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hambre

Mientras que mi padre y los hermanos mayores trabajaban en las minas y mi  madre en el campo además de las labores de la  casa, Laudina, Constante, y yo, a pesar de nuestra corta edad, íbamos a trabajar a las tierras, a las praderas, o al monte, a buscar estru para mullir el ganado, a los montes altos del pico Llavayu.

Monte de argoma del pico Llavayu

 

Aunque éramos unos niños teníamos que bajar cargas en los hombros de árgoma seca para “mullir” y estrar el ganado y producir estiércol para abonar las tierras. Las cargas a veces las hacíamos tan grandes  que luego para bajarlas, las pasábamos moradas, pues no cabíamos por los caminos que eran estrechos, y a fuerza de “esbrexar” y algunas veces llorando, conseguíamos llegar a casa con ellas, aunque sudorosos y llenos de barro por el fango que había por algunas caleyas. No había lavadoras para lavar la ropa ni ninguna clase de maquinaria, ni abonos para las tierras. El cucho de las vacas era escaso, sólo se podía aprovechar el del invierno ya que en las demás temporadas las vacas estaban pastando por los montes. Los pocos prados que teníamos se utilizaban para cosechar la hierba que se almacenaba en el pajar para alimentar el ganado en el invierno. No disponíamos de más alimento para el ganado que éste, que además de ser trabajoso para curarlo, recogerlo y llevarlo a las cuadras, también andaba escaso, pues todo el mundo aprovechaba el que tenía.

Hay una anécdota muy curiosa. En aquel tiempo no había váter y para hacer las necesidades íbamos a la cuadra del ganado. Alguna persona, al ir a la cuadra a hacer sus necesidades, no era reconocida por el ganado y al ver a un forastero en sus dominios se asustaba y emitía fuertes mugidos y grandes patadas a lo que pillara, con lo que la persona también asustada salía corriendo con sus ropas en las manos y sin terminar su propósito. El ganado no quiere a su alrededor más que a su amo, sobre todo de noche porque se asusta con facilidad. Siempre hay que hablar con el ganado,  en el campo o en la cuadra. Sobre todo al llegar para que reconozcan por la voz y no se asusten, ya que nunca se sabe su reacción. Algún animal, si está suelto, puede salir huyendo, o te puede atacar si no te reconoce. Sobre todo en los montes al aire libre donde no tienes donde resguardarte.

 

Una prueba de lo mal que lo pasábamos fue una tarde de invierno que estaba muy frío. Me encontraba cuidando a mis hermanos  por ser el mayor. Éramos ocho los pequeños de la casa. cerrados en la cocina que nos daba calor, en el resto de la casa no había calefacción. 

 
Todos teníamos hambre y los más pequeños comenzaron a llorar. Yo, que no sabía qué les podía dar para comer, recordé que al ir a la escuela otro compañero y yo, comíamos nabos crudos. Fui a la huerta a buscarlos. Éstos los dedicábamos al cebo del ganado y se los di a mis hermanos cortados en forma de patatas fritas. No los pudimos comer, sabían muy mal, entonces fue cuando pensé que lo mejor sería freírlos y echarles un poco de pimentón. Al verlos en una media fuente y con el bonito color de pimentón, todos se pusieron a comerlos, pero tampoco les gustaron y siguieron llorando. Nada pude hacer, la bandeja permanecía en la mesa.

 
Mi madre y una de mis hermanas habían ido a lavar toda la ropa de la casa al reguero de La Cerezal, que estaba a más de dos kilómetros de distancia de la casa. Al volver venían cargadas con la ropa en la cabeza, mojadas hasta los huesos y heladas por el frío de aquel invierno. Venían, además, hambrientas y al llegar vieron por la ventana de la cocina aquella bandeja y se creyeron que eran patatas fritas. Al entrar a la cocina muy contentas preguntaron: 
 
–¿De donde sacaste las patatas Arsenio?
 
No me dio tiempo a contestarles cuando ya las habían probado. Aunque quisieron comerlas tampoco pudieron, les sabían tan mal que fue imposible. Mi madre, con lágrimas en los ojos, nos abrazó y nos dijo que, en otra ocasión, podríamos comer. Era lo único que la pobre podía hacer, darnos ánimos, porque comida no tenía.
 
Había alguna clase de nabos que se podían comer crudos aunque sabían muy mal, pero la fame nos obligaba. Los que yo les preparé en aquella ocasión eran de los duros y con un sabor muy fuerte, hasta esa mala suerte tuvimos, pues de ser de los otros, aquella tarde nos hubiera quitado un poco la fame tan terrible que teníamos.