy lejos sino a un pueblo cerca de ellos.

 

Esto es ley de vida. Fui a formar un hogar con la mujer que amo, a tener hijos y verlos crecer, enseñarlos, educarlos y estudiarlos, eso nada hay que lo iguale. Recordemos por un momento a los niños que hay por el mundo sin padres y sin medios para vivir ni comer, cuanto más para estudiar. Eso sí que es lamentable. Eso es lo que hay que tener en cuenta a la hora de formar una familia. No la deshagas a la primera de cambio. Aguanta sí es posible, que el tiempo casi todo lo arregla.

 

Aguantaremos, Alejandro, –le dije, sí nos ponen las manos que nos ofrecieron las autoridades y nos colocan en la oficina de la empresa, es posible que podamos adaptarnos a la vida real y ser como los demás. Sí así fuera, trabajamos y no nos hundimos en el sufrimiento, podremos vencer, amigo.

– ¿Tu qué quieres, hacer milagros?

–No, ni siquiera creo en ellos, pero con trabajo y lucha se pueden conseguir muchas cosas. El tiempo lo dirá, –le dije. 

Alejandro no me volvió hablar más de aquel tema pero no levantó cabeza nunca más. Ni en el hospital, ni en la clínica de Madrid, ni durante la rehabilitación tomó interés alguno. Mis argumentos de poco o nada le sirvieron a Alejandro. No creyó en las ayudas de nadie. 

–¡Yo no creo en esos señores! –dijo, ellos viven bien y no se acuerdan de nosotros. Ni manos, ni empleo, ya lo verás.

–Perdona amigo, estás totalmente confundido. No me gusta que desconfíes de esos señores. Lavadie , es un hombre serio y muy buena persona, lo mismo que Elviro Martínez, el Alcalde. Ya verás cómo no fallan. Así lo prometieron y así será.

Continuará en el siguiente artículo

 

 

En el Sanatorio Adaro de Sama, habitación de la sala Perpetuo Socorro, camas 25 y 26.

Allá fue donde nos encontramos Alejandro y yo, desguazados por la explosión. Habían pasado unas cuantas horas, era casi de noche. Miré a la derecha y vi en la cama número 25, a otro con el mismo problema que el mío. En ese momento, al estar medio atontado por el éter y por el sufrimiento al recordar la situación en la que me encontraba, no le conocí. Él tenía un ojo vendado. Al estar en cama es más difícil reconocer a las personas.

Aquel hombre, que había corrido la misma desgracia que yo, era Alejandro Antuña Pandal y trabajaba en el mismo Pozo como ayudante de barrenista. Era natural de Bustio, de Posada de Llanes. También acababa de perder sus manos y un ojo. Su accidente había sido a las dos de la madrugada en Blimea. Venía de trabajar con un primo suyo que salió ileso de aquella, pero el buen hombre iba a tener peor suerte, pues poco tiempo después perdió la vida en la mina en un accidente. En la entrada de la Venta de Blimea, habían disparado unos cuantos cartuchos de dinamita. Manolo, su primo, no le tocó nada de la detonación, parece que estaba un poco distanciado cuando se dio cuenta que Alejandro se había quedado sin las dos manos y un ojo.

Al ingresar en el hospital yo nada sabía de lo ocurrido. A los pueblos de alta montaña “las noticias llegan en burro”, así decían los antiguos. Es posible que de haberlo sabido, ninguno de los mineros nos hubiéramos atrevido a disparar la dinamita en aquel aciago día que será recordado por las gentes de aquella zona mientras vivan.

Alejandro también se sorprendió. Tampoco se había enterado de lo mío hasta que ingresé a su lado, en la cama de la derecha. Sólo había dos camas. Ya llevaba casi todo el día despierto, pero con muchos dolores. Nos miramos y nos saludamos con tristeza. En nuestras miradas se notaba el dolor y la pena que nos invadía. Los dos estábamos destrozados, no sé cómo podíamos soportar tanta amargura.

Mientras estuve hospitalizado, mi familia me acompañó noche y día. Nunca me dejaron solo. Había que cebarme, lavarme y ayudarme en el servicio. ¡Cómo sería el tormento de mi familia en aquella casa! No dormían ni comían. No cesaban de llorar. Era un valle de lágrimas. Tanto sufrieron que mi hermana Laudina, que estaba embarazada, sufrió un aborto. Lo pasaron de terror.

                             Mis padres con mi hermano Constante y yo cuando eramos niños

De mi mente no se alejaba la pena al darme cuenta de lo mucho que sufrían por mi culpa, y que a este dolor por ellos, se sumaba el mío propio. Si los dolores eran de tormento por la amputación, tanto o más me atormentaba el pensar en qué estado les dejaba. Y me decía: ¿acaso sufrirían menos si me hubiera quedado allá con las manos y el sufrimiento sería de una vez? Así, lo llevarán siempre con ellos al verme cómo me encontraba. No sólo destrocé mis manos, también dejé destrozada a toda mi familia. Lo sentía mucho, especialmente por mi madre. Pasé mucho miedo porque temí que se pudiera morir de pena, pues estaba muy delicada al padecer del corazón en un grado muy peligroso. Yo pedía en silencio y mirando al techo de mi habitación inmóvil, aturdido y desesperado morirme antes que ella, pensando que mi vida ya no tenía importancia ninguna y la de ella sí. Había hermanos sin criar, y mi propio padre tampoco lo aguantaría sin su esposa. La quería mucho, los dos juntos luchaban y no podrían estar el uno sin el otro. Estos pensamientos y otros me torturaron largo tiempo, fue demasiado.

La familia no podía dejar que mi madre fuera a verme al hospital por miedo a que le pasara algo. Consideraban, como yo, que era peligroso llegar y encontrase con su hijo de aquella forma, podría ser fatal. Todos pensábamos lo mismo, temiendo lo peor por nuestra querida madre.

La mala noticia de nuestros accidentes corrió como la pólvora por toda la región y por aquella habitación desfilaron visitas de todas partes. No puedo calcular el número de gente que por allí pasó. Entre tantas visitas diarias tuve una muy especial, la de una chica, María, de un grupo de siete que estudiaban Medicina, Enfermería, y Comadronas. Iban a realizar las prácticas al hospital y todos los días iban a vernos.

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Yo, Arsenio Fernández García, hijo de Arsenio y de Mercedes, nací el día 1 de agosto de 1.934, en el pueblo de La Bobia, parroquia de Blimea, en el concejo de San Martín del Rey Aurelio, en Asturias. Criado entre el hambre y la esclavitud debido a la guerra civil y después a los duros años de la posguerra y más tarde, a los avatares que el azar me deparó.

Nuestra tradición, como mineros, siempre fue celebrar nuestra patrona Santa Bárbara, el día 4 de diciembre. Todos los años se oficiaba una misa en la parroquia de Santa Bárbara. Días antes se bajaba la santa al Pozo Cerezal, antiguamente llamado Pozo Santa Bárbara, para llevarla a la Iglesia en una bonita y numerosa procesión. Dado que este pozo fue cerrado, ahora se lleva a la que fue la mina el Prado Molín, donde le construyeron una especie de santuario muy bonito que merece la pena conocer. Desde aquí comienza esta procesión hasta la Iglesia Parroquial.

En aquel tiempo, como casi no existían los voladores, se disparaba dinamita en cantidad. Cada minero sacaba de la mina lo que creía necesario para dispararlo por los pueblos, cada uno en el suyo. Siempre antes de ir a la misa, anunciando el comienzo de esta  fiesta. Después, durante la procesión y durante todo el día, se seguía disparando la dinamita.

Me disponía, en esa terrible mañana del 4 de diciembre de 1954, a detonar cinco cartuchos de goma-1.  Rodilla en tierra y con una cerilla encendida en el suelo, un cartucho de dinamita en cada mano,  les di fuego a todos encendiéndolos de dos en dos.

Cartucho de dinamita

Ya había dado fuego a los tres primeros y, al dar fuego a los dos últimos, observé que uno de éstos se quemaba a demasiada velocidad. Intuí el peligro y me levanté velozmente pero no me dio tiempo a nada, sólo vi volar mi mano derecha. Pero el que llevaba en la izquierda también se había disparado con el mismo resultado, y ya sólo vi fuego y sangre a mi alrededor.

Gracias al instinto de conservación y a pesar de darme cuenta de que ya no tenía manos, sólo un reguero de sangre, se me ocurrió salir corriendo a toda velocidad. De no ser así, los otros tres cartuchos que aún no se habían disparado, pero que ya estaban ardiendo, me hubieran volado todo mi cuerpo en un lapso de tiempo muy corto, ya que detonaron en el mismo momento de darme la vuelta. Era una cantidad de explosivo suficiente como para volar una montaña de roca. Además, había otro peligro y ese estaba en mi propio cuerpo, pues en el bolsillo superior de mi chaqueta llevaba otros siete detonadores, también más que suficiente para “enviarme a Marte” si los hubiera alcanzado la onda expansiva al detonar los primeros. A pesar de la grave situación, mi vida estuvo en un peligro incalculable. Al levantarme  hice un giro hacia la derecha lo que fue suficiente para salvarme de una muerte segura, ya que ese movimiento  dirigió la onda explosiva hacia mi derecha, la prueba es que me causo varias heridas en la cara y piernas,  cortándome parte de mi chaqueta y la cadena del reloj de bolsillo pero no me tocó mi parte izquierda que era donde tenía los siete detonadores.  

Técnicamente es imposible sobrevivir a una explosión de esta envergadura pero en este caso así fue, me salvé de milagro.

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