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Archivo mensual: marzo 2017

Hora y media de bajo de aquel enorme peñón cuando tenía 19 años

En el año 1.953, nos destinaron a levantar la rampla de San Luis de 3ª planta sur Pozo San Mames.  Alfredo Lamuño, mi vecino, como posteador, Marcelino García Cuetos “Lino” del Cepedal San Mames, Cortina de Tiraña y yo como picadores

Esta rampla llevaba mucho tiempo parada por su escasa potencia en carbón, solo tenía de 0,50 a 0,60 centímetros en carbón, el resto tierra y al muro. Esta estrecha capa fue lo que me salvo de morir destrozado por aquel enorme peñón.

Después de cuadrar el tajo, comencé a picar la tierra. Dado lo estrecho que estaba yo picaba como siempre echado de medio lado en el muro.

Esquema de una rampla en la mina de carbón, donde picamos el carbón

Una vista del tajo donde estuve enterrado hora y media con 19 años

Y,  a punto de morir por opresión y asfixiado. Me salve por lo estrecho que estaba

        
 
La tierra que todavía no la había picado, fue la que me salvo de morir, evitando un fuerte golpe por la altura que aumenta al picarla. Si el peñón tardara unos minutos más en caer, me dejaría estrujado en el muro, como una torta y muerto en el acto, por el enorme peso de la roca que me tapo.

Mis hombros pegaban en el techo y en el muro, según figura en el esquema, y eso fue lo que amortiguó el golpe del peñón. Al desprenderse y encontrarse tan cerca de mi cuerpo, este apiló hacia un lado, es decir, bajó y se apoyó en el muro, quedando mi cuerpo debajo de él, pero con una inclinación que evitó  que todo el peso de aquella enorme roca se quedara todo sobre mi cuerpo, lo que hubiera sido más que suficiente como para dejarme totalmente destrozado, ya que su longitud era de 2 metros de largo, por de 1,10 m. Así me lo dijeron mis compañeros en el hospital cuando, ya más tarde, fueron a verme,  porque los primeros 4 días estuve sin conocimiento, ni poder moverme, como si estuviera ya muerto. Solo que respiraba y podía oír a la gente hablar. Por ese motivo, no pude conocer el peñón que casi me manda al otro mundo.

Una de las cosas que mucho me sorprende es: ¿Por qué podía oír y no hablar, ni moverme? Es increíble lo que ocurre algunas veces. Ves la muerte llegar y en lugar de tener miedo, yo sufría por mis padres y hermanos, pensando lo mucho que iban a sufrir. Yo creo que ese sentimiento nace de la buena convivencia familiar, por eso nunca me cansaré de decir, que es muy importante. En mi opinión, sin la familia, es como estar perdido en el desierto, sin saber para qué vives.

Bien claro está mi caso: asumí lo mucho que sufrí con varios accidentes y hasta la pérdida de mis manos, ¡pero no la pérdida de mi esposa, que nunca olvidaré!, porque en su compañía viví, los mejores años de mi vida. Así es de importante el amor de familia.

Toda esta historia me hace pensar que perdí el miedo en aquellos trágicos momentos, cuando ya mis fuerzas se agotaban por el peso, que ya no me dejaba respirar más que a tirones y viendo que todo se teminaría en un momento. Al romper la clavícula, que era la que me ayudaba a soportar mejor el peso, perdí la resistencia. Mi cuerpo se iba hundiendo y la opresión aumentaba a cada momento. Ya no sabía si era mejor quedar dormido, que soportar aquella tremenda angustia. No se sabe lo que una persona es capaz de soportar.

Otro tema que considero importante, por ejemplo, es un caso como el de mi hermano Lúrsito. Había sido operado del corazón. Habían pasado unos años. Una tarde estaba con su nieta en brazos y le dijo a su mujer: “coge la niña que no sé lo que me pasa”. Se la cogió y cayó al suelo en el acto. Estuvo 26 horas en coma. La pregunta que se me ocurre es: Si yo pasé por esa tremenda experiencia, que solo podía oír, ¿podría Lúrsito oírnos las 26 horas que le acompañamos? Solo duró desde las 8 de la tarde, hasta las 10 de la noche del día siguiente.  En el momento de morir, su cuerpo dió unos tremendos movimientos, muy parecidos a los de un motor de camión al arrancarlo, que se mueve con mucha brusquedad. Tres movimientos y se quedó para siempre. Esos temas solo los podrán saber con el tiempo la ciencia y la  medicina, de momento se desconoce si pueden oír o no.

Todos mis compañeros  dijeron: “tuviste mucha suerte por la posición en la que estabas. Con el peso de esa roca, era suficiente como para matar a varios hombres. Nadie de nosotros nos explicamos cómo pudiste resistir tanto tiempo y salvarte, tienes siete vidas, como los gatos. Tuviste la muerte a tu lado varias veces, pero estas aquí para contarlo”. Marcelino dijo: “ bien claro está, que no la debías, porque con muchos menos motivos murieron muchos hombres en la mina.”

Todo esto ocurrió por la negligencia de un vigilante, que no tenía ni idea del peligro de la mina. Después de poner la rampla en un frente y cuando estábamos picando la tercera jugada de avance, mandaron unos picadores más y un vigilante.

Aquel día de mi accidente, a media tarea y cuando ya estaba a punto de cuadrar mi tajo, donde arrancaría con el suyo Aladíno Súarez Llaneza, mi vecino, llegó el vigilante y me dijo: “ Bobia, la gente va a comer el bocadillo, quédate para cuadrar y comenzar a picar la tierra”. Así mismo dijo: “esa jugada está muy estrecha y las chapas son muy anchas, no caben”. El mismo vigilante cogió mi martillo, y en un momento marcó el ancho que le pareció, para que yo siguiera con el resto de la altura de 12 metros.

Le dije: “ el carbón está gruñido  como ceniza, por el tirón de las rocas, eso es un peligro exagerado. Encima hay unos peñones cuarteados enormes, que pueden bajar en cualquier momento”.

-“No se ve ningún peñón”, dijo.

 “Sí que los hay. Coge el hacho y pela ese borde que tiene el techo y los verás, no te olvides que  toda la rampla está hundida. Mira hacia atrás, igual que esos que ves, los hay aquí mismo  encima de nosotros, compruébalo”. No me hizo ni caso. Nadie pudo entender cómo  aquel vigilante mandó tamaña barbaridad. A los tres metros para atrás, donde arrancamos, había peñones en bajo de todos los tamaños y por lo tanto, todo el techo cuarteado del enorme tirón, que sufrió toda la rampla al hundirse.

 La rampla de San Luis, como la de San Gaspar, llevan un techo y un muro de pura roca y cuando lleva un avance como esa, de sabe dios los metros de longitud, que habían sido explotados de allí para atrás, comienza a tronar la roca, mete un ruido que hay que largarse, si da tiempo, porque cundo comienza a soltarse ya no hay remedio, sólo salir corriendo. Así estaba esta rampla.  Era un lugar muy peligroso. Tenía que haber mandado  hacer machones, “llaves” de madera, como se hizo en otras partes. Pero este necio vigilante, ni se enteró del peligro. Lo malo de esto, es que siempre cae el inocente, él se libra.  Encima de mandar un hombre al peligro, si le tocara a él posiblemente actuara de otra forma más segura.

Yo tenía la experiencia de la rampla San Gaspar de tercera, y de otras más, que a pesar de tener  cantidad de machones, iba bajando el techo poco a poco y a los 10 metros del testero, llegó el momento en que ya no se cavía ni tumbado en las chapas, para esporiar el carbón. Cuando llegan a estos extremos, en cualquier momento se hunde toda la rampla.

Una mañana y cuando todos trabajábamos en aquel San Gaspar, 16 picadores y 10 rampleros,  tuvimos que salir a toda prisa para no quedar todos enterrados. Comenzó a meter un ruido al cortarse la roca, como cuando truena. No dio tiempo más que de librarnos la gente, pero allí se quedó todo el material, martillos, mangas y todas las herramientas, así como un “combeyo”. Este es un sistema de chapas, movido por un gran motor, para bajar el carbón, que vale mucho dinero.

Más tarde hubo que ponerse a levantar aquella rampla como la de San Luis, pero con más seguridad. Allí había un vigilante de categoría, José Cuetos “Leto,” de La Caguerna San Mamés, un minero, no “un oveya” como el de San Luis, que no tenía ni idea del peligro de la mina. Para mandar un grupo de gente, sea en la mina o en el exterior, hay que poner a un hombre, no a un gallina. Estos problemas son las consecuencias “de las tortillas que pagaban algunos”  a algún jefe, que con estas y otras artimañas conseguían que los pusieran como vigilantes, sin pensar en el daño que esto podría suponer, por su falta de profesionalidad.

Alfredo Lamuño, Eladio, y Aladino Suárez Llaneza, hermanos, Marcelino García “Lino” del Cepedal y Cortina de Tiraña,  como buenos compañeros que fueron, permanecerán en mi mente mientras que tenga vida, que Dios los tenga en su gloria. Actuaron en mi salvamento. Eladio, librándome de la descarga de alta tensión y los  otros compañeros, que lograron sacarme cuando sepultado debajo de un peñón estuve hora y media, en San Luís de 3ª a 2ª planta, en el pozo San Mamés, en el año 1.953. En todo el tiempo que permanecí enterrado, aunque no podía hablar, ni pedir auxilio, solo respiraba muy forzado oprimido por el peso, pero pude oír lo que mis compañeros comentaban mientras picaban el peñón, para liberarme de aquel terrible peso que, poco a poco, iba destrozando mi cuerpo, por el tremendo peso. Lino era el que picaba y Aladino le dijo: “pica con cuidado, no vaya ser que el martillo llegue a pincharlo”. Cortina dijo: “ ya no se entera. Arsenio está muerto.   ¿no ves que ni se queja, ni dice nada?”. Tampoco podían saber si respiraba,  porque no podían llegar a mi cuerpo. En ese momento Alfredo Lamuño dijo: “ Pobre Arsenio, era un gran trabajador. Tenía una gran afición a la mina y esta lo mató”. Todo lo que ocurría a mi alrededor yo lo podía oír, aunque para ellos ya nada se podía hacer para salvarme, sólo sacar el cadáver de un compañero.

Aunque haya sido hombre duro y soportado tantas adversidades, al escribir este episodio, me paro a considerar lo desgraciada que fue mi juventud y lo mucho que tuve que sufrir.

Aunque todos los compañeros actuaron lo más rápido que pudieron para salvarme. Hay que destacar la actuación de del picador Cortina.

Todos habían ido a comer el bocadillo. Cortina, era de Tiraña, un pueblo del Concejo de Laviana. Este gran compañero, se encontraba en el primer tajo de la rampa por arriba y yo en el segundo, picando en mi tajo más abajo. Entre el punto de Cortina y el mío, no había paso. La mina estaba hundida y el único paso que había se quedó atrancado por el carbón de varios días. Por lo tanto Cortina no podía ir a mi tajo. Solo se dio cuenta de mi accidente, porque no oía el ruido de mi martillo. Me llamó varias veces, pero no le pude contestar, mi estado era tan duro que ya pensé que era mi fin. Cortina, sabía que yo me había quedado para cuadrar mi tarea y al regreso de la gente, entregar el tajo a mi vecino Aladino Suarez. Al pensar en que algo me ocurría, este valiente hombre con un gran peligro se dispuso a pasar por la parte hundida de la mina. Atravesando entre peligrosos peñones que lo podían matar al moverlos para abrirse paso. Aunque le llevó mucho tiempo, logró llegar a mi tajo donde pudo verme debajo del terrible peñón. Me llamó: ¡Bobia! ¡Arsenio!, ¡no me oyes!. Asustado y pensando que ya era cadáver, fue a buscar al resto de los compañeros que estaban lejos, en un anchurón que había junto al contrataqué de 3ª, a los que les dijo: “ Bobia está muerto seguramente, porque ni se le oye respirar. Está debajo de un enorme peñón y no hay quien lo mueva por su gran longitud, aparte de que ya lleva mucho tiempo con tanto peso, pues yo tardé en darme cuenta de lo que ocurría”, les dijo. Además estaba trancado por el carbón y tuve que pasar por los minados. Me llevó mucho tiempo hacerme paso.    

Sólo quedamos Cortina y yo, el resto ya murieron. Alfredo Lamuño, Eladio Suarez Llaneza y su  hermano Aladino, Marcelino García Cuetos, “Lino” ya no están para contarlo. Siempre que nos encontrábamos recordábamos nuestras peripecias en la mina.

Tengo el honor de decir que todos estos hombres, fueron a cual más trabajador y buenas personas.  Gente de pueblo con toda seriedad,  dedicados al duro trabajo y a su familia con arte y dinamismo. Padres de familia.

Alfredo Lamuño de La Bobia y yo  trabajamos juntos en varios lugares. Él como picador y yo como su ayudante, un gran hombre y buen compañero, murió de mayor y seguro que por consecuencias de la silicosis. Los dos quedamos trancados en una peligrosa mina, donde el gas a punto estuvo de matarnos.

Aladino Suarez Llaneza, padecía de una fuerte silicosis, como casi todos los mineros, pero no estaba como para morir, todavía trabajaba en las labores de sus fincas y vivía con normalidad, dentro de lo que supone padecer esta terrible enfermedad. La muerte lo sorprendió precisamente en una de sus fincas, La Raposa, su preferida, por estar situada en la montaña. Allí tenía una buena cabaña provista de lo necesario para dormir y cocinar. Consideraba ese lugar para recrease y tomar buenos aires de montaña. Tiempo atrás había hecho un comentario a la familia, de esos que surgen en la vida y sin pensar en morirse claro. Les dijo que cuando le llegara la hora le gustaría que fuera en el prado de La Raposa. Aquello se iba a cumplir. Un día, ya cercano a la Navidad, aunque estaba nevado, fue hasta ese prado a buscar el árbol de Navidad. Allí, sin más, se quedó para la eternidad. Cuando la familia vio que se retrasaba fueron a buscarlo y se encontraron con su cuerpo sin vida. Allí le sorprendió la muerte sin darse cuenta, aunque haya sido como él mismo pidió.

Fue un buen minero, aunque solo trabajamos unos días en la misma rampla. Los dos éramos picadores de carbón. Por eso le tocó intervenir, junto con otros compañeros, en mi salvamento, cuando me quedé enterrado en la mina.

Eladio Suarez Llaneza, lo mismo que su hermano Aladino, fueron muy buenos vecinos y unos trabajadores de marca. Por ser vecinos de toda la vida nos vimos casi nacer y crecer, juntos por aquel pueblo de montaña, en La Bobia. Lo mismo uno que el otro tuvieron mala suerte porque murieron muy jóvenes. Aladino de la silicosis y a Eladio no sé qué le pudo pasar, solo con unos días como si fuera una gripe y se lo llevó. Este hombre había sufrido la pérdida de una hija muy joven y eso fue un trauma muy malo para toda su familia. Todos los vecinos lo sentimos mucho, porque en estos pueblos siempre hubo una convivencia muy amistosa y muy unida para todo. 

Siento la pérdida de estos hombres de corazón, lo siento por ellos y por su familia, que siempre estuvo muy unida a la nuestra. Con frecuencia recuerdo a sus padres, Bernardo Suárez y Josefa Llaneza, dos personas muy apreciadas, buenas y nobles. Trabajadores y buenos padres, y vecinos de toda la vida. Bernardo Suárez, para los vecinos, Bernaldo el de Josefa, murió en accidente de trabajo en la mina, cuando sus seis hijos eran muy pequeñitos. La mayoría de los hombres de nuestro pueblo, murieron en accidentes de mina o por la maldita silicosis, así discurrió la vida de los mineros, entre el duro trabajo, accidentes y las peripecias de la post guerra. 

Allí, delante de la casa de Josefa y Bernardo, pasamos parte de nuestra juventud. Había un cobertizo, donde tenían el carro para bajar la hierba de los prados de alta montaña y los aperos de labranza. Por estar bien ventilado y con hueco suficiente, nos servía para cobijarnos de la lluvia y del calor y para estar de tertulia. La casa de esta familia está situada en un lugar estratégico, con vistas a casi todo el valle. Este lugar y el Xerru de la Muezca de La Bobia, siempre fueron los lugares preferidos por todos nosotros para tomar el sol y pasar el tiempo de la invernada cuando no se podía trabajar en el campo.

Un cordial saludo para todos 

Arsenio Fernández