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Cuando tenía doce años, un día se le rompió la pata de una silla a mi madre. “Qué pena dijo” es una bonita silla con las patas torneadas y muy caras, nunca servirá ya para nada. No la tires Madre, le dije: déjala, que le voy a construir una pata nueva, quedara muy bien y nadie la va a distinguir de las otras.

 Mi madre dijo. Eso es imposible, no tienes con qué hacerla, eso sólo lo puede hacer un buen carpintero que tiene herramientas apropiadas. ¿Con qué la vas hacer tú? No podrás hijo, es una obra muy difícil, hay mucho que trabajar, no pierdas el tiempo en eso.

Cierto que hay mucho que trabajar Madre, pero no perderé ningún tiempo, procuraré hacerlo cuando llueva y no podamos trabajar. No sé cuando será, porque aquí nunca se termina el trabajo, lo mismo da que llueva o haga sol, siempre hay algo que hacer.  

Busqué madera apropiada y a navaja y con mucho tiempo, conseguí copiarla exactamente. Una vez colocada le di el mismo color de pintura, y a pesar de ser una pata torneada y con diversas formas, no podían reconocer la nueva. Lo que no recuerdo y que sí me gustaría saber, es cómo me las arreglé para darle el mismo color. Era difícil, no había muchos medios adecuados, no sé cómo me salió ese color.

 Aquella pata de la silla, se convirtió por unos días en el juguete de mi madre, la presentaba a la familia y les preguntaba a ver si sabían cuál era la nueva pata. Muy curioso, ella tampoco lo sabía, aunque yo se lo decía, al poco tiempo ya no la distinguía de las otras. La miraban, le daban vueltas y nunca fueron a diferenciarla de las otras. Aquello fue mi  primera y pequeña artesanía, popular entre toda la familia. Mi padre, cuando la vio por primera vez, me abrazó y me felicitó casi emocionado por conocer una obra de su hijo que consideró un arte muy importante por tratarse de un niño que nunca había visto trabajar esas cosas.