El Dr. Don Vicente Vallina García, en una de sus visitas me dijo:
–Arsenio, ya estás curado, puedes irte a casa cuando quieras.
A pesar de haber pasado sólo ocho días, mis brazos estaban perfectamente curados. Al hacer la amputación por lo sano y por la muñeca, lo cosieron muy bien y se curó rápido. Esto fue una faceta más de mi suerte, el curar muy bien.
De no ser así, mi vida laboral se habría resentido bastante pues fueron muchas las heridas que sufrí en los trabajos con “mis manos de acero” y que mi esposa me las curaba para volver al trabajo de nuevo.
Con mucha pena le dije: D. Vicente, si me pudiera quedar hasta salir para Madrid sería mejor. No me gusta ir a mi casa porque tengo miedo a que le pase algo a mi madre. Padece del corazón y puede ser peligroso verme sin manos.
- Vicente Vallina, tan atento como siempre, y poniéndome su mano sobre mi hombro, dijo:
–Puedes estar aquí el tiempo que quieras, me parece muy importante lo que piensas, Arsenio, es normal que no quieras ir a tu casa hasta que te pongan las manos. Tu madre ya no sufrirá tanto.
Le di las gracias y le recordé que, si podía, agilizara los trámites para ir a Madrid lo antes posible, porque tenía muchas ganas de conocer las manos que nos iban a poner y de comenzar la rehabilitación. Dijo que sería pronto y, después de saludarnos, se marchó.
Mi madre en casa no cesaba en decir que quería ver a su hijo, que cualquier día me marcharía a Madrid, y sólo Dios sabría lo que le pasaría, ni cuándo volvería a casa, que tenía que verme antes de marcharme, repetía con frecuencia.
Así fue, el día de Navidad no aguantó más y, en un taxi, mi padre la acompañó. Mi madre siempre les decía “no pasa nada, ya sé que mi hijo no tiene manos, seré fuerte y no lloraré delante de él”. En efecto, era mujer muy fuerte. Toda su vida lo fue. Una tarde soleada de Navidad y cuando menos me lo esperaba entró en la habitación seguida de mi padre. Valiente y con su sonrisa me abrazó. No le cayó ni una lágrima. A mí, tampoco. Quise ponerme fuerte y mostrarme tranquilo, como si no pasara nada. Charlamos de todo menos de lo que sucedía realmente. Los dos parecíamos estar ausentes de lo que por dentro sentíamos. Lo mismo su corazón, el de mi padre y el mío, por dentro sangraban machacados por el dolor y sufrimiento del momento. Fue demasiado pero lo soportamos en silencio para no poner peor las cosas. El cariño de los padres, y sobre todo en ese tiempo, fue inmenso. Siempre estábamos juntos en aquella casa donde me criaron y donde me, dieron su calor. Siempre vivimos unidos como una piña toda la vida. Nada hay tan eficaz, como esa lucha, esa fortaleza y ese cariño que te dan. Son el mejor tónico para darte ánimos para poder continuar, seguir con ellos unidos como siempre aquí en este mundo que a veces es tan duro.
Estoy seguro de que ese cariño y esa convivencia familiar fue la que me dio fuerzas para seguir mi camino como un ciudadano más. Es muy importante creer en los tuyos, es una de las formas de coger fuerzas para luchar contra las adversidades. Nunca serví para la soledad, el cariño de la familia y el respeto es fundamental. Una de las cosas más importantes en la vida es que permanezca esa unión, y esa es mi mayor fortaleza. Me cobijé en el cariño de ellos y en el trabajo; fueron mi solución. De no ser así no lo hubiera soportado, hubiera compartido la opinión de mi compañero Alejandro y los dos nos habríamos tirado al tren.
Los primeros años fueron demasiado duros, los inconvenientes eran múltiples y el sufrimiento permanente. Por eso no me canso de decir que hay que saber estar, saber aguantar y saber apreciar el mérito de los demás. La vida en solitario creo que no tiene sentido, que está como vacía, no tiene forma, es demasiado fría. Hay que lucharla en equipo, hay que ayudarse mutuamente, y cada uno con sus fuerzas y en el lugar que le corresponda.
Al poco tiempo de estar juntos mi madre me dijo:
–Bueno, hijo, ya estoy aquí, no pasó nada, ya estarás más tranquilo y regresarás a casa con nosotros hoy ¿verdad?
–Sí, madre, voy a casa hasta que llegue la hora de ir a Madrid. Espero que sea pronto, tengo muchas ganas de comenzar mi nueva vida en rehabilitación.
Al momento ya quiso que nos fuéramos. Nos despedimos de Alejandro que se quedaba allí hasta salir para Madrid. Iríamos juntos, nuestra marcha se retrasaría hasta el 23 de febrero.
Aquellos días, hasta que salí de casa, fueron unos de los peores de mi vida. Todo era distinto, todos iban a trabajar y yo no. Se me hacía muy largo el tiempo sin hacer nada. No tenía ganas de leer, ni de caminar, me encontraba muy mal. Y luego con el problema de que al estar mi padre y mis hermanos en el trabajo yo no tenía a nadie para que me ayudara en mis necesidades. Aguantaba, algunas veces hasta que un día me oriné por ya no poder más. Nunca me atreví a pedir ayuda a mi madre ni a mis hermanas. Días hubo que me vi muy apurado, y salía por el pueblo para ver si me encontraba algún amigo que pudiera ayudarme. Era de terror lo que sufría, no sólo por los dolores que se producían después de mucho tiempo aguantando, también por la vergüenza que pasaba. Sólo me atrevía con los compañeros de la mina porque estábamos acostumbrados a ducharnos en la casa de aseo. Allí, todo el relevo de unos 300 hombres iba desnudo desde la percha a la ducha. Esta costumbre era la que me daba fuerzas para pedir a mis amigos que me ayudaran. La mayoría del tiempo el pueblo está solo, sin hombres, porque todos estaban en el trabajo. Sólo había mujeres. Una mañana eran las doce, paseaba por los caminos en solitario y sin poder orinar, ya no podía más, hasta me producía dolor, cuando me encuentro con Justo Arienza, el panadero, que más tarde sería un gran fotógrafo, y él me ayudó. Me libró de aquel sufrimiento, al igual que muchas veces otros más. Aún me quedaban muchos años de larga lucha y duros esfuerzos.
Y llegó el día en el que tenía que partir hacia Madrid para iniciar la rehabilitación.
Aquel día, como otros muchos más, permanece vivo en mi mente. Me iba a Madrid para ingresar en la clínica y comenzar mi rehabilitación. Tenía veinte años, nunca había salido de mi zona y en mi primer viaje lo hacía en aquella penosa situación, obligado por la necesidad. Me acompañaba mi hermano Constante, que lo mismo que todos iba desolado y en silencio.
Al describir este pasaje de mi vida, me parece que aún estoy viendo a mis padres mirándome mientras me alejaba de ellos. Aguanté y no lloré. Mis padres no lo pudieron remediar, los dos lloraron como niños. Yo aguanté hasta que salí al camino. Al perderles de vista, y mirando a la casa, ya no pude soportarlo. A medida que me alejaba miré hacia atrás de nuevo, sentía dejar a mis padres y hermanos. Iba para un mundo desconocido para mí. Me parecía como si fuera a embarcar hacia el fin del mundo. No tenía miedo, sólo sentía una pena tan grande al separarme de mis padres que casi no era ni a caminar. No veía ni el camino, y cuando ya no divisaba la casa miraba hacia el valle, lo consideraba como mío. Me dolía abandonar mi tierra y dejar a mi familia, sin saber cuándo regresaría con ellos. ¡Cuánto sufrieron mis padres! ¡Cuánto pasaron los pobrecillos! ¡Cuánto pasaron por mí! Toda su vida les resulto muy dura
Vista del valle donde nací y me crie, aunque poco se ve por estar situado detrás de los arboles. Se ve la bonita vega y la casa de mis padres. 486 metros de altura.
Ala izquierda y a lado del árbol nace una pequeña cordillera que va a enlazar con la del cordal, que nace en La Corcia va hasta La Collaona de Cabañaquinta, pasando por el pico tres Concejos.
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