La falta de agua una esclavitud en mi pueblo. Al no haber agua en las casas y escasear en la fuente, mi madre o mis hermanas según a la que le tocara, iban a lavar la ropa al reguero de la Cerezal, a una distancia de 2 kilómetros de nuestra casa. Venían rendidas con un barcal en la cabeza cargado de ropa mojada que pesaba muchísimo. Peleando con el barro de los caminos, encharcados de agua y mucho barro. Además de las horas de trabajo, de ir y lavar la ropa, venían desfallecidas por el hambre y mojadas y con mucho fio, ya que no conocíamos ni había plástico para protegerse del agua.
Tampoco había wc, para hacer las necesidades. Había que ir a la cuadra. Era penoso desplazarse en los fríos inviernos a la cuadra por la noche, sobre todo al salir de la cama donde uno está caliente, aunque sin calefacción que tampoco se conocía. En todas las casas había una bacinilla que sólo se usaba con los enfermos que no pudieran levantarse de la cama. El resto del tiempo no era correcto usarlas sino de una persona vaga y poco educada.
Para el servicio de todo el pueblo, teníamos una fuente que puso la Empresa Duro Felguera, con una instalación de tubería metálica de varios kilómetros de longitud, la que nos daba agua para el consumo del pueblo. Esta traída venía desde los montes que daban vista a La Cerezal, donde recogieron un manantial dejando agua para el ganado de aquella zona.
En toda la zona las fuentes desaparecieron por las explotaciones mineras. Todos los manantiales de esos valles fueron a parar a los pozos San Mamés y Cerezal, de forma que solo disponíamos de esta traída que nos daba poca agua. El agua escaseaba en las épocas de estío, aparte de lo mal construida que estaba, no solo por las zonas tan accidentadas que atravesaba, sino por la poca profundidad que dejaron la tubería, estaba a flor de tierra y era fácil que la gente que tenía pastando los ganados por esos montes rompieran la tubería para dar agua a sus vacas y caballos. Éramos esclavos de sus reparaciones. Había gente de otras zonas que no le importaba dejar al pueblo sin agua. Amparados por lo solitario de los montes, nos destrozaban lo que tan necesario era para un pueblo. Rompían la tubería que era de hierro fundido y la reparación de estos empalmes y emplomados era muy difícil y muy cara.
Un vecino nos reclutaba con mucha frecuencia para ir a reparar las averías que algún desalmado hacía sin tener en cuenta que dejaban un pueblo sin agua. Lo malo del caso no es por llamarnos a trabajar, ya que era de pura necesidad el repararla. El problema estaba en que este individuo se sentía dueño y señor de esa fuente. Cuando escaseaba el agua reñía a la gente que iba acoger la, llegando hasta faltarles el respeto y les echaba de allí. Fueron varias las veces que les tiró los calderos, llamándoles gochas y diciéndoles: “iros a coger agua al reguero de la Cerezal”, alegando que el agua solo era para el ganado. Otras veces decía no se podía lavar allí, que había que dejarlo para el servicio de las casas y de las vacas. En eso todos estábamos de acuerdo, pero cuando menos lo esperábamos, salía insultando a la gente, solo por coger para la casa, excepto a su mujer. Ésta podía lavar y hacer lo que quisiera, al resto las mandaba al reguero, a una distancia de dos kilómetros o más. Tenía mucho genio y peor boca, nadie le podía ver ni en pintura, pero tampoco se atrevían a reprocharle su actitud aunque todos conocíamos el problema.
Hasta que un día llegué al lugar y vi como le quitó el caldero a una de mis hermanas mayores. Se lo tiró a una gran distancia. Se me pusieron los pelos de punta como cuando te encuentras con una manada de lobos en medio de una gran nevada. Yo era un chaval, me acerque a él y con todos mis nervios de punta le dije.
-Que sea esta la última vez que hace tamaña barbaridad, no se le ocurra nunca más, no se lo voy a tolerar. Los abusos que usted viene haciendo con mis hermanas y otra gente más cesarán a partir de hoy. Le aseguro que no se lo vamos a tolerar, no se le ocurra y tome nota.
Otro en lugar de explicarle las cosas con educación pero con contundencia, al ver aquella barbaridad, cogería una estaca y lo pondría firme a estacazo limpio. No mucha gente tiene las agallas de resistir tanto daño.
-Cierto es que no se podía lavar, y me parece normal porque no era suficiente el agua que había y solo se debía utilizar para el servicio de las casas y para beber los ganados. Es normal que todos cumplamos con ese compromiso, incluidos también los de su casa, porque usted se cree dueño y jefe de todo. Si todos estamos de acuerdo y cumplimos con las normas que hay establecidas de respetar el agua al máximo ¿por qué se comporta de esa forma? Mi hermana no se salió de lo pactado, vino acoger agua para casa. Dígame qué derecho tiene usted para insultarla y tirarle su caldero. Nunca le perdonaremos el atropello que siempre cometió con nosotros.
Se quedó mirándome sorprendido por la lección que acababa de aprender y que le iba a servir para el resto de su vida. Nunca más molestaría, ni a las hermanas ni a mi madre, que también le había tratado muy mal por el mismo motivo de recoger agua.
Una mañana íbamos mi hermano Constante y yo con el ganado a pastar a los montes cercanos. Era invierno, caminábamos por un lugar denominado El Depósito, una excavación que se hizo para construir un depósito de agua que nunca se haría. Antes de terminar dicha excavación estalló la guerra, y así se quedo. Allí estaba cobijado del frío un paisano, hermano de Jenaro el fiera, así le llamaban.
Sus vacas estaban sueltas atravesadas en medio del camino pastando, una de ellas, al cruzarse con las nuestras intentó engarrase con ellas. Mi hermano Constante le dio con la guiada para alejarla, el pollo que lo vio, salió como un tigre echando fuego por su maldita boca, y cruzó el cuerpo de mi hermano a garrotazos con su guiada, sin pensar que era un niño, y que solo quería evitar que las vacas se accidentaran en batalla, ya que algunas de estas vacas eran más bravas que un miura. Cuando se enganchaban una con otra era muy difícil separarlas y surgían accidentes. Una de las nuestras, la famosa Borrega, si se enganchaba con alguna no paraba hasta que las liquidaba, era demasiado brava para todo, hasta para el trabajo.
Mi hermano tenía siete años, yo nueve, y nada pudimos hacer. Dejó marcado a mi hermano por distintos lugares de su cuerpo. Al regreso a casa a la hora de comer nuestra madre, cuando lo vio, dijo que eso era un crimen, que por favor, no se enterara nuestro padre porque podrían enfrentarse. Ese hombre era muy malo y sería peligroso llamarle la atención. Podría hasta arremeter contra nuestro padre y éste no lo iba a tolerar. Cuando al día siguiente mi padre se fijó en el cuerpo de mi hermano mientras se lavaba le preguntó:
-¿Qué pasó, Constante? ¿Cómo tienes esas marcas?
Yo, que estaba a su lado, con rapidez le dije, ayer en una pequeña batalla con otro niño, que se habían liado por lo de las vacas cuando estábamos en el monte y yo estaba más lejos.
Estos dos hermanos fueron como dos fieras, miraban a la gente por encima del hombro como si ellos fueran de otro linaje. Nunca perdonamos aquella paliza que dio a un niño de tan corta edad y por evitar lo que él mismo hubiera hecho de estar más cerca, para que no hubiera lucha entre el ganado. La pregunta es: ¿Qué habría pasado si en ese momento llega nuestro padre y ve la paliza que le estaba dando a su hijo? Aunque era muy educado y amigo de respetar a los demás, no sé si podría aguantar aquella salvajada cometida por un fiera de sesenta años.
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