Entre varios trabajos también servía huevos a diversas tiendas. Aunque solo tenía mil gallinas, compraba el resto de los huevos a un distribuidor. Llegué a servir una cantidad importante durante una temporada. Esto no duró mucho. El trabajar para las tiendas era de órdago. Qué duda cabe que hay mercaderes muy buenos, pero otros no se podían soportar. El egoísmo de cierta clase de gente algunas veces es desorbitado. La venta de los huevos siempre fue muy complicada. Por el invierno te daban algo, pero muy poco, no eran rentables. Por el verano, por docena, se perdía dinero. Costaba más el pienso que lo que daban los huevos. Al aumentar la oferta del verano bajaban los precios y, encima al servirlos, algunas señoras los escogían diciendo: “éste no, éste tampoco” y me marchaba con ellos para casa o los regalaba. Aquello fue de pena, lo mismo me daba decirles que perdía que ganara. Gastaba gasolina, perdía tiempo y tenía que aguantar a las señoras que todo lo querían para ellas, los demás vivimos de los aires. El coche olía que no se paraba, lo mismo daba limpiarlo más que menos. El olor de la leche y los huevos en lugares como un coche se impregna y no se consigue eliminar. Cuando lo limpiaba, se rompían otros huevos y siempre lo mismo.
Recuerdo una mañana que llevaba 125 docenas. Llovía, iba a Laviana y en la curva del Sutu venía un autobús a toda pastilla. Me metí en la cuneta como pude para librarme del porrazo, si no ando vivo me lleva por delante y el tío ni se enteró. Salí de la cuneta como pude y cuando llegué a Laviana llevaba rotas unas veinte docenas. Menos mal que la primera tienda era de la mejor gente que conocí, lo mismo la dueña Meri que su madre fueron muy buenas personas, siempre me trataron muy bien. Limpiaron aquello que daba pena verlo. Yo miraba pensando: “Muy poco debo de valer para aguantar esto. Decidí dejar las gallinas y sus huevos. ¿Por qué no decirlo? también a cierta clase de señoras que no merecían ni el saludo, porque todo era poco para ellas y los demás no teníamos derecho ni a comer.
Prácticamente regalé las mil gallinas, porque el mercader que me las compró también me salió rana. Se aprovechó de la ocasión empleando la farsa de siempre de esta clase de estafadores. Te pagaré el precio que salga en matándolas y viendo la calidad de carne y el peso.
Que pude hacer más que tragar lo que él quiso tasar. Pero al menos me libré de aquello que no me daba más que disgustos y trabajo. Aquella partida de gallinas la vendí a través de una amistad que tenía un hermano mercader y, que con la mejor de las intenciones, pensó ayudarme a sacarlas pero el otro le traicionó. Pagó lo que le dio la gana abusando de la ocasión. Al amigo y compañero de trabajo, nunca le dije nada para que no se llevara un disgusto, porque él lo hizo con ánimo de ayudarme era muy buena persona.
No acababa de despegar mi economía, no acertaba una. Como casi siempre es muy difícil introducirse en el mundo de los negocios. Hay que ser muy hábil y tiene que pasar largo tiempo para que te conozca la gente y se fíen de ti, porque ven que eres formal y que les tratas bien y con buenos materiales. Es fundamental porque ven que trabajas con seriedad y es cuando las cosas funcionan. Si eres un trampa todo se va a la porra, por ese motivo yo pude seguir con mi trabajo y ser apreciado por mis clientes. No se puede engañar a nadie porque el engañado va a ser el que todo lo quiere para sí. Yo conocí algunos que tubieron que cerrar por no ser serios, eso es muy importante.
Pensé en un negocio que daba dinero: la fundición de grasas. Di vueltas para comprarme un autoclave, pero no me fue posible porque el terreno en el que yo pensaba ponerlo ya lo habían vendido. Y ese tipo de industria no se podía instalar más que en lugares estratégicos y lejanos de los pueblos por el mal olor que despiden algunas veces las grasas en cantidades industriales. Aquel negocio me falló y, por si fuera poco, en una tarde que venía de Gijón de negociar la autoclave. Circulaba por el alto de la madera en dirección a mi casa, llovía y ya era de noche, aunque eran solo las ocho. Al entrar en una recta, no muy larga pero si lo suficiente como para darme tiempo apartar mi coche a un lado ya que vi un coche que al salir de la curva de arriba se le marcho. Aunque fue hábil y consiguió dominarlo por un momento, pero la marcha que traía añadido al mal estado del suelo, le estrelló contra una roca en la parte derecha de la carretera. Yo, que lo presenciaba apartado a un lado, dije a mi hermano:
-¡Ahí viene!
Agarrándome al volante y frenando a tope aunque ya parado lo esperé fuera de la calzada, donde había un ancho por la construcción de un muro. En efecto, nos dio un porrazo que, de no haberme dado cuenta para frenar, hubiera lanzado al prado. El fuerte impacto me dejó el coche fuera de combate: le deshizo una rueda, la aleta delantera izquierda y parte de la defensa.
Había mucha gente circulando en ambos sentidos. El conductor, medio adormilado de los dos golpes que sufrió, no se enteraba de lo que le había pasado. Al dar a mi coche, parado fuera de la calzada, salió disparado contra el lado opuesto, pegando por tercera vez con otra roca. En el momento de auxiliarlos, mandé a su mujer y dos niños para la casa de socorro en un coche, por si tenían lesiones, aunque a la vista no se les vio nada.
Después de examinar al conductor y ver que solo eran magulladuras y que reaccionó, le dije: que si se daba cuenta de lo ocurrido. Dijo que si, y que se haría cargo su seguro.
-Le dije que no hacía falta levantar atestado, porque le podían fastidiar su carnet. La gente como siempre, se amontonó alrededor y diciendo.
-¡No se te ocurra chaval! llama a la Guardia Civil. Tú estás libre de toda responsabilidad porque le esperaste fuera de la raya de calzada. Si le pasa algo a un niño y quitas el coche de ahí ¿cómo justificas que tú no tuviste la culpa?
Era cierto, estaba situado fuera de toda responsabilidad, pero con buena voluntad todo se arregla y yo no quería perjudicar aquella familia.
Fue increíble el gallinero que allí se preparó. No me escuchaban. Todos daban su opinión pero nadie lo mismo En ese caso, aunque iban a mi favor, no conseguía controlarles para que se callaran, hasta que un señor, que vivía en una casa al borde de la carretera, les dijo:
-¡Callaos ya de una vez! Estáis como mazas, el único que sabe lo que hay que hacer es este señor, que encima de ser perjudicado, quiere ayudar al del accidente y ustedes no lo entienden. A este señor no le puede pasar nada aunque se muera un niño o quien sea, porque él no tiene la culpa de que se le haya marchado el coche al otro.
Aquel señor que supo comprender las cosas, me dijo: señor, yo vivo en aquella casa y voy con usted a decir la verdad hasta Moscú si fuera necesario. Haga lo que tenga que hacer, y si para no perjudicar a este señor es mejor no levantar atestado no lo levante, que yo le ayudaré, y alguno más habrá también.
Le di las gracias y les hablé a todos:
-Señores, les entiendo y les doy las gracias por interesarse por mí, pero si el dueño del coche se hace cargo del siniestro, no pasa nada, porque, como el señor de la casa bien dice, de lo que ocurrió alguno de ustedes también darán fe si fuera necesario, aunque pienso que no hará falta. Tomaré nota de dos testigos más y no se perjudicará a este hombre.
Varios dijeron que allí estaban para decir la verdad, que tenía mucha razón. El conductor firmó el parte, le mandé a la casa de socorro y me quedé esperando la grúa. Mi hermano había ido hasta Sama en un coche a buscarla, porque en aquel tiempo no había teléfono por esos pueblos, ni tampoco móvil.
Mientras que esperaba, entre varios curiosos que preguntan qué había pasado, un señor se bajó de su coche, me saludó y, después de ver como estaba mi coche, me preguntó lo que había pasado. Me preguntó si había levantado atestado. Le dije que no, que el conductor del otro coche fue razonable y no lo creí necesario. Este señor dijo que era Guardia Civil y que había hecho bien. Siempre que fuera posible no debía hacerse atestado. Él mismo había hecho alguno, pero no cuando el caso estaba tan claro como el mío, estando como aparcado fuera de la carretera, con indicios de no ser movido. Me comento que sabía él de otros casos en lo que se había perdido el juicio aun teniendo la razón. Estaba completamente de acuerdo con lo que aquel buen hombre dijo. Tenía corte de muy buena persona. Vi que entendía bien lo que eso era. Le di las gracias y se fue.
Aquella familia era de Bilbao y viajaban a Gijón a visitar unos familiares. Al marchar y habiéndose recuperado, me dio las gracias y me dejo su dirección en Gijón, por si precisaba de alguna cosa. Fue un señor muy razonable y atento.
No tuve que molestarles para nada, dio su parte a su seguro, repararon el coche y no hubo problema alguno. Nuca más vería al paisano de la casa ni al resto de los que se ofrecieron por si hacían falta, ni tampoco al conductor del coche, ni a su familia
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